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jueves, 31 de agosto de 2023

El caballero andante de la pluma. Por Javier Junceda

La vigencia del mensaje socialcristiano de Maximiliano Arboleya

(lne) Hace un siglo que Maximiliano Arboleya, uno de los impulsores del socialcristianismo español, fue nombrado deán de la catedral de Oviedo. Tal dignidad se la otorgaría un obispo próximo a sus tesis al que había conocido en Roma, en plena resaca de la primera encíclica que abordaba la cuestión laboral. En esas fuentes bebería el clérigo lavianés a lo largo de su vida, en las que su tarea pastoral sería tal vez la menos importante, eclipsada por su imparable actividad periodística, sus numerosas iniciativas o sus frecuentes polémicas con quienes buscaban ubicarle en lugar distinto al que había decidido apostar.

Fue la diana de las críticas de unos y otros. La izquierda, que perseguía afianzar movimientos obreros de sesgo ideológico afín, recelaba de su ideal de un asociacionismo puro e independiente, mientras que la derecha veía en él a un peligroso revisionista de la doctrina más clásica. Sorprende esto último, ya que lo que Arboleya defendía era lo que se había declarado en el texto pontificio, combatiendo que se arrebataran los bienes de los obreros y se entregaran a la colectividad, eliminando así ''toda esperanza de poder mejorar su situación económica y obtener mayores provechosos'' y consagrando al mismo tiempo la propiedad privada como un derecho natural ''estable y perpetuo''. En ningún caso pretendían perjudicar al capital, ni atacar por atacar al empleador, sino adoptar medidas protectoras al empleado, luego contempladas en las legislaciones del mundo entero, como la seguridad e higiene en el trabajo, el descanso semanal, las jornadas laborales o unos salarios que garantizaban la dignidad de la persona, alejándolos de la esclavitud''.

Treinta años después de su primer artículo en ''El Carbayón'', del que llegaría a ser director y gestor, una editorialista de ''El Debate'', diario madrileño de inspiración católica pero no del todo alineado con las tesis de Arboleya, le calificaría con acierto como ''caballero andante de la pluma''. Su quijotismo nunca quedaba indiferente, despertando a partes iguales admiración y repulsa. ''Su pluma a veces parece un látigo, su sátira es flageladora y más justiciera que piadosa'', se escribirá sobre él. De estas diatribas no se librarían ni algunos conspicuos académicos ovetenses de su tiempo, del grupo de Oviedo, que acabarían ventiladas de la justicia.

Que Arboleya subrayara con ardor la transcendencia de la llamada doctrina social de la Iglesia no significaba que pretendiera convertir el cristianismo en una ideología más. Aunque participó activamente en la gestación de la democracia cristiana en España, hasta que se desvinculó por la deriva que había experimentado, sus criterios nunca ansiaron más que introducir la sensibilidad cristiana en el discurso mercantil, pero sin pasar de ahí. Acaso por el tradicional predominio de la izquierda en la cuestión social, Maximiliano Arboleya sería visto por algunos como un socialista más, algo que él mismo rechazaría con insistencia, harto de portar ese sambenito que le persiguió hasta sus últimos momentos, ya retirado y olvidado en Meres.

Lo propio, por cierto, le sucedería a algunos seguidores contemporáneos de sus ideas, como el oftalmólogo Eladio Junceda Barreras, multado tras la guerra civil por haber ofrecido antes de la contienda unas charlas en el Ateneo obrero de Sama sobre las mínimas condiciones de salubridad que deberían reunir las viviendas de los mineros. 

A diferencia de lo que hoy se estila, Arboleya y sus seguidores socialcristianos siempre tuvieron claro que había que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y que una cosa es contar con sensibilidad social en los asuntos públicos, sin caer en desmesuras, y otra bien distinta convertir al catolicismo en un simple movimiento político de determinado signo. Siete décadas después de su muerte, su mensaje continúa vigente y reconforta volver una y otra vez sobre él.

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