Con su marido José Manuel, natural de
Sograndio, construyeron un hogar y una familia. Precisamente por ser ella de Lugones y
él de Sograndio, se conocieron Juan y Rosi (la sacristana), cumpliéndose así el dicho de
que de una boda sale otra.
Su vida no estuvo exenta de sacrificios, penas
y dificultades; sin embargo, ella siempre supo vivir su realidad en clave de fe.
Especial mención merece la enfermedad de su marido primero, y la de su
hijo, después
La Pepita que yo conocí fue una
auténtica madre coraje que cada día hacía lo que hubiera que hacer para subir
a ver a su hijo a la residencia, hiciera frío o calor, o cayeran rayos y lloviera chuzos. Era una persona
sensible que también amaba a los animales, por eso valoraba mucho la fiesta de San
Antón en la Parroquia.
Una devoción muy querida por Pepita era la de Santa Gema, a la que fue fiel durante muchísimos años. Cada 14 de mes en el convento de
las pasionistas de Fitoria ella y Juan -su vecino y esposo de Rosi- se encargaban de la
recaudación de los donativos. El día de su despedida las Madres Pasionistas enteradas de esta
triste noticia se unieron desde su clausura a nuestra celebración con sus
plegarias, y así nos lo transmitieron.
Pepita con sus aciertos y errores dió lo mejor de sí; la recuerdo sus últimos años aquí en Lugones quedándose hasta
muy tarde a la vela del Santísimo el Jueves Santo, o salir de funerales en Viella y
verla esperando en la puerta de la iglesia a que amainara la lluvia para volver de nuevo a pie
para su casa... Cuántas veces yo le decía que me avisara y no se pegara esas palizas para llevarla de vuelta a casa en mi coche, pues teníamos la misma ruta y casi la misma misión: rezar por los difuntos y acompañar a las familias.
Los últimos años su cabeza empezó a fallar,
pero sé que seguía acordándose de Lugones y de su Parroquia desde su residencia
en Oviedo. La última vez que la visité, la tarde noche de reyes anterior a la
pandemia, se convirtió en la persona más feliz del lugar al presumir orgullosa de
que el cura de su pueblo la había venido a ver. La pandemia nos aconsejó -y aún
se nos aconseja- que sólo la familia más directa visite los geriátricos; sin
embargo, por medio de Rosi y de otras personas próximas a su familia he tenido
siempre noticia de cómo iba o de cómo estaba, de sus mejoras o empeoramientos.
Cuando una persona sufre en sus últimos años una enfermedad tan compleja como la de Pepita también constatamos otra realidad no menos dura, que no nos morimos solamente cuando dejamos de respirar, sino que también cuando socialmente dejamos de estar en activo recorriendo las calles y haciendo nuestra rutina cotidiana. Estoy convencido que hay muchas personas que conocieron y apreciaron de corazón a Pepita que no se han enterado de su fallecimiento y del día que la despedimos, pero lo que nos importa es que a Dios no se le escapan los suyos ni lo que puede suponer morir de espaldas al mundo, pues ella se cuidó muy mucho de de vivir de cara a Él: Descansa en paz, Pepita.
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