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jueves, 1 de junio de 2023

Homilía en las Bodas de Oro y Plata sacerdotales 2023


Queridos hermanos sacerdotes y de modo especial los que hoy celebráis vuestras bodas de oro o plata ministeriales, diáconos, religiosas, seminaristas, familiares y amigos de los homenajeados, hermanos todos en el Señor: paz y bien.

El domingo pasado teníamos la inmensa alegría de ordenar a seis nuevos sacerdotes que como hermanos se unían a nuestro presbiterio diocesano. Una gracia grande y esperanzadora. Hoy nos acompañan concelebrando. Es el punto de partida de un itinerario al que vale la pena asomarse los que llevamos ya un tiempo caminando en este sendero vocacional de nuestro sacerdocio. Porque en la ilusión llena de asombro y misterio que se reconoce en estos sus primeros pasos, hay un espejo en el que mirarnos los que un día también fuimos misacantanos. Y en la fiesta que hoy celebra la Iglesia en torno a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, es una buena ocasión para hacerlo.

Hemos pedido en la oración colecta de la Misa que el Señor nos concediera a quienes Él eligió como ministros y dispensadores de sus misterios, la gracia de ser fieles en el cumplimiento del ministerio recibido. Es hermoso el recordatorio: somos ministros, servidores, y dispensadores de un misterio que nos sobrecoge y desborda. La Palabra de Dios la balbucen nuestros pequeños labios, cuando narramos lo que late en el corazón de Dios, cuando acercamos a los hermanos el consuelo de su ternura y la certeza de su amor por cada uno de sus hijos. Nuestra boca se hace humilde instrumento de un relato de salvación, no la proyección de nuestros temores asustados o de nuestras euforias envalentonadas, sino que somos portavoces de esa Palabra que hace nuevas todas las cosas como en la mañana primera cuando Dios hizo las cosas precisamente diciéndolas: Dijo Dios, hágase. Es esa Palabra la que nuestros labios transmiten como mensaje de luz en medio de tantas sombras, como mensaje de paz cuando nos parten los conflictos varios, como mensaje de bien en medio de la maldad reinante, como mensaje de esperanza cuando tantos desesperan.

Los misterios de Dios de los que somos ministros, no sólo se transmiten por nuestra boca mensajera, sino también por nuestras manos samaritanas. Porque no somos artífices de un proyecto que tenga nuestra medida, sino instrumentos de una gracia que nuestras pobres manos vacías reparten a los hermanos que se nos confían. Unas manos puestas al servicio de lo que ellos más necesitan y ante lo que Dios quiere responder por la mediación de nuestro ministerio sacerdotal. No somos los protagonistas que eclipsan la luz de la gracia divina, sino el cauce fraterno por el que esa claridad disipa las oscuridades en nuestros valles de lágrimas.

Así podemos ver nuestra vocación sacerdotal dentro del Pueblo de Dios junto a otras vocaciones hermanas en la vida consagrada y en la vida laical. Cristo Sacerdote es el único, el sumo y el eterno sacerdote. No hay más sacerdocio que el de Jesús. El nuestro se une al suyo fundiéndose con su entrega filial, de la que somos una humilde prolongación a través de la historia. Por este motivo, ser sacerdote desde Jesús supone dar la vida en todo y siempre, no a ratos y con algunos, sino sabernos enviados como ministros del Buen Pastor.

Él nos abrió su casa a la hora décima de nuestro encuentro con Él como hizo con Juan y Andrés, nos hizo confidentes de sus íntimos secretos con sus gestos y parábolas como en aquellos tres años con sus discípulos más allegados, nos sentó a su mesa en la última cena que fue la primera de otras tantas, y allí nos llamó amigos, y nos dejó el mandato de tomar el pan y el vino, para con Él hacerlo su sangre y su cuerpo, en el recuerdo de la memoria suya jamás distraída ni olvidadiza. Llegada la hora, nos ha dicho el evangelio… llegada la hora nos desveló su enorme deseo de compartir con nosotros su misión y su sueño. Y como quien comparte un pan partido primero, Jesús el sacerdote nos daba en su gesto lo que durante toda su vida había entregado: su tiempo, su llanto y tristeza, su alegría y gozo inmensos, lo que dijo y lo que hizo, lo que habló con su Padre Dios, lo que contó a tantos hermanos. Era todo su cuerpo, toda su sangre, su ser completo. Y esto, nos lo dio entonces como quien abre la herencia de su más íntimo testamento. Esta es la llamada recibida quienes hemos sido incorporados al ministerio de Jesús Sacerdote Sumo y Eterno. Lo hemos dicho en el salmo responsorial: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (sal. 39).

Por hacer la voluntad de Dios un día nos pusimos en marcha haciendo de nuestra inquietud una corazonada llena de vocación divina. Hoy os miramos a los hermanos que en el 1973 y en 1998 fuisteis ordenados sacerdotes. La gratitud que se adorna con el oro o la plata de vuestra sincera entrega, hoy es un brindis de alegría por el camino recorrido tras el sí sincero que dabais entonces a Dios que os llamaba.

¡Tantas cosas, nombres, circunstancias que se han sucedido en este tiempo! Esta mañana, después de 25 o 50 años nada menos, habéis querido venir a este lugar tan querido como es el Seminario para dar gracias y para seguir pidiendo gracia. ¿Qué podrían contarnos todos estos años del secreto de aquella historia de amor que entonces comenzaba? Sin duda que tantas cosas, ensueños verdaderos, estaban entonces por venir y por vivir, en andanzas misioneras, el surco parroquial, en las encomiendas que a algunos de vosotros os daban vuestros superiores religiosos. Nada sabíais de cuanto luego la vida os ha ido sorprendiendo en los momentos más hermosos y cumplidores y en los momentos más duros y probadores. Sólo sabíais lo que en esta mañana nos volvéis a contar: que vuestro sí no era un sí privado sino acompañado, un sí sostenido por la fidelidad de quien os llamaba. ¡Cuántas cosas han sucedido, cuántas se han gozado sin duda, cuántas se han llorado quizás! Los sueños más cumplidos sin que acaso hayan faltado algunas pesadillas. Compañeros que con vosotros se acercaron al altar y que por mil circunstancias luego lo dejaron. Otros que fallecieron mientras hacían este mismo camino nuestro. Otros que se cansaron y se rindieron de tantas formas. Otros, vosotros queridos hermanos, que en medio de la andadura variopinta de andanzas misioneras en América, de surcos parroquiales en nuestra geografía diocesana los que sois presbíteros de Asturias, o en las encomiendas que os hacían vuestros superiores religiosos los que sois frailes, todos estáis aquí dando gracias y celebrando.

Quedan atrás, muy atrás tantas cosas, tantos nombres, tantos momentos bajo la sombra de las nubes o bajo los soles luminosos. Situaciones en las que os supisteis fuertes y acompañados, y otras en las que la confusión, el desgaste o la soledad os dejaron tocados. Pero como escuchasteis el día de vuestra ordenación, Dios es fiel, sí ese Dios que os ha llamado. No ha retirado su llamada que sigue siendo la misma, aunque por el implacable paso del tiempo vosotros hayáis cambiado. Nos unimos a vuestro gozo, con respeto también hacemos nuestros vuestros perdones ofrecidos y recibidos, y sobre todo con vosotros queremos dar gracias por lo mucho y por lo más, y pedir gracia para que se siga celebrando esta historia inacabada, que el Señor, Buen Pastor, sigue escribiendo cada día en la hora de su entraña con la tinta de vuestra libertad fiel y entregada.

Tenemos presentes a vuestros seres queridos, a padres, hermanos, amigos, profesores y formadores, sacerdotes y cuantos fueron decisivos en vuestro camino. También tanta gente a la que en nombre de Dios y de la Iglesia habéis servido: cuántos niños, jóvenes, adultos, ancianos han escuchado vuestros consejos, los habéis sostenido en sus zozobras, habéis enjugado sus lágrimas, habéis compartido también sus alegrías, habéis bendecido y les habéis repartido de tantos modos la gracia. No pocas de sus búsquedas, de sus preguntas habrán encontrado en vuestra paternidad espiritual una luz, un aliento y una compañía fraterna. Que hoy sea todo ello un homenaje al Señor y a vosotros, por vuestro sí, por el itinerario de vuestro rastro que se hace canto de gratitud en un rostro confiado.

Pedimos que la Santina os bendiga siempre, y que lo hagan también San Juan de Ávila, San Francisco y San Ignacio, y a nosotros a través de vuestras manos que también el Señor lo haga en este día. Ad multos annos, hermanos.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo


Seminario Metropolitano
1 junio de 2023

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