Queridos hermanos y amigos: paz y bien. Saludo al Cabildo de la Catedral y los sacerdotes concelebrantes. A nuestras autoridades locales que nos honran una vez más con su presencia: Excmo. Sr. Alcalde y Corporación Municipal. Religiosas y hermanos todos en el Señor.
No hay botón de pausa en el calendario de la vida. De modo imparable vamos cumpliendo años que dibujan canas en el pelo, arrugas en el rostro, y un cierto sobresalto cuando nos sentamos y miramos hacia atrás de reojo. Todas las luces y las sombras, los momentos gozosos y los que nos han podido dañar, ahí están en nuestro inmediato pasado. Sueños que se cumplieron llenándonos de paz, despertares de pesadilla que nos alteraron, gente que se nos fue como otra gente nos fue llegando. Certezas que se hicieron duda, o interrogantes que encontraron respuesta. ¡Cuántas cosas, sentimientos, recuerdos o proyectos, cuántos presentes nos han venido saludando, o acorralando, o bendiciendo! Quedan atrás las cinco semanas de una cuaresma única, como única es la Semana Santa que con los Ramos comienza. Única porque nunca antes había sucedido y jamás después se repetirá. Un año después de la última Semana Santa, ¡cuántas cosas han sucedido que hacen que tengamos inevitablemente una mirada distinta a las cosas que suceden por dentro y por fuera! Hemos soñado y brindado por tantas cosas, pero también ha habido no pocas que nos han roto en llanto, que han sembrado miedo y cansancio. ¡Cuántos episodios y circunstancias íntimas en el corazón o bien patentes en las afueras del alma, hacen que la Semana Santa que hoy comienza tenga una fecha de estreno y dibuje un paisaje novedoso con todas sus luces y todas sus sombras! Vivamos así agradecidos lo que en esta semana especial se nos va a volver a narrar.
Al llegar a la Ciudad Santa de Jerusalén, Jesús lo hizo montado en un humilde borriquillo. No es el rey que entra a caballo con espada en ristre, reduciendo a golpe de amenaza a los que encuentra en las calles para hacerlos cautivos de su pretensión de dominio. No cabalga Jesús a lomos de la prepotencia que inflige pavor. No frecuenta él los campos de batalla donde desafía a sus contrarios en un pulso de a ver quién puede más. Jesús entra montando un pollino de borrica: humildemente, con una altura que todos pueden ver, y tocar. Con un cabalgar pausado para poder ver a las personas y comprender sus retos y preguntas mirándose a los ojos. Una entrada en Jerusalén que no fue sobre un corcel de guerrero, sino encima de una humilde borriquilla que camina lenta como nuestro deambular cansado, que está a la altura de nuestros ojos para que se crucen nuestras miradas, que se deja tocar como un Dios cercano que no se escapa ni se fuga de nuestras incoherencias y pecados.
“Hosanna”, le dijeron. Era el saludo de la bienvenida a quien llegaba como mensajero de la paz. Los niños hebreos y aquellas gentes sencillas, reconocieron a Jesús como un rey distinto: sus manos bendecían, sus labios susurraban palabras benditas, sus ojos eran capaces de mirar con ternura, mientras a su paso repartía con su gracia el bien y la paz. Sólo Jesús sabía el sentido hondo y las consecuencias de esa entrada aparentemente inocente y festiva. Un pueblo capaz de brindar su mejor acogida puede después si es educativamente domesticado, calculadamente corrompido o estratégicamente manipulado, cambiar su saludo de bienvenida por una orden de condenación. Tantos labios que cantaron el “hosanna”, días después vociferaron el “crucifícalo”.
Quedan atrás tantos recodos del camino en los que Jesús pasó haciendo el bien. Sus encuentros con la gente, su peculiar modo de abrazar el problema humano, unas veces brindando sus gozos como en Caná, otras llorando sus sufrimientos como en Betania; en ocasiones curando todo tipo de dolencias, o iluminando todo tipo de oscuridad o saciando todo tipo de hambres, y en otras airado contra los comerciantes en el templo y contra los fariseos en todas partes. Jesús que bendice, que enseña, que reza, que cura, que libera. Ahora es el momento último y final de este drama humano y divino. A él nos asomamos en el domingo de Ramos con el relato de la Pasión que escuchamos en el Evangelio.
El Padre pronunciará por última vez su última Palabra, la de su Hijo, y con ella nos lo dirá y nos lo dará todo. El Hijo volverá a repetir que lo esencial es el amor con esa medida sin-medida que Él nos ha manifestado en su historia, el amor que ama hasta el final y más allá de la muerte. Y el pueblo es como es. Ahí estamos nosotros. Unas veces gritando “hosannas” al Señor, y otras crucificándole de mil maneras, como hizo la muchedumbre hace dos mil años; unas veces cortaremos hasta la oreja del que ose tocar a nuestro Señor, y otras le ignoraremos hasta el perjuro en la fuga más cobarde junto a una fogata cualquiera, como hizo Pedro; unas veces le traicionaremos con un beso envenenado como hizo Judas, o con una aséptica cobardía que necesita lavar la culpabilidad de sus manos cómplices como hizo Pilato; unas veces seremos fieles tristemente, como haciéndonos solidarios de una causa perdida, como María Magdalena; otras trataremos de ser fieles con la serenidad de una fe que cree y espera una palabra más allá de la muerte, como la Madre, como María.
Pero sabemos que no tienen la última palabra nuestros fallos, nuestras contradicciones, nuestros pecados. Como en estos días en nuestra bella Asturias que hemos visto en llamas, no porque arda sino porque nos la queman, también sabemos que tras el fuego que arrasa y destruye, viene el brotar de una vida nueva que nada ni nadie podrá impedir que nazca de nuevo. Quiero agradecer el esfuerzo y entrega de nuestros Bomberos de Asturias, del Ayuntamiento y del Principado, de nuestras fuerzas de seguridad y tantos voluntarios. Así creemos que es posible la esperanza, aunque nuestros ojos se nublen de dolor y de lágrimas ante un panorama gris y chamuscado, veremos renacer el verde que Dios riega con la hermana lluvia de su gracia. Es una parábola para la vida, la vida cotidiana.
Con la Iglesia, con todos los cristianos, nos disponemos a re-vivir el memorial del amor con el que Jesús nos abrazó hasta hacernos nuevos, devolviéndonos la posibilidad de ser humanos de veras y felices por entero, de ser hijos de Dios y hermanos de los prójimos que Él nos da. Vivamos con hondura cristiana estas fechas tan centrales de nuestra fe. Y que conmovidos por el amor tan grande del Señor podamos construir un mundo que sea reflejo fiel de cuanto Dios soñó para nosotros sus hijos. Semana Santa para recorrer con devoción, con arte y religiosidad el camino que nos conduce a la Pascua del Señor resucitado.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Domingo de Ramos
2 de abril 2023
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Queridos hermanos sacerdotes, miembros de la vida consagrada y fieles cristianos laicos. Deseo vivamente que Dios llene vuestro corazón con la paz que nos regala y sostenga vuestros pasos en los caminos del bien que Él frecuenta.
Estaba cerca ya la pascua. Muy poco antes, Jesús tuvo ese arranque en el atrio del Templo derribando los tenderetes de cambistas y mercaderes que vivían a costa de los peregrinos sencillos que venían de todas partes. Las comisiones que dejaban a los mandamases del sanedrín, eran la cara oculta de una corrupción enmascarada. El celo por la casa de su Padre, hizo que el Maestro nazareno tuviera aquel insólito brote indignado y la emprendió con el negocio que hacía de Dios una torpe coartada. Esto junto a la resurrección de Lázaro que había tenido lugar semanas atrás, soliviantó a los judíos viendo en Jesús un peligro que había que eliminar como fuese y comenzaron las pesquisas para poder apresarlo.
En este contexto de búsqueda y captura, a hurtadillas como buenamente podían, Jesús y sus discípulos quedaron para cenar. No era una cena cualquiera. Fue tan especial que ha pasado a la historia como lo que fue: la última y postrera. En un lugar convenido por el Maestro con alguna de sus amistades, dió instrucciones a los discípulos para una cuidada velada en la que sucederían tantas cosas. De fondo y a las afueras, estaba la redada organizada y era peligroso deambular de aquí para allá. Así era el contexto que nos relata el evangelista Juan.
Queridos hermanos y hermanas, hoy es Jueves Santo y estamos rememorando aquel momento tan cargado de emoción, de pasión y remembranza. Entre nosotros, han vuelto a sonar los tambores y cornetas. Nuestros pueblos se visten de cofrade con atuendos malva y negro para ver pasar las procesiones semanasanteras. Y aunque tantas veces desfilamos por otras calles de las que Dios frecuenta, en estos días especiales de nuestra semana santa, retomamos lo que más nos corresponde cuando la verdad se hace sitio en medio de nuestras trampas, cuando la belleza brilla más allá de nuestras fealdades y la bondad logra desplazar nuestras maldades. Así dan comienzo estos días señeros, cuando entramos en el Triduo pascual, corazón del año cristiano. La liturgia nos convoca en el Jueves santo para hacer un memorial: ese que Jesús nos confiara en aquella cena postrera por ser la última que con sus discípulos celebrara.
Bien conocemos el relato que nos cuenta el Evangelio de San Juan: se agolparon los recuerdos según el Maestro iba hablando, y todos aquellos discípulos con el miedo a flor de llanto, fueron trayendo a su memoria palabras inolvidables que les conmovieron, tantas que les abrieron los ojos y el corazón; o los gestos que quedaron eternamente grabados en tantos escenarios de tres años vividos intensamente: las mil ternuras con niños o ancianos, la bravura ante aquellos que con duro corazón fariseo no entendieron el momento y pasaron de largo con desprecio o persiguieron de tantos modos la luz que les evidenciaba sus sentimientos negros, poniendo al descubierto sus vidas torcidas maquilladas y sus noches oscuras censuradas.
Jesús hizo el gran recuento en aquella noche bendita como quien viene a resumir toda una vida de entrega entre palabras y gestos que ninguno podrá olvidar. Habló del amor al Padre y del amor a los discípulos, tan distintos y tan inseparables. Y de cómo en ese amor cruzado debía ser aprendiz cotidiano el amor que entre nosotros nos tenemos si nuestro ser cristiano es auténtico y si nos sirve de algo. Hoy es día para leer despacio ese discurso de la Última Cena, sabiendo que éramos también nosotros los destinatarios y allí estábamos también cada uno como comensales, porque de nosotros se hablaba y por nosotros se dijeron aquellas palabras.
A continuación, el Señor señaló cómo su ministerio se hace servicio concreto, no un postureo prepotente que se aprovecha del cargo para vivir del cuento, y lo expresó con un guiño verdadero al arremangarse y ponerse a lavar los pies cansados de sus amigos, para enseñar en esa parábola viva un ademán ministerial que no gusta de los oropeles vacíos, ni de las pompas extrañas, ni del abuso clericalón de una clase empoderada. Lavar los pies era labor de siervos, menester de esclavos, y eso fue lo que hizo Jesús con cada uno de aquellos discípulos hermanos. Sólo se entiende el sacerdocio como un dejarse partir por amor a los hermanos. Tampoco entendió Pedro el gesto, y se sintió incómodo como cuando intentó parar al Maestro a fin de que no subiera al Jerusalén de su Calvario, o cuando al principio de todo se sintió desbordado en su pecado por alguien desconocido que había llenado sus redes vacías tras una noche de trabajo pescador malogrado. Pedro siempre tendrá esos arranques intempestivos, capaz de lo más grande o de lo más mezquino, pero en todo caso lleno de un amor desmedido hacia quien de veras tanto amó.
Porque se despedía de los suyos, quiso dejarles una prenda de su cercanía: más que una prenda una presencia que nunca se fugó. Que no quiso partir de aquellos amigos sin dejar antes una muestra partiendo un trozo de pan ácimo ofrecido junto a un buen vino escanciado. Campos de trigos y vides, que se hacen horno y lagar de los que saldrá una humilde presencia tierna como una hogaza humilde, discreta como un escondido sagrario. Así quiso decirnos que con nosotros se quedaba, cada vez que repitiésemos en su memoria lo mismo que hicieron sus manos sagradas. El pan partido y repartido, como una primera comunión tan al alcance de unas miradas, unas manos y unos labios que tendrían toda la emoción contenida de cuanto en el arrabal de sus almas se hacía pregunta que busca respuesta, se hacía agradecimiento por todo y por tanto que gratuitamente se recibió, se hacía llanto con lágrimas que intuían que algo allí estaba terminando.
Jueves Santo de recuerdo y remembranza en el que una noche viene a contar entre manteles fraternos lo que toda una vida ha relatado entregando cada día la vida a pedazos. Cena postrera que no tuvo postres, en donde se acomunan lo más grande y hermoso como es el amor sincero de un Dios humanado que inspira nuestro amor fraterno cotidiano, ofrece la transmisión de su misión y ministerio a sus más queridos hermanos, y crea la institución de una presencia suya hasta el fin de los tiempos con la cercanía eucarística propia del Hijo bienamado.
Es un día para contemplar el amor extremo de Jesús: amor que lava los pies cansados de aquellos discípulos y cada uno de nosotros al ir por caminos a ninguna parte, pies manchados de tanto deambular por senderos equivocados; amor que se hace Pan de memorial que nos reparte como Sacerdote entregado saciando de veras todas nuestras hambres; amor de hermano con el que nos llama a algunos a seguirle ministerialmente sirviendo a los hermanos; amor fraterno que queda como santo y seña de la verdadera presencia cristiana.
Fuera la soldadesca a pago de los sumos sacerdotes y fariseos seguían su redada. Dentro la torpe complicidad de quien traicionará a su Maestro. Nosotros, tantos siglos después, celebrando aquí en nuestra Catedral de Oviedo aquel memorial. Jueves santo de recuerdo y remembranza. Adoremos al Amor de los amores. Es el día del Amor más grande que sin dejar de ser divino, quiso hacerse así de fraterno y así de entrañablemente humano.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador (Oviedo)
6 abril de 2023
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Queridos hermanos todos en el Señor: paz y bien. Ayer asistimos a la Santa Cena. Nos supimos comensales en aquella escena tan entrañable donde se nos invitaba al amor fraterno que aprendimos en mil gestos de Jesús, vimos cómo partía el pan como quien reparte su Cuerpo entregado en la presencia de la Eucaristía, acogimos su misión aquellos que hemos sido llamados a prolongar su sacerdocio santo. Pero en aquella Cena tuvo lugar un doble diálogo: el de Pedro y el de Judas, ambos frente a Jesús. Es la vida de cada uno de ellos la que con sus gestos, sus palabras, sus acciones y omisiones, se presentan como comentario torpe o desesperado a lo que tras aquella última cena sucedió.
El caso de Pedro ya nos es conocido: brabucón y espontáneo, capaz de prestar sus labios al Padre Dios o de dejar que por ellos hable el diablo. Todo un ejemplo de vulnerable pecador, que con sus quiero y no puedo nunca se rendirá traicionero a sus frágiles momentos de confusión. Al final lavará con el llanto de sus lágrimas su propia pobreza en la que seguirá colándose por la rendija de su amor lo que realmente él era, lo que sentía y quería ante su Maestro y Señor. Y aquel triple canto del gallo, será finalmente redimido en su examen de amor ante Jesús resucitado en las orillas del mar de Galilea, justo donde para él todo comenzó, porque a pesar de todo, a pesar de tanto, aquel viejo pescador galileo amaba de veras a Jesús, aunque lo hiciera mal, o lo hiciera tarde, pero finalmente aprendió la lección.
Bien distinto era el caso de Judas. El nombre de Judas no se pone ni siquiera a los perros. Ha queda proscrito y evitado en la historia siguiente de la humanidad. Judas era inquieto, tenía liderazgo, sabía administrar rentas y limosnas, pero no supo cómo hacer con sus pretensiones. Y cometió el gran pecado: ser él la medida de Dios, poner precio a su fidelidad, usar a Jesús para sus particulares revoluciones. ¡Cómo defrauda hasta la desesperación empeñarse en esperar a Dios por los caminos que Él no frecuenta! ¡Cómo agota hasta la confusión más extrema aguardar que se cumplan las expectativas que Dios jamás prometió! Y así fue poco a poco forjándose su delirio tremendo, su enfado enconado y finalmente su traición desertora. Allí un beso se ofreció tomando prestado el gesto que nunca menos que entonces fue expresión del amor. El besante fue comprado con engaño, y él pagó desesperadamente el pago infinito de su traición. Quedó colgado como badajo maldito que no ampara campana alguna, y su sonido sórdido a la intemperie hizo de tañido en su grito de cruel desesperación. Nació fallido quien más le hubiera valido no haberlo hecho, dijo de él Jesús. No se puede contar con más gravedad el fracaso de una vida que tan fatalmente erró.
Tiene algo especial el Viernes Santo, día de profundo respeto. Todo es silencio lleno de graves preguntas donde nos rodean tantos porqués. Aquella vía Dolorosa señala el callejero de tantos horrores en el vaivén de nuestras desdichas humanas que nos golpean y desangran. ¡Cuántas vías Dolorosas hemos urbanizado los hombres en los pueblos y ciudades del tiempo que viene y va! Hoy nos fijamos en aquella vía Dolorosa de hace dos mil años donde es Dios quien arrastra el árbol de la vida para dejarse clavar en él con los clavos de la muerte. Fue una noche larga de infamia que comenzó en el Huerto con olivas, pues en aquella almazara no se prensaron sabrosas aceitunas para obtener un aceite virgen, sino que se vio sangrar por todos sus poros el sufrimiento de Dios. Toda la humanidad verdadera de aquel verdadero Dios, hecha plegaria, silencio, infinito dolor en la soledad más absoluta cara a cara entre el Hijo y el Padre, apurando el cáliz duro que se disponía a beber hasta sus últimas gotas. Misterio de iniquidad, precio abismal que por cada uno de nosotros Dios pagó.
¿Cuántas fueron las estaciones? Acordamos piadosamente que fueran catorce cuadros como si fueran las estaciones de un recorrido macabro. Sin duda, menos no fueron. Más, infinitamente más, son las que se deben computar en la cuenta del “Amor no amado” (San Francisco). Tantas, cuantos rostros de hombres y mujeres, de niños y ancianos, en los que el rostro ensangrentado de Jesús se ha venido actualizando: tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo, en la cárcel, enfermo… y lo que hicisteis con mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (cf. Mt 25). Catorce estaciones, pues, y muchas más. Y ante todas ellas las distintas miradas y actitudes: ojos abiertos y curiosos, ojos cerrados y cansados. Corazones capaces de darlo todo o incapaces sencillamente de hacer algo. Manos ofrecidas sin descanso entregado o reservadas con rencor insolidario. Esperanzas cumplidas o desencantos despiadados. ¡Cuántos cuadros y estaciones… en el viacrucis de la vida, en la vía dolorosa de Cristo y sus hermanos!
El viernes santo es un día tan sobrio, que incluso resulta taciturno y callado. No hay campanas ni glorias, y es el único día del año en el que no hay misa propiamente hablando, como si un velo enlutado condicionase cada instante, cada rincón de este mundo inacabado que no acierta a dejar nacer la ciudad de Dios que Él eternamente dibujó para enamorarnos. Un relato que sólo se puede comprender cuando, como han hecho los santos y como hizo María, nos atrevemos a leerlo biográficamente: porque hay siempre un “por mí” en ese drama que para Jesús fue una tragedia prestada. Todo aquello fue por mí, con mi nombre y mis años, con mis trampas y mis miedos, con mis gracias y pecados. Yo fui para Él la razón de cada instante en aquellas catorce estaciones que me tenían a mí como recorrido y su amor como estación de llegada. Como hermosamente comenta Pascal poniendo en los labios de Jesús esa frase: “aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti” (Pensées, VII, 553). Es el “por ti” con el que Clara de Asís escribe a Inés de Bohemia para que aprenda a leer la vida de Jesús: nació como niño en una pobre cueva por ti, y por ti vivirá escondido en Nazaret más de treinta años, por ti predicará, sanará y saldrá al encuentro de todo necesitado, por ti se dejará apresar y condenar. Por ti, el de la cruz, así te amará hasta el extremo.
Y entregando su espíritu en las manos de su Padre, expiró… Hora de nona, de silencio que grita y de tiniebla que alumbra la más dramática de las horas en donde Dios muere en la carne de su Hijo. El Verbo que se hizo carne infante, en la carne de su muerte enmudeció. Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo.
Pidamos la gracia de la piedad para vernos dentro de aquel Vía Crucis que nos perteneció y que Jesús haciéndolo suyo recorrió para salvarnos. Seamos sus cirineos y seamos cirineos de los que hoy malviven y malmueren en sus vías dolorosas por tantos motivos y en tantos escenarios. Viernes Santo. Día de pasión, de escuchar conmovidos ese bendito relato. De leerlo de rodillas cuando se habla de un desenlace que me tiene a mí como destinatario: el precio que Dios mismo pagó en la carne de su Hijo, para que yo pudiera ser su hermano. Viernes santo apasionado. Gracias, Señor, por tu Pasión, por tu vía Dolorosa y por tu Calvario… ahí estaban sin censura ni adornos, todas las etapas de mi vida y todos mis pecados.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador (Oviedo)
7 abril de 2023
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Queridos hermanos y hermanas: paz y bien.
Ha sido silencioso este sábado. Se metió la noche ayer a partir de la hora de nona, cuando el velo del Templo se rasgó en dos, cuando se oscureció la tierra toda, cuando todos se disiparon cada uno campando por sus afueras más extrañas y alejadas. Unos, fugitivos y asustados; otros, con la torpe y fugaz victoria de haber acabado con un maestro incómodo; algunos dudosos y pensativos dando vueltas a lo que tan rápido y tremendo en tan sólo tres días había sucedido. Los hubo también con ese dolor sereno de estar ante algo demasiado grande, demasiado intenso, demasiado duro para su fe y sus sentimientos.
Solo quedaba Jesús inerte en la cruz de la que pendía, y con piedad infinita lo fueron descolgando como pudieron entre José Arimatea, Nicodemo, mientras Juan y las tres Marías sollozaban en su pena, lloraban en su ofrenda ante el despojo de la bondad más buena y la belleza más hermosa que, sin vida, vieron descender de aquella cruz.
Aquel viernes santo tuvo muchas horas de tinieblas ensombrecidas. Un autor antiguo, anónimo de los primeros siglos nos recrea esos instantes tras la muerte de Cristo como una visita imprevista al sheol de los abismos, como adentrándose en el misterio de una eterna iniquidad contenida en siglos y siglos de espera: «¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos. En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él. El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor está con todos vosotros.» Y responde Cristo a Adán: «Y con tu espíritu.» Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo. Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y por todos estos que habían de nacer de ti; digo, ahora, y ordeno a todos los que estaban en cadenas: “Salid”, y a los que estaban en tinieblas: “Sed iluminados”, y a los que estaban adormilados: “Levantaos”» (De una antigua Homilía sobre el santo y grandioso
Sábado).
Es hermoso este texto y nos introduce en el gran silencio del primer sábado santo de la historia. Aquel que creían muerto se acerca a despertar a los que dormían su sueño mortal, a iluminar a los que yacían en las sombras de la muerte fatal. Lo hemos vivido con María, la que supo del silencio acallado y no del desesperado mutismo. Era el momento de escuchar una vez más aquella Palabra que se hizo carne en su virginal entraña. Cuando se entendía esa Palabra ella la engendraba en su seno. Cuando no se entendía, ella igualmente la guardaba en su corazón de madre y de creyente. María fue siempre la que tuvo en sus labios su “hágase” para que la Palabra de Dios se pronunciara en su boca.
Pero la liturgia cristiana no se queda en este impasse de derrota piadosa, sino que nos urge a los creyentes a que tengamos viva la espera en el cumplimiento de la promesa que Cristo nos hizo: que el final no le pertenecería al sinsentido del absurdo blasfemo y del destino maldito, sino que se daría un milagro que se tornaría en regalo de resurrección. Así hemos comenzado nuestra celebración de la vigilia pascual mirando al fuego bendecido, hermano fuego que nos adentra en la luz humilde que nos presidía y nos marcaba la salida de la oscuridad mortecina. Una luz que fue creciendo como crece la caridad de los hermanos que comparten lo que en su pequeñez es ya un indicio, un pequeño don con las llamas compartidas que de mano en mano fuimos viendo crecer en la oscuridad.
“Oh feliz culpa que nos ha merecido tal Redentor”, ha entonado el cantor en el himno de la angélica, trayendo las palabras emocionadas que biográficamente dejó escritas San Agustín. Las culpas, los pecados, todo cuanto nos alejaba de Dios y nos hacía extraños ante los hermanos, se puede cambiar si dejamos que la luz de Cristo resucitado se haga sitio en nuestras oscuridades todas. Así ha sido en la gran historia de la salvación que acabamos de escuchar en la Palabra de Dios, una historia que se continúa en nuestras historias personales cuando Dios viene al encuentro de nuestras noches oscuras para conducirnos a sus amanecidas albas.
El agua que luego rociaremos sobre nuestras cabezas nos recordará el bautismo que recibimos en el comienzo de nuestro camino cristiano. Tal vez éramos todos unos niños apenas nacidos cuando se inició el itinerario junto a Jesús y dentro de la Iglesia. Por distintos motivos hay también hermanos que reciben esta gracia en una edad adulta. Todos tenemos nuestro tiempo, nuestra hora, para el encuentro cierto con Jesús nuestro Señor. En esta noche habrá también en nuestra catedral de Oviedo bautismos de adultos en unos catecúmenos que se han preparado para este momento. Es una alegría grande ver el paso que dan y saber sencillamente que Jesús los ha querido esperar, sin prisa, poniendo todo su camino anterior en el quicio de este momento para empezar con cada uno de ellos una historia cristiana. La Iglesia los acoge y con ellos se alegra, mientras les derrama el agua bendita en sus cabezas uniendo sus nombres a los de la Trinidad Santa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Nuestros catecúmenos serán revestidos con las túnicas del vestido nuevo, serán fortalecidos con el don del Espíritu Santo y se acercarán por primera vez a recibir la Eucaristía. Bienvenidos, queridos hermanos.
Así nos lo ha narrado el Evangelio: María Magdalena y María Salomé fueron a ver el sepulcro todavía de madrugada. Se encontraron con aquel mensajero angélico que les dará la buena noticia: no busquéis al crucificado, sino dejaos encontrar por el resucitado. Y ese encuentro aconteció. La alegría fue el regalo ante tamaño suceso que arrancó todos los miedos y secó todas las lágrimas, dejando sólo en el rostro la alegría propia de la pascua. Es una noche grande esta que vivimos. Es la noche que rompe en aurora anticipada, cuando Cristo ha dejado para siempre vacío el sepulcro de la muerte que su vida secuestraba. Nos invita a ser testigos de esta noticia, porque también a nosotros se nos ha dado la alegría de ver nacer el alba con ojos asombrados, con un canto de aleluya en nuestros labios, con las albricias más gozosas que llenan de alegría nuestra entraña.
Hermanas y hermanos, feliz pascua. Cristo ha resucitado, verdaderamente. Aleluya.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador (Oviedo)
8 abril de 2023
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Queridos hermanos y hermanas: paz y bien.
Era dulce aquel silencio de una noche distinta. Dulce por respetuoso, que con delicadeza piadosa no quiso hacer sonar su trompetería por el acontecimiento que tuvo lugar de madrugada. Atrás quedaban tantas cosas. Algunas de ellas con amenazas y redadas, con prendimientos y juicios amañados, con palizas inhumanas y escarnios de mofa y befa, con viacrucis humillantes y escasa piedad a las puertas, con lágrimas de traición en un patio cualquiera y llanto conmovido al pie de la cruz en aquella colina siniestra. Todos vieron cómo se apagaba la luz que tanto iluminó, cómo se encogían las manos clavadas que tanto bendijeron y repartieron, cómo enmudecían aquellos labios que, sólo ellos, decían palabras de bienaventuranza y de vida.
Pero con ser dura aquella pasión, no logró ser una bronca infinita y, al final, tuvo que declinar agotada en su propia agonía. Consumatum est, todo está cumplido. Parecía que era el fin del viaje en la más prometedora travesía, y costaba creer que así terminaba lo que tanta esperanza suscitó mientras pasó Jesús haciendo el bien de tantos modos. Motivos para quedarse mohínos, cariacontecidos y tristes aquellos discípulos, los había. Pero al final, contra todo pronóstico, cambiaron las tornas, y entonces resultó amable incluso aquel bronco momento que duró tres días. Y sucedió un cambio gozoso y sin rendijas por las que se fugase de nuevo la esperanza de la más verdadera dicha. Llegó el día esperado tras tanta noche alargada, y nos amaneció lo que fue anunciado sin que aparentemente nada hubiera pasado, sin que fuera a remolque la aflicción contenida del fracaso más terrible ante la más grande esperanza tronchada y hundida.
Desde entonces en la larga historia de la humanidad un día como hoy sí que tañen las campanas festivas que no paran en el domingo de Pascua. Porque hay un motivo de alegría que ellas quieren contarnos. La oscuridad de todas nuestras historias negras, han perdido sus penumbras con la salida del sol de esta bendita mañana. La pena que nos arruga por los retos humillantes que nos aplastan, ya no tiene pesadumbre que abogar. Cuanto de conflicto interior o de cuita exterior nos enfrenta y divide han dejado de herirnos fatalmente, las circunstancias que nos rompen y extrañan dejaron de ser motivo que nos hiciera rehenes del mal. ¿Qué ha ocurrido en estas horas, quién ha venido de improviso, qué se ha vuelto a empezar como antaño o a estrenar como su vez primera?
Lo dirá la oración principal de la misa de Pascua: que las puertas de la eternidad han vencido en este día la muerte. Abiertas de par en par nos invitan a pasar acompañados del Señor resucitado, de María y todos los santos. Todos los artistas con sus pinceles o cinceles, los músicos con sus notas, y con sus versos los poetas, nos han ambientado este momento indescriptible. ¿Corremos nosotros al sepulcro de Cristo como los discípulos en aquella primera mañana? ¿Qué obra de arte, cantata o poema representa la búsqueda del Señor resucitado mi vida? Hoy la Iglesia lo celebra sin aspaviento ni alharaca. Se nos pedirán los ungüentos y bálsamos con los que como aquellas mujeres iban a ungir la muerte de alguien tan querido, para que con nuestras manos libres rompamos en alabanza por el estupor que nos suscita su vida rediviva.
Sí, quedaba lo mejor por llegar, y a su hora providente llegó. Era el final que se tornó en recomienzo, y donde todo parecía agotado, tumbado y aplastado, de pronto empieza allí la primavera con una pujanza tan nueva que hace olvidar todos los barbechos que no dieron nada. Así, todas las penúltimas palabras llenas de oscuridad, de violencia y de muerte, han quedado enmudecidas para siempre tras ese canto de alegría madrugada. Era la palabra última que se reservó Dios mismo para pronunciarla. Hemos llegado así al centro del año cristiano. Todo parte de aquí y todo hasta aquí nos conduce. Y como quien sale de una pesadilla que parecía inacabable y pertinaz, como quien sale de su callejón más oscuro y tenebroso, como quien termina su exilio más distanciador de los que ama, como quien concluye su pena y su prisión… así Jesús ha resucitado, como Él había dicho.
Y aunque angostos sean nuestros pesares, por malditos que resulten tantos avatares inhumanos, por tropezosos que nos parezcan los traspiés de cada día, Jesús ha vencido, ha resucitado, y su triunfo nos abre de par en par el camino de la esperanza, de la utopía cristiana, de la verdadera humanidad que nos conduce al hogar de Dios sin trampa. Por eso, a pesar de las dificultades cotidianas, decimos sin engaño que su resurrección es el triunfo de la luz sobre todas las sombras, la esperanza viva cumplida en la tierra de todas las muertes. No hay espacio ya pues para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas humildes, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida.
Sí, vayamos al sepulcro, a ese en el que tantas veces quedan sepultadas la alegría, la fe, el amor, y veamos cómo Dios quiere resucitarnos, quitar las losas de nuestras muertes, para susurrar en nosotros y entre nosotros una palabra de vida, sin fin, verdadera, bondadosa y bella. Jesús ha resucitado. Así lo expresan nuestras cofradías y hermandades que en esta mañana aquí en la Catedral nos acompañan con el rostro descubierto, testimoniando con gozo lo que con dolor testimoniaron días atrás acompañando la pasión del Nazareno y su bendita Madre. Hoy toca vestirse de fiesta, sin lutos ni sayales, porque Cristo ha resucitado y la procesión es otra. Vuelve la vida. El himno de esta alegría no tiene ninguna fuga en su tocata, y el aleluya es la estrofa que no acaba con sus versos y sus besos que nos encandilan el alma. Es el eterno regalo que nos permite volver a nacer como quien estrena la esperanza al alba de esta mañana. Amigos todos, os deseo de corazón unas muy felices pascuas.
Hermanas y hermanos, feliz pascua. Cristo ha resucitado, verdaderamente. Aleluya.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador (Oviedo)
9 abril de 2023
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