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martes, 4 de abril de 2023

Homilía en la Misa Crismal

Queridos hermanos sacerdotes, miembros de la vida consagrada y fieles cristianos laicos. Deseo de corazón que Dios llene vuestro corazón con la paz y sostenga vuestros pasos en los caminos del bien. 

Nuevamente tenemos esta cita importante en medio de unos días tan especiales. Agradezco la asistencia numerosa de tantos sacerdotes que acuden a una celebración que tiene para ellos un reclamo gozoso de renovación de nuestras promesas. Y lo hacemos acompañado por todo el Pueblo Santo de Dios en sus tres vocaciones fundamentales. Es hermosa esta celebración verdaderamente eclesial, en donde la comunidad cristiana asiste a la bendición de los óleos y consagración del crisma. 

Con toda la Iglesia entramos el domingo en Jerusalén con los ramos de nuestra alabanza, dando gracias y bendiciendo a quien viene en nombre del Señor. Así hemos dado inicio a esta semana santa, la Semana Grande del calendario cristiano. Hemos de sacudirnos la inercia ante unas calendas que no saben pararse porque el tiempo que transcurre no se puede detener. Y puede que nos sintamos empujados a seguir al rebufo apresurado que impide que con calma hagamos paréntesis reflexivos, pausas orantes, distancias ponderadas para tomar razón de las cosas que suceden, para ahondar en sus significados, para agradecer los dones. Decía el gran escritor inglés Thomas Stern Eliot: “Tuvimos la experiencia, pero perdimos el significado” (en su obra “Cuatro cuartetos”). Es decir, hemos hecho en algún momento de nuestra vida una bella y verdadera experiencia que nos tocó el corazón, que abrió horizontes, que nos invitó a un compromiso de por vida. Y podríamos alargar esa misma experiencia sin truncarla ni interrumpirla. Pero queda vaciada de sentido cuando perdemos el significado que debería seguir teniendo. Tuvimos la experiencia, pero perdimos el significado. 

Y esto podría sucedernos si no estamos atentos a cuanto cada día se nos vuelve a dar y a decir de parte de quien nos llama y acompaña, el Señor. Porque podemos haber hecho tantas experiencias que han llenado de sentido nuestros pasos, de ilusión nuestros ensueños, de verdad nuestro corazón, pero si realizamos esas experiencias como una repetición convenida, pero olvidando el significado que esos momentos tienen, entonces somos autómatas que cansinamente hacen las cosas, aburridamente las proponen y vigilan, sin que tengan asomo de una novedad que nos conmueve en su reestreno cotidiano. Sería repetir algo caducado, y no la novedad que vuelve a sorprendernos con la ilusión del primer momento. Para nosotros sacerdotes, es una invitación serena que nos pone delante de nuestra humilde verdad: seguir haciendo la experiencia, sin olvidar jamás su significado. 

Esta Misa Crismal no es una celebración privada de la clerecía, sino la que corresponde a todo el pueblo de Dios que estamos esta mañana en nuestra Catedral: los sacerdotes con nuestro ministerio vivido y celebrado, los religiosos con sus carismas de consagrados, los laicos con el compromiso de su bautismo en la familia y la sociedad. Es hermoso este gesto de verdadera comunión eclesial por parte de cuantos formamos la Iglesia de Cristo, en un ejemplo sencillo de auténtica sinodalidad. Gracias por haber venido. 

Los óleos que vamos a consagrar tienen que ver con tantos momentos importantes de la vida cristiana. Jesús nos ha recordado en el Evangelio que hemos escuchado lo que ya había preanunciado el profeta Isaías en la primera lectura. Que hay una buena noticia que se hace bálsamo cuando las heridas de tantos sangran por la falta de paz, de luz, de gracia. Sí, son muchos los corazones desgarrados que piden ser vendados en su soledad, en su incomprensión, en sus miedos, en sus desgracias que mellan y destruyen la esperanza. Esos óleos son los signos de un aceite que nos unge para fortalecer nuestra debilidad, para suavizar nuestras rigideces, para enlucir nuestra oscuridad. Los catecúmenos que se acercarán al bautismo y la confirmación, los enfermos a los que ungiremos en su dolor, los ministros del Señor cuyas manos o cabezas serán bendecidas para ser luego enviados, llevarán estos santos óleos que ahora nos disponemos a consagrar. La aflicción, los lutos y cenizas, el abatimiento, se topan con un inmerecido encuentro de alguien que como Buena Noticia pone término a la ceguera del alma, y estrena la amnistía del cautiverio en las mazmorras del mal para abrirnos a la libertad de los hijos de Dios. 

Así lo escucharon llenos de estupor los que aquel día vieron a Jesús leer en la sinagoga de Nazaret el texto del profeta Isaías. Nos dice San Lucas que todos quedaron fijos los ojos en Él. Concluye el Evangelio con aquel sorprendente y provocativo: “hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. El adverbio “hoy” (sémeron, en griego) es el que cruza todo el relato evangélico de Lucas: hoy os ha nacido un Salvador, dijeron los ángeles a los pastores de las majadas de Belén; hoy ha entrado la salvación a esta casa, le dijo a Zaqueo; hoy estarás conmigo en el paraíso, le dirá a Dimas en el Calvario, en aquella primera canonización cristiana. Es un adverbio que significa que no vivimos de unas rentas pasadas que ya caducaron, sino de una nueva gracia que nunca se repite ni se agota cuando es Dios quien la pronuncia y la regala. 

Algunos de nosotros hemos recibido vocacionalmente la misión de ser ministros de esa Buena Noticia, actualizando aquel eterno e incesante “hoy” en el momento de nuestra vida y en la vida de aquellos que nos han sido confiados. Si nuestro ministerio no suscita aquella sorpresa de cuantos fueron alcanzados por el “hoy” de Jesús, entonces seríamos simples funcionarios de una gracia y una palabra que no nos abraza a nosotros por más que la repartan nuestras manos o la prediquen nuestros labios. Por este motivo, en esta Misa Crismal, procedemos a la renovación sincera de nuestra vocación sacerdotal volviendo a decir nuestras promesas ministeriales en presencia de todo el pueblo santo de Dios. Para nosotros son días de especial actitud conmovida ante lo que celebramos. La renovación que ahora realizaremos de nuestras promesas sacerdotales, es bueno que sea ser precedida o secundada por una confesión sacramental poniendo en el centro de la perdonanza nuestro ministerio sacerdotal en lo que tiene de mejorable, de renovable, de ilusionable como el día de nuestra ordenación. 

Yo quiero daros las gracias por vuestra entrega cotidiana queridos hermanos sacerdotes. Reitero mi gratitud por vuestra presencia tan numerosa. Nos faltan no pocos hermanos que el año pasado nos acompañaban y que han llegado a la meta de la que somos peregrinos. Don Gabino Díaz Merchán y tantos otros, algunos muy jóvenes, por los que rezaremos en el momento de los difuntos. En nuestro camino ministerial no siempre contamos con la acogida, la entereza, la ternura incluso de nuestra entrega de la vida toda. Podemos sufrir cansancios, incomprensiones o soledad. Experimentar los acosos varios que nos vienen de afuera o la oscuridad malvada por dentro en los arrabales del alma. Contar siempre con la gracia de quien nos llamó y siempre será fiel, contar también con la cercanía amistosa de los hermanos del presbiterio con el obispo a la cabeza, y la ayuda de toda la comunidad en tiempos de incertidumbre y borrasca. 

He leído en estos días unas palabras de Benedicto XVI sobre esta celebración. Mucho me han ayudado las palabras que él nos dejó en aquel 2006, primera Misa Crismal que él celebró como Papa. Por su belleza y profundidad os leo un párrafo de lo que decía nuestro sabio sucesor de Pedro: 

«En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: “Sígueme”. Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo: “No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí”. 

Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: “Señor, ¡sálvame!” (Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados? Pero entonces miramos hacia él... y él nos aferró la mano y nos dio un nuevo “peso específico”: la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene. 

Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él. Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio... El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su “yo”, “in persona Christi capitis”.

¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos. Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa palabra: la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega del cáliz, con el que nos transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver: nos hace participar también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre. Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5)… Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él». 

Queridos hermanos y hermanas, vivamos estos días del Triduo Pascual con la sencillez y veracidad de los santos. Es una gracia nueva que se nos concede en la encrucijada de nuestra vida, en esa edad que coincide con nuestros años y en esa coyuntura que coincide con nuestras circunstancias. Es la Semana Santa 2023 como una gracia gratuita para que crezcamos como cristianos. Que nuestra Madre la Santina os guarde y os bendiga. 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm 
Arzobispo de Oviedo 

S.I.C.B.M. El Salvador (Oviedo) 4 abril de 2023

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