Releo las reflexiones que me suscitó la renuncia de Benedicto en 2013 y encuentro que su muerte les confiere una actualidad retrospectiva. El respeto casi unánime que concita su fallecimiento no puede hacer olvidar “la ignorancia agresiva” (Bernard-Henri Lévy), agresiva y zafia, con la que desde aquí se le atacó implacablemente durante los años de su pontificado. Descanse en paz el hombre sabio y bueno, el mejor del siglo. Vivirá en el recuerdo de los que siempre le hemos querido.
“Ninguna decisión, ningún acto del Papa Benedicto, salvo su muerte repentina, hubiese producido el impacto que su renuncia está teniendo”. El Papa había advertido, sin embargo, que la renuncia era “un derecho y un deber” si las fuerzas le llegaban a faltar. Pero aquel preaviso no fue oído por los creadores de opinión porque, al formularlo, Benedicto dijo lisa y llanamente la verdad.
Si conservar y progresar son términos y operaciones contrapuestas, el conflicto de la Iglesia con la progresía es ineludible, habida cuenta de que la función eclesial es esencialmente conservadora: transmitir lo recibido sin merma ni alteración. “Nihil innovetur nisi quod traditum”. Alguien, por ejemplo, tiene que evitar que las facultades de Teología devengan en bazares de ocurrencias; pero entonces ocurre que los ocurrentes se encrespan y, en nombre de la tolerancia, crucifican a Ratzinger como gran Inquisidor. Un Ratzinger Prefecto de la Fe, opuesto por función y por temperamento a una teología de saldo, a una pastoral de marketing y a una moral de todo a cien, tenía que ser por fuerza la bestia negra de la progresía, y de los curas progres en particular. Cuando lo eligieron papa, tentados estarían de hacerse protestantes. El Papa Benedicto fue blanco sin tregua de los más crueles escarnios. Como si la sotana blanca fuese el alba de los locos que Herodes le vistió a Jesús para mandárselo a Pilatos.
En la posguerra, cuando Europa, lacerada física y moralmente, intentaba rehacerse sobre principios cristianos, teólogos como Guardini, Von Balthasar y Rahner ejercieron su magisterio espiritual sin contestación y sostenidos por un prestigio enorme. Rahner y Ratzinger encarnan la mejor tradición académica alemana, donde las facultades de Teología y de Filosofía conviven y se interpelan en el seno de la institución universitaria, de la que históricamente fueron matriz. Ambos teólogos comparten además la condición de ser, en cierto modo, mitad profesores, mitad monjes; contemplativos a la par que pensadores. En sus textos, además del resplandor de la verdad que es la belleza, se percibe como un murmullo callado de oración; la reflexión que su lectura suscita se trasciende en acto espiritual de meditación. Que dos teólogos de recorrido tan simétrico sean, en el lapso de dos generaciones, objeto de una recepción tan dispar es forzosamente sintomático. Ratzinger-Benedicto, triturado por las aristas más hirientes del rechazo, devuelve por contraste la ecografía de la cultura que lo rechaza. La lección del papa profesor que enseña que en el principio está el Logos y que el Logos es amor suena como una provocación en una sociedad sin sentido y sin corazón.
Que los lobos ataquen al rebaño entra dentro de lo previsible; pero, ante la malquerencia de los suyos, tuvo que sentir Benedicto el estupor del pastor agredido por sus perros. Frágil, vulnerable, solo, desasido; libre ya de ancla y lastre, criatura diáfana que cristaliza todas las figuras y propiedades de la luz (como los cuerpos celestes en la física de Aristóteles, la misma que gobierna el mundo redimido que pinta Fra Angelico, dominico como el de Aquino), Benedicto elige la escondida senda del hombre que se retira para “rumiar en su corazón” palabras de “sentido diferido”. El papa-profesor jubilado quiere ganarle por la mano a “la postrera sombra que le llevare el blanco día”, dejándonos magistralmente resueltas un postrer manojo de cuestiones. Gracias, profesor. Leído en Twitter: “Que el papa que elijan sea tan detestado por los progres como el que se va”. Amén. ¿Ladran, Joseph? Señal de que son perros”.
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