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lunes, 26 de diciembre de 2022

El portalín de piedras. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Pasé por delante y no reparé en ella. Y eso que fui hasta allí para ver si había alguna obra religiosa. Alguien me dijo que tal vez no me di cuenta de su presencia porque, al igual que les ha sucedido a otras personas, me concentré en la contemplación de una de Kandinsky que se hallaba en la misma sala.

Me estoy refiriendo nada más y nada menos que a la “Madonna con Bambino” (1950-1953), escultura en cerámica esmaltada policromada, de Lucio Fontana en el Museo de Arte Contemporáneo “Helga de Alvear” de Cáceres.

Imperdonable por mi parte, que me declaro poco dotado para el reconocimiento del arte actual. Lo que me sucedió a mí no le habría acaecido a aquel niño de un pueblo de Asturias, quien, con su imaginación y creatividad infantil, montó, en el portal de su casa, un original Nacimiento.

Por las razones que fuesen, sus padres no habían colocado nunca un Nacimiento en la vivienda. En realidad, en ninguna del vecindario. Por entonces solo se ponía en la iglesia y en la escuela. Y el crío, conmovido por la belleza del relato evangélico de los primeros días de Jesús, con María y José, quiso tener uno propio, para mirarlo y remirarlo y convertir la entrada de su casa en el mejor portal de Belén que cupiese construir para acomodamiento del divino Niño.

Ni suplicó ni exigió que le comprasen figuras, ni casas, ni un molino, ni un puente, ni un castillo. Se las arregló él solo con cinco piedras, que fueron el Niño Jesús, la Virgen María, san José, la mula y el buey. No era que los representasen, no. Eran ellos. Ellos mismos. Y nadie sabía a qué personaje correspondía cada piedra. El rapacín sí que lo sabía. Y él habría reconocido, sin duda, a primera vista, en la obra de Fontana del “Helga de Alvear”, a una madonna y a un bambino.

Así debió de ser también aquel chiquillo del que se cuenta que entró un día en el taller del gran Miguel Ángel y vio un bloque enorme de mármol. Al cabo de unos meses volvió y se encontró con que, de la pieza marmórea, Miguel Ángel había esculpido el Moisés. Entonces el pequeño le preguntó: «¿Y cómo sabías que dentro del mármol estaba Moisés?».

La obra de arte estaba en el interior del monolito. El escultor se limitó a retirar la envoltura. Y apareció así el personaje. Y, en las piedras del portalín de la casa del apartado pueblo de Asturias, lo mismo: la sagrada Familia y los animales estaban conformados en el seno pétreo de aquellos cantos y solo el niño podía, con sus límpidos ojos, ver a los protagonistas de la Navidad primera en su diafanidad bajo la dura costra circundante.

Eso es lo que hace precisamente la fe. No es ciega, sino clarividente. Perfora la realidad más opaca y hace posible que el creyente vea lo que otros no ven. Hay un himno de la liturgia cristiana que dice: «La piedra, con ser la piedra, guarda una chispa caliente». Naturalmente que sí. En el mármol de Miguel Ángel, en las piedras del portalín de la casa de Asturias y en las situaciones más densas, espesas, oscuras e impenetrables de la vida. La fe lo puede todo.

Y lo curioso es que el niño asturiano guardaba, al concluir las fiestas, los cinco cantos rodados en una caja no sé si de zapatos o de zapatillas, para, transcurridos doce meses, disponerlos de nuevo en el portal de la casa cuando llegase la Navidad. Y no había confusión de piedras y de personajes: eran la misma piedra y el mismo personaje del Nacimiento del año anterior.

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