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jueves, 3 de noviembre de 2022

El cardenal Van Thuan y las cárceles de la rutina. Por Antonio R. Rubio Plo

(Páginas digital) Se han cumplido veinte años de la muerte del cardenal vietnamita François-Xavier Nguyen Van Thuan, que pasó trece años en las cárceles comunistas. De sus trece años en las cárceles comunistas dio testimonio en El camino de la esperanza y Cinco panes y dos peces. Nueve de esos años fueron en una celda sin ventanas, y durante días enteros la única iluminación era la luz eléctrica, aunque a veces tuvo que permanecer a oscuras en jornadas interminables, sometido siempre a una sofocante sensación de calor y humedad.

En los primeros tiempos de su cautiverio Van Thuan no acababa de comprender por qué le estaba pasando esto. Se acordaba de su diócesis y de las obras que tenía pendientes en ella: visitas pastorales, formación de sacerdotes y religiosos, catequesis… El tiempo parecía haberse detenido indefinidamente. Era fácil caer en el planteamiento de tantos prisioneros, y de otras personas que viven atadas a una determinada rutina: pasarse la vida esperando el día de la liberación, el día de la sorpresa inesperada que cambiará drásticamente su suerte, pero ese día no llega nunca. Se vive con la cabeza en el futuro, perdiendo de vista el presente y cultivando la nostalgia del pasado, idealizado hasta la distorsión. No hay una aceptación del principio de realidad, y para vivir una situación así no hay que estar tras los barrotes de una prisión.

La causa de beatificación de Van Thuan está abierta desde hace tiempo y ahora se estudia un posible milagro que la lleve a su culminación. Si en un día, no muy lejano, Van Thuan se cuenta entre los beatos de la Iglesia católica, querría proponer que tomara bajo su patrocinio no solo a los encarcelados o perseguidos por su fe sino también a todos aquellos cristianos que viven una vida estresante, en la que los afanes y preocupaciones de este mundo sofocan la semilla del evangelio, en la que la religión se reduce al cumplimiento de unas determinadas obligaciones o a un moralismo que se da por satisfecho cuándo cree saber si esto o aquello es o no es pecado. Separar el cristianismo de la vida corriente es, aunque muchos no lo perciban, una prisión, en la que pueden caer no solo los cristianos no practicantes sino también aquellos que reducen su cristianismo a unas prácticas de piedad separadas del mundo y de la vida, por no decir de la gente.

Van Thuan cuenta en El camino de la esperanza que un día le pareció oír una voz interior que le decía: “¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios”. Este obispo vietnamita se lamentaba de lo que no podía hacer en la cárcel: obras, obras… Es lo que se suele llamar activismo, que a menudo supone descuidar el trato con Dios. Se puede querer atender a las obras del Señor, pero no al Señor de las obras. ¿Qué se está buscando? ¿A quién se está buscando? ¿A uno mismo? ¿A la inagotable sed de reconocimiento que tiene el ser humano de los demás?

Hay personas que viven difíciles situaciones y no son pocos los que gritan a la cara: en cuanto se resuelva mi problema, me acercaré más a Dios, frecuentaré la Iglesia, acudiré a las reuniones de un grupo cristiano… Pero también es posible que cuando ese problema esté en vías de solución, la pereza invada a esa persona y ya no vea con tanta urgencia tomarse su cristianismo en serio.

Me contó una vez un joven ejecutivo y padre de familia que no encontraba tiempo para rezar en medio de una jornada laboral muy exigente. Como en tantos otros casos, el resultado era un cansancio abrumador y no pocos esfuerzos por la noche para estar al lado de su mujer y sus hijos. ¿Dónde iba a encontrar tiempo para Dios? Era consciente de que tenía que ofrecer su trabajo, aunque no veía tan claro qué momentos podía dedicar a la oración o a la lectura y meditación del evangelio. Pensé en el ejemplo de Van Thuan en la cárcel, que lucha por no olvidar a Dios, por recordar su continua presencia con su ingenio para celebrar en secreto la eucaristía con unas migas de pan y unas gotas de vino que supuestamente le servían de medicina. Luego vendría la necesidad de escribir cartas a sus diocesanos, en todo papel o cartón que tuviera a mano, y que pasaba a un niño que venía de vez en cuando a visitarle. El amor, en este caso a Cristo, agudiza el ingenio, y yo añadiría que también lo agudiza el amor a la vida, que pasa por el amor a otros, en ese querer salir de las prisiones en que uno mismo se ha metido, muchas veces con excusas nobles, sean laborales o familiares. Esas excusas pueden hacer, aunque eso no se busque, que un cristiano no tenga a Dios en el centro de su vida.

Con todo, no es una cuestión de voluntarismo, de demostrar, a no se sabe quién, que tenemos más resiliencia que nadie. Van Thuan pone en uno de sus libros los ejemplos de Gedeón y David que hacen frente a los madianitas y a Goliat con muy pobres recursos. En el caso de David la armadura de Saúl no le aporta seguridad, sino que es un pesado estorbo. Una honda y unas piedras le servirán ciertamente más, pero lo decisivo consistirá en que pone una confianza plena en Dios. Una confianza que también tenía Van Thuan, un hombre de esperanza en medio de grandes dificultades.

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