(Infovaticana) Carismático santo italiano muy querido por los fieles y canonizado en año 2002 por el Papa San Juan Pablo II en San Pedro, frente a más de 300.000 congregados. Ésta se consideró la canonización más multitudinaria de la historia de la Iglesia hasta el momento, y la cifra da testigos da fe de lo querido que era, y es, el Padre Pío.
Nacido Franceso Forgione, el 25 de mayo de 1887, en la ciudad de Pietrelcina, en Campania, con tan sólo 15 años fue aceptado como novicio en un monasterio capuchino cercano a su ciudad natal. Durante su infancia, su vocación sacerdotal fue muy clara. Ya de pequeño, Francesco mostró signos extraños, y se decía que se peleaba con su propia sombra. Fue un niño enfermizo y con salud débil, y al entrar en el noviciado sus dolencias se agravaron.
En 1904, con 16 años, hizo sus votos temporales y se trasladó al convento de Sant’Elía, donde tuvo lugar el primer suceso de bilocación, cuando, estando en el convento, asistió al nacimiento de una niña en Venecia.
En 1907 pronuncio sus votos solemnes, y en 1910 fue ordenado sacerdote. Por motivos de salud, permaneció con su familia hasta 1916. Allí fue donde recibió los estigmas por primera vez. Éstos fueron invisibles en un comienzo, y visibles desde el 20 de septiembre de 1918 durante 50 años: heridas en las manos y los pies, y en el costado y el hombro. Ya entonces se decía que sus llagas olían a rosas, el olor de la santidad. La noticia del sacerdote estigmatizado corrió rápido entre la población, y miles de personas acudían al monasterio de San Giovanni Rotondo a conocerle, confesarse con él y asistir a sus misas. También se decía que el Padre Pío era capaz de ver el corazón de los que se confesaban con él, por lo que, en alguna ocasión, llegó a negar la confesión hasta observar un verdadero arrepentimiento.
La gran fama del Padre Pío provocó que la Santa Sede enviara a un especialista a juzgar el asunto, pero éste, el sacerdote Agostino Gemelli, afirmó, sin llegar a ver los estigmas, que eran de origen neurótico, y que se trataba de un psicópata autolesivo y estafador. A esa primera investigación se sucedieron otras, que terminaron con la condena al Padre Pío al ostracismo. La envidia del Arzobispo de Manfredonia, Pasquale Gagliardi, le hizo acusar al capuchino de causarse las heridas, y al convento de ser un nido de estafadores. Tras esto, el Santo Oficio prohibió las visitas al Padre Pío, e incluso escribirle, por lo que, desde 1923 a 1933, estuvo completamente aislado del exterior, hasta el punto de retirarle su confesor.
Finalmente, el Papa Pío XI envió a Monseñor Paretto, con el fin de que investigara el caso y pudiera proporcionarle información de primera mano. Este informe fue favorable, por lo que, cumpliendo la voluntad del Papa, en julio de 1933 el Santo Oficio rehabilitó al Padre Pío.
En 1940 comenzó la planificación de un gran hospital, la Casa de Alivio del Sufrimiento, que fue inaugurado en 1956 gracias a las numerosísimas donaciones. Para poder supervisar el proyecto, en 1957 el Papa Pío XII le dispensó del voto de pobreza, lo que le valió al Padre Pío una nueva persecución, debido a la envidia y codicia ajenas provocadas por el dinero que manejaba. Entre 1960 y 1961, durante el pontificado de Juan XXIII, comenzó la segunda persecución, una nueva época en la que se cuestionó su figura, y se recomendó a sus seguidores no asistir a sus misas ni confesarse con él, llegando a prohibirle confesar a mujeres en base a mentiras infundadas. “Dulce es la mano de la Iglesia cuando golpea, porque es la mano de una madre”. En 1964 el Papa Pablo VI restituyó finalmente el ministerio al Padre Pío.
El 20 de septiembre de 1968 se cumplieron 50 años desde el comienzo de los estigmas, y apenas tres días después, el Padre Pío falleció en olor de santidad a la edad de 81 años.
De él dijo el Papa San Juan Pablo II, en su canonización, en 2002: “El Padre Pío ha sido un generoso distribuidor de la misericordia divina. El ministerio de la confesión, que distinguió su apostolado, atrajo a grandes gentíos hasta San Giovanni Rotondo”.
En Bibliotheca Homo Legens contamos con dos pequeñas joyas dedicadas al Padre Pío: “Padre Pío: breve historia de un santo”, de Gabriele Amorth; y “Padre Pío contra Satanás: historias de santos endemoniados”, de Marco Tosatti.
El Padre Pío y la Misa
San Pietro de Pietrelcina, más conocido como Padre Pío, es probablemente uno de los santos más venerados en todo el orbe y el más venerado en Italia. Su manera de vivir el sacramento de la Penitencia, los estigmas que aparecieron en su cuerpo o la casa que levantó para aliviar el sufrimiento de otros le han granjeado miles de hijos espirituales.
Pero hay otro detalle de su biografía que, siendo acaso menos conocido, nos interpela a los católicos de hoy, que hemos tenido que renunciar temporalmente y con sumo dolor al sacramento de la Eucaristía: se trata de sus misas, que, celebradas de modo tan impactante y hermoso, congregaban a miles de personas.
En su libro Padre Pío. Breve historia de un santo, Gabriele Amorth, uno de los exorcistas más importantes de la historia de la Iglesia, explica por qué las misas del Padre Pío cautivaban a cuantos las presenciaban:
Todas las miradas estaban fijas en ese rostro que se contraía continuamente con evidente sufrimiento, aunque el padre hacía claros esfuerzos para que nadie se diera cuenta. Las lágrimas que le inundaban el rostro y que él secaba con un gran pañuelo que tenía siempre al alcance de la mano, fingiendo que se secaba el sudor; ese golpearse en el pecho en el Mea culpa y en el Agnus Dei, con unos golpes tan fuertes que nadie comprendía que cómo podía propinárselos con sus manos heridas; ese prolongado estar de rodillas por el cual a veces daba la impresión de no poder levantarse. Y las largas pausas, con la mirada fija velada por las lágrimas, dando la impresión de no poder proseguir.
Pero ¿era aquello un espectáculo teatral? ¿Se trataba acaso de un show meramente encaminado a atraer a la gente? Nada más lejos de la realidad. En el Padre Pío no había impostura o fingimiento, sino una conmoción real. Era tan consciente del acontecimiento de la misa que eso le hacía estremecerse, temblar, incluso llorar.
No hay duda de que el Padre Pío revivía la Pasión de Jesús (…) Cuando subía al altar, con su paso dolorido, parecía estar subiendo al Calvario. Las palabras que pronunciaba eran las palabras litúrgicas; y la gente respondía al unísono, algo más bien raro entonces, cuando sólo respondían los monaguillos. También en esto se veía el esfuerzo de los presentes por participar lo más posible.
De nuevo, nos recuerda Amorth, sus misas – las del Padre Pío – no atraían a la gente porque el sacerdote se comportase como un showman o asumiese el protagonismo de la celebración, sino por su autenticidad. De algún modo, el Padre Pío ponía a los fieles frente al misterio del sacramento eucarístico:
La misa del Padre Pío no era un misterio especial. El verdadero misterio, que comprendemos tan poco, es la misa en sí. Es un sacrificio, es el memorial incruento de la cruz, es la inmolación de Jesús, que se ofrece al Padre como víctima por nosotros y que se da a nosotros como alimento de vida eterna… Intentamos ayudarnos con expresiones verdaderas, pero incompletas.
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