La inigualable Venecia es, en estos días, escenario de la “Mostra Internazionale d’Arte Cinematografica”, que, tras haber tenido un exitoso inicio en 1932, ha llegado, en el presente año, a su septuagésima novena edición.
Los galardonados recibirán una figurilla de un león, que es el símbolo del evangelista san Marcos y que la ciudad de los canales exhibe como emblema, con la leyenda: “Pax tibi, Marce, evangelista meus”. En el otro festival internacional de cine, el de Cannes, a los premiados se les entrega una palma, que es el emblema de la abadía cisterciense de Lérins.
Como puede apreciarse, lo de apropiarse de unos símbolos de origen cristiano, tratar de eliminar cualquier elemento que indique esa procedencia y desfigurarlos con nuevos diseños, hasta que, después de estropearlos, no se sepa qué son realmente, es un modo de proceder ya tipificado en la taxonomía de las ideologías resignificadoras. Solo que, al final, no logran que la desnaturalización cuele del todo, pues nunca ha de faltar quién haga cuanto esté en su mano para que no se olvide la matriz de proveniencia.
En Venecia, la obra verdaderamente monumental es la Basílica de San Marcos. No muy grande, en cuanto a la superficie del templo, pero magnífica en su conjunto. En la fachada de un edificio anejo a San Marcos hay dos placas en las que se rinde homenaje a dos patriarcas que moraron en él: Angelo Giuseppe Roncalli y Albino Luciani.
El primero salió para el cónclave romano en 1958 y ya se quedó a vivir en el Vaticano. Adoptó el nombre de Juan XXIII. Al segundo, en 1978, le sucedió lo mismo. Éste eligió el nombre de Juan Pablo I. El primero fue beatificado en 2000 y canonizado en 2014. El segundo será beatificado hoy.
De Albino Luciani se dice en la inscripción de la arriba mencionada lápida: «En esta sede patriarcal, el cardenal Albino Luciani vivió, gobernando su grey con bondad y operosa humildad, de 1970 a 1978, cuando, elegido Papa Juan Pablo I, durante treinta y tres días como Padre y Maestro universal abrió el camino hacia una nueva esperanza».
Aunque su pontificado romano fue breve («magis ostentus quam datus»), ni la Iglesia ni el mundo han podido olvidar su bondad y su humildad a lo largo de los cuarenta y cuatro años transcurridos desde su muerte. Y especialmente en las diócesis vénetas en las que ejerció su ministerio sacerdotal y episcopal. Fue precisamente su diócesis natal, Belluno, la que abrió, cuando debería haber sido el Vaticano el que la iniciase, la investigación sobre la vida, las virtudes y la fama de santidad de Albino Luciani.
De las cosas que he leído acerca de él, hay una que me ha parecido particularmente interesante y que da una idea de cómo era el amor que sentía por los sacerdotes. Y es ésta: A mediados de los años 70, un periodista le hizo una entrevista para una publicación local. Luciani era patriarca de Venecia. Y muchísimos sacerdotes abandonaban por entonces el ministerio. El periodista va y le pregunta:
«Patriarca serenísimo, ¿qué siente Usted ante los sacerdotes que fallan, caen o desean dejar el ministerio? ¿cómo se comporta Usted?». Y Luciani respondió: «¿Ve Usted esos vasos que hay sobre el aparador? ¿de quién son?». El periodista contestó: «Suyos, Eminencia». Prosiguió el patriarca: «Y si uno de esos vasos cae y se rompe, ¿de quién son los fragmentos?». «Siempre suyos, Eminencia», replicó el entrevistador. «Pues bien, los sacerdotes, arreglados o rotos, ¡son siempre míos!», concluyó Albino Luciani.
Y si esta conversación del patriarca con el periodista captó particularmente mi atención fue porque percibí, en esa serena actitud suya, un rasgo de Jesús, quien, en un momento de extremada dificultad, por parte de los apóstoles, para seguirlo, aun así dijo: «No he perdido a ninguno de los que me diste» (Juan 18,9). Y en esto, en lo de la unión con los sacerdotes, como en otras tantas cosas, Juan Pablo I quiso parecerse lo más posible a Cristo, como la Iglesia va a proclamar hoy, en el rito de beatificación, ante el mundo y los siglos.
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