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lunes, 13 de junio de 2022

La infancia es un país. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Un colega mío construyó una iglesia cuya forma arquitectónica no se corresponde con las que tradicionalmente se estilan en la región.

Este sacerdote cayó en la cuenta, más tarde, después de que hubo transcurrido mucho tiempo, de que, cuando la diseñó, fue porque un recuerdo latente de su infancia emergió en el momento de concebir, exponer y debatir su idea de lo que quería, de hacer los ajustes cuando se trazaba el proyecto técnico y de velar por el exacto cumplimiento, durante la realización de la obra, de lo que había sido previamente convenido.

Resultó que la inspiración le venía, sin ser consciente de ello, de una imagen de una iglesia estampada en un plato que había en una antigua casa familiar, que aquel sacerdote veía cuando pasaba allí, siendo niño, temporadas.

En el plato figuraban una torre alta y esbelta, y un paisaje, que quedaron grabados en su memoria infantil y cuyo recuerdo actuó proyectivamente cuando tuvo que decidir cómo había de ser la iglesia que deseaba construir.

En la medida en la que avanzan las horas del reloj biológico, vamos dándonos cuenta de lo determinantes que han sido en nuestras vidas las experiencias iniciales del particular decurso vital, sin que, en esto, Freud nos hubiera desvelado algo que no supiéramos.

En su relato “Piloto de guerra”, Antoine de Saint-Exupéry, escribió: «¡La infancia ese gran territorio del que cada uno de nosotros ha salido! ¿De dónde soy? Soy de mi infancia. Soy de mi infancia como de un país». Max Aub sostenía, en cambio, que «uno es de donde hace el bachillerato, que es decir que uno es de donde nace conscientemente al mundo, a los sentidos, al amor».

Por cualquiera de estas circunstancias, que en mi caso concurren, la de la infancia y la del bachillerato, está claro de dónde soy: de Cangas de Onís. Y así lo he proclamado con orgullo, el viernes pasado, ante los vecinos de esta ciudad asturiana que acudieron a escuchar el pregón de las fiestas locales en honor de san Antonio de Padua, que los organizadores de los festejos tuvieron a bien confiarme.

En este tipo de eventos se recuerdan anécdotas del pasado, se recrean escenas costumbristas y son evocados, con agradecida memoria, los nombres y cosas de los antepasados, retrotrayéndose, orador y auditorio, como los salmones que remontan la corriente del Sella para regresar al remanso en el que eclosionaron a la vida, a los días dorados de la infancia.

Son miles de alevines de salmón los que descienden año tras año por la hermosura del río, para acometer, a mar abierto, un aventurado y peligroso viaje hacia las frías y nutritivas aguas del Atlántico noroccidental. Después regresarán de aquellas gélidas latitudes para dar cumplimiento al divino mandato de hacer crecer la vida.

Arrostrarán dificultades que tal vez no logren vencer, semejantes a las que padecieron durante la ida, pero las afrontarán con arrojo y determinación, al igual que entonces, y, aunque agotados, dando briosos saltos, ascenderán, por aquel mismo río por el que se fueron, hasta la placidez de las umbrías pozas fluviales, de la serena, fecunda e irreemplazable belleza de sus orígenes.

Y son precisamente las fiestas religiosas las que nos transportan, como ninguna otra, con sus ritos, con su colorido, con su sacramentalidad y con su trascender, a la hermosura de nuestro pasado, de nuestras raíces y de lo que somos.

Aunque es entonces también cuando a uno le sobreviene aquel mismo pensamiento que asaltaba a Antoine de Saint-Exupéry en Buenos Aires, lejos de su casa en Francia, tal como le confesó a su madre en una carta que le dirigió en enero de 1930: «No estoy seguro de haber vivido después de la infancia». En efecto, porque una vez que se ha dejado atrás el país de la infancia, el sentimiento de hallarse en una suerte de exilio permanente resulta inevitable.

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