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lunes, 30 de mayo de 2022

«¡Habla!». Los lenguajes de Roma. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

La periodista asturiana María Teresa Álvarez ha recopilado en un libro los artículos que ha escrito, para el diario La Nueva España, durante sus estancias otoñales en Roma. Se trata de cuarenta aproximaciones a diferentes espacios de la Ciudad eterna, de los que ofrece, con una prosa limpia, su visión como mujer. “Mis otoños en Roma”, se titula.

De los viajes, existen, en la literatura, variados géneros. En las grandes librerías suele haber una sección en la que se encuentran, junto a las guías, las obras de aquellos que las han compuesto para trasladar a los lectores sus vivencias, hallazgos e impresiones como exploradores, turistas, aventureros, arqueólogos o novelistas.

El del viaje a Italia, y, dentro de este, a Roma, está claramente tipificado en la historia de la literatura. Desde que, en el siglo XVIII, en Europa, las clases económicamente pudientes enviaron a sus hijos a realizar el Grand Tour por los lugares más emblemáticos del continente, para conocer, sobre todo, las obras principales de la antigüedad, los testimonios de escritores acerca de sus experiencias de viajeros en Roma fueron vertiéndose en los folios que luego habrían de devenir un libro.

Tal vez el más representativo fue el de Johann Wolfgang von Goethe, aunque hubo otros, también importantes en la historia de la literatura, de los que los protagonistas nos han legado una biblioteca entera de observaciones y dichos metafísicos sobre la ciudad, las puestas de sol, los pinos, las estatuas, las callejuelas, los palacios y las iglesias.

Han alcanzado fama los escritos de Michel de Montaigne, Madame de Staël, Stendhal, François-René de Chateaubriand, Émile Zola, Charles Dickens, Oscar Wilde, Lord Byron, Percy Bysshe Shelley y Gilbert Keith Chesterton, y no han sido menos importantes los de los italianos, con Francesco Petrarca a la cabeza, seguido por Giacomo Leopardi, Giuseppe Gioachino Belli, Gabriele D’Annunzio, Elsa Morante, Alberto Moravia y Pier Paolo Pasolini.

Hay que decir, con todo, que el género literario no resulta tan fácil como parece. En el relato de su viaje desde Múnich a Génova, Heinrich Heine, poeta y ensayista romántico alemán, comenta: «No hay nada más aburrido en el mundo que leer la descripción de un viaje a Italia, excepto, quizá, escribirla; lo único que puede hacer el autor para hacerse más o menos soportable es hablar lo menos posible de Italia en sí».

Fue lo que hizo Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, quien visitó Roma, por primera vez, en septiembre de 1901. Se enamoró de la ciudad, pero en ella aprendió a hablar de otras cosas, que fueron las que luego estudió, contó y le dieron fama. En una postal que le envió a su mujer le decía: «Parece increíble que no haya venido antes aquí». Y en la que escribió a sus hijos: «Es la ciudad más bella y eterna, de una belleza sin igual». Y en otra dirigida a la familia: «Lástima que no pueda vivir siempre aquí».

Caminaba por ella, en las siete ocasiones en que la visitó, «como un romano». Pero, de todo lo que la Urbe le brindaba, nada se podía equiparar, en la estatuaria, al Moisés de Miguel Ángel, en la iglesia de San Pietro in Vincoli. «Ninguna escultura me ha producido un efecto tan intenso», decía.

En septiembre de 1912, Freud le confesaba a su esposa: «Visito todos los días al Moisés de San Pietro in Vincoli». Y, en 1933, a Edoardo Weiss, su discípulo italiano: «Día tras día, durante tres solitarias semanas de septiembre de 1913 (desliz por 1912), permanecí en la iglesia frente a la estatua, estudiándola, midiéndola y dibujándola, hasta que me alumbró esa comprensión que expresé en mi ensayo, aunque solo osé hacerlo en forma anónima. Pasó mucho tiempo antes de que legitimara a este hijo no analítico».

Se dice que Miguel Ángel conminó a la estatua, golpeándola en la rodilla, con estas palabras: «¡Habla!». Solo que le habló, no al escultor, sino a Freud, que, como fruto de aquellas visitas, concibió su ensayo sobre el Moisés y otros estudios sobre esta figura del Antiguo Testamento y sobre el monoteísmo.

Y es que en Roma existen varias estatuas “parlantes”: Pasquino, Marforio, Il Facchino, Il Babuino, Madama Lucrezia y el Abate Luigi, pero ninguna tan oracular como el Moisés de Miguel Ángel, que habla, sugiere, incita, reprueba, legisla y advierte. Freud halló concentrada en esa imponente y marmórea imagen de Moisés toda la belleza de la Ciudad infinita.

Al igual que le sucedió, en 1823, al poeta Giacomo Leopardi, que encontró la belleza inmarcesible de Roma, inesperadamente, pues hasta entonces no se le había manifestado, en la Cuesta de San Onofrio y en la tumba del poeta Torquato Tasso, ante la cual lloró, en la iglesia de San Onofrio: «Fue el primer y único placer que experimenté en Roma». La plenitud se reveló en toda su magnificencia en un punto y en un instante.

De modo que la Biblia, la Iglesia y el Arte católico han estado, una vez más, presentes, como trasfondo, en el desarrollo del conocimiento humano, porque, ante aquella estatua de Moisés, en San Pietro in Vincoli, realizada por encargo de un Papa, se columbró el método más importante de todos los tiempos en el adentramiento en el interior de la persona y en la identificación de los factores que mayor influjo psíquico ejercen sobre ella.

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