Celebramos la Ascensión del Señor, que antaño al igual que "el Corpus", se celebraba de jueves, dado que su fecha viene marcada por ser el cuadragésimo día contando desde el primer día de Pascua. Actualmente en nuestro país y desde hace años, trasladamos esta fiesta al domingo siguiente por conveniencia pastoral. Es una celebración para poner nuestra mirada en lo alto, pero no de firma física como aquellos galileos que se quedaron "plantados" mirando al cielo, sino enfocando nuestra vida espiritual hacia la cumbre de nuestra existencia. Es hora de preguntarnos si queremos ir al cielo, y si ponemos los medios a nuestro alcance para ello: confesar mis pecados, vivir unidos a la eucaristía, apoyados en la palabra de Dios, cercano a los pobres... En síntesis: tratar de ser coherentes con el evangelio en nuestro camino personal hacia Dios y su contemplación beatífica.
El día de la Ascensión es también la jornada de las comunicaciones sociales en la Iglesia; nuestros obispos han publicado una interesante nota que no se limita al mundo del periodismo, sino que nos viene bien a todos. Cada día trasmitimos nuestras pequeñas noticias a las personas de nuestro entorno, pero no siempre estas son auténticas ni neutrales, no manipulemos pues a pequeña escala, ni silenciemos nuestra voz de denuncia cuando la verdad no es contada de forma total, sino interesada, o lo que es más grave, cuando se da prioridad al sensacionalismo antes que a la denuncia de las injusticias. Nuestros pastores reclaman en su escrito "dejar hablar al corazón para comunicar la verdad, escuchar antes que hablar y favorecer el diálogo para que nuestra sociedad pueda crecer".
A la luz de los textos de la Sagrada Escritura proclamados compartimo como cada domingo pequeñas reflexiones que pudieran arrojar algo de luz en esa búsqueda personal tratando de responder a lo que el Señor quiere decirnos a cada uno de nosotros en esta fiesta:
Testimoniar la vida que no acaba:
El evangelio de este día será de San Lucas, pero no olvidemos que también el libro de los Hechos de los Apóstoles que venimos meditando en la lectura continuada de este tiempo Pascual es atribuido al mismo autor. Dos pasajes pues, de Lucas, para leer en paralelo de forma que nos sirva para contemplar desde el silencio nuestro camino de fe impulsados por la fuerza del Paráclito que se nos promete. En concreto, el fragmento que hemos leído corresponde a los once primeros versículos del Libro donde el autor nos aclara que es su segundo libro, pues en el primero -el evangelio- nos señala explícitamente: ''escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo''. Los relatos lucanos son los únicos que se detienen a hablarnos de la Ascensión y, sin embargo, en el evangelio parece que ocurre prácticamente el mismo día de Pascua; en el de "los Hechos" se indica que el suceso tuvo lugar cuarenta días después. Esto es una mera curiosidad, es evidente que ni quita ni pone; los primeros cristianos no eran discípulos de la Ascensión, sino de la Pascua donde todo cobró sentido.
Decir cuarenta es decir un tiempo impreciso, pero importante -no perdamos de vista la simbología del número 40- en que el Resucitado se les fue apareciendo, instruyendo y preparando no sólo para su marcha física, sino para la venida del Espíritu Santo. Y como nos pasa a todos, por mucho que nos expliquen y repitan las cosas no acabamos de entenderlas en su totalidad. También hubo discípulos que seguían pensando en clave mundana, como vemos ante esa pregunta que le hacen: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?». Ahí lo vemos, algunos se quedaban en pequeñeces políticas, o querían saber detalles de lo que vendría a continuación, o de cómo iba a ser ese reino. Pero Jesús ya no se molesta en explicar más y les remite al Paráclito, pues sabía de sobra que sólo en la Pascua del Espíritu se les abriría el entendimiento.
La Pascua es en sí misma una gozada, disfrutan de la presencia del Resucitado, pero no siempre se puede vivir esperando que el Resucitado nos los dé todo hecho. Jesús prepara a los suyos como nos prepara a nosotros para arreglárnoslas solos aunque Él no se vaya del todo, sino que se queda de otra manera muy especial. Así ha sido su promesa: ''estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo''. Pero nos deja una ayuda: el Espíritu Santo, al que debemos abrirnos, invocar, esperar... ''Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo''. Si el Señor no nos enviara su Espíritu, si no fuera por Él, hace siglos que la Iglesia hubiera desaparecido. Por tanto, los discípulos descubren que la clave no es quedarse cruzados de brazos, sino pedir ayuda al Espíritu Santo para lanzarse de forma plena a la evangelización anunciando al mundo que el que fue crucificado, ahora es el Resucitado, el único que vive para siempre y nos ofrece la vida que no acaba.
A la diestra del Padre:
El apóstol San Pablo hace suyo el sentimiento vivo de aquellos primeros cristianos que deseaban entender no sólo el sentido de aquella "Ascensión, sino más aún, lo que les aguardaba en aquel futuro marcado por la esperanza de que el Señor habría de volver. De este fragmento de la carta a los cristianos de Éfeso podemos extraer tres enseñanzas: una petición o súplica pidiendo al Creador su intercesión: ''Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos''. He aquí lo que hemos de rezar esta semana: pedir al Espíritu Santo que venga a nosotros, que nos abra los ojos del corazón, nos conceda su don de sabiduría para que nos demos cuenta de que nos llama a ser santos como Él, pues esa es la única autopista hacia el cielo, donde está nuestro tesoro.
En segundo lugar, se hace una confesión de fe, una confesión cristológica: ''según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo''. No estamos ante una fantasía, sino ante una verdad que solemnemente profesamos en el Credo: ''y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre''... En la Ascensión, Jesucristo resucitado vive su particular exaltación; por medio de Cristo, por su muerte y resurrección, se hace posible que se abra nuestro camino a la gloria, y, además, por su intercesión. El Padre nunca dejó de actuar en Cristo, facilitando "ponerlo todo bajo sus pies".
En tercer lugar, encontramos una indicación eclesiológica: ''y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos''. Jesús culmina su glorificación legando a la Iglesia la misión de anunciar su reino hasta que Él vuelva. No es nada fácil en nuestro tiempo proponer a los hombres aspirar al cielo, ahora que lo que impera es vivir lo terreno como si el cielo no existiera, pudiera esperar o fuera algo que se puede dejar para última hora. Hermanos: no perdamos el cielo por culpa la terquedad de obviarlo aquí. Jesús se va al cielo no para fastidiarnos ni propiciar que los hombres se olviden de Él; se va por nuestro bien como nos ha dicho: "lo que os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito" (Jn 16, 7). Y así la Iglesia con la fuerza del Espíritu va estar proclamando al mundo sin descanso que sólo en Cristo está nuestra salvación; quien lo acepte bendito sea, y el que no, allá él que se pierde con mucho lo mejor y ratifica su sentencia de soledad eterna.
Vivir la Ascensión ''con alegría''
Hoy es un día alegre y gozoso ya en el ocaso del Tiempo Pascual y del mayo florido, en el que contemplamos a Jesucristo vivo y resucitado entrando en su gloria. Es mucho y muy profundo lo que meditamos en esta festividad, no es sólo recordar el momento en que Cristo ascendió al cielo en presencia de sus discípulos, es mucho más que eso. Es principalmente tomar conciencia de que si el día de Navidad contemplamos cómo Dios viene a nuestra humanidad, la liturgia de la Ascensión nos habla de cómo ahora la humanidad de Jesús es asumida en el cielo. La Ascensión significa esto mismo, que Jesucristo el enviado retorna al Padre que lo envió. Le vemos entrar en el gozo del Creador donde participa ya de la autoridad y el poder de Dios mismo sin perder su humanidad.
El pueblo cristiano siempre ha vivido esta celebración con entusiasmo, y no es para menos: Cristo nos quita todos los miedos posibles ante el incierto futuro. Basta recordar esas palabras suyas que cobran esta mañana una fuerza especial: ''En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, ¿os habría dicho que me voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino»... No olvidemos que todo lo que pasemos en esta vida ya lo ha sufrido Él primero. Nos toca cargar con nuestra cruz, Él la ya lo hizo. Algunos dicen: "me asusta morirme..." También Él lloró y se angustió cuando se acercaba su hora: "no sé si habrá para mí resurrección y cielo"... Él es la Resurrección y la vida... Hay personas que creen en Jesús, pero lo tienen como guardado en el trastero de sus vidas para acordarse sólo cuando viene mal dadas o cuando el final es inminente. Pero es que la cuestión no es pedirle a Él más vida cuando esta se nos acaba en este mundo, la grandeza está en tenerle y sentirle cerca todos los días de nuestra vida. Este ha de ser el motivo principal de nuestra alegría, no que "aparezca" Jesús como quien encuentra un medicamento "milagroso" para revivir cuando me haga falta, sino que caminando siempre asidos de su mano no temamos nada ni a la misma muerte, pues Él, venciéndola y ascendido al cielo, nos muestra el camino de la vida en plenitud que supera ésta conocida.
No dejamos de proclamar que el Señor ha resucitado, pues ahí se sustenta nuestra fe, y sólo desde su resurrección nos atrevemos a mirar al cielo, al mañana soñado, anhelado y esperado; la cumbre de esta peregrinación de fe que es nuestra vida terrena. Los discípulos, de entrada, se pusieron tristes y sólo esperaban que la segunda venida del Señor fuera muy pronto, a nosotros puede ocurrirnos lo mismo, que nos quedemos en lo secundario de esta celebración; no es que no sepamos el día y la hora, lo que nos debe esponjar y ensanchar el corazón es que viendo a Cristo ascender a la gloria, entronizado en los cielos, tenemos la seguridad de tener en nuestro favor al mejor Intercesor, convencidos de que se compadece de nuestras flaquezas dado ''que ha sido en todo como nosotros, menos en el pecado'' (Heb 4,15). En su Ascensión ya vemos anticipado y prefigurado nuestro mañana -¡como en Tabor!- y nuestro más íntima seguridad de vida plena y en abundancia.
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