El puente medieval dejaba ver en lontananza algunas crestas nevadas de los Picos de Europa. Cangas de Onís se identifica con ese puente llamado “romano”, del que pende en su arco central la gran Cruz de la Victoria. Todo un alegato de historia astur y cristiana que se concita en ese rincón amable y sugestivo en el corazón de Asturias. El río Sella ha deslizado muchas aguas a este paso. Es un verdadero enclave de gestas y memoriales, del tiempo que transcurre siglo tras siglo, mientras cada generación escribe su página en una historia inacabada y formidable.
Allí fuimos convocados, unos metros más arriba, para realizar con jóvenes asturianos una marcha a Covadonga por los bosques. Coincidía con su edición número cincuenta, desde que en el ya lejano 1972 tuvo lugar la primera subida con un pequeño puñado de jóvenes, eran sólo ocho, que con un cura de pocos años de ordenación se aventuraron a dar inicio a este gesto que cada mes de mayo se repite a su comienzo.
Era hermoso, como siempre que se junta la chavalería, ver rostros juveniles, con sus atuendos de montaña, sus colores vistosos y escrito en sus ojos la amable esperanza. Leímos en la parroquia de Cangas el Evangelio de la Visitación de María a su prima Isabel, cuando fue también ella con prisa a la montaña para dar lugar a aquel encuentro de dos mujeres que eran madres gestantes de un milagro. En Isabel, cuando la vida había pasado de largo sin detenerse en su seno. En María, cuando esa vida sorprendió por el mensajero y la manera como iba a llenar en plenitud la vida de aquella joven Virgen y luego la nuestra.
Salimos con prisa también nosotros. En esta ocasión sería María la visitada, no la visitadora. Valía la pena aprender a mirar y a escuchar el espectáculo de belleza que se nos brindaba en nuestra ascensión. Les invité a aquellos cuatrocientos jóvenes a que estuvieran atentos. Porque Dios mismo había preparado una sinfonía de colores, de aromas y sonidos, para que cada uno de nosotros nos sintiésemos parte de aquel concierto.
El bosque y su foresta, con las ramas y hojas que nos protegían del calor brindándonos su sombra discreta. Allí estaban los pájaros con todos los trinos que nos regalaban el encanto de su música sin letra. Y el viento que tímidamente nos acariciaba el sudor y nos refrescaba los cuerpos que, andarines, iban paso a paso tomando altura por aquellas sendas. No faltaron a la cita los rumores del agua saltarina de los riachuelos que fuimos cruzando una y otra vez, de ribera en ribera, por los puentes de madera que nos permitían saludar las diminutas olas que entonaban también su canto al chocar con las piedras y el ramaje bajo de los árboles.
Los tramos finales nos volvieron a emboscar dejando atrás la carretera inevitable. Todo el misterio del hayedo salpicón y la fortaleza de los robles carballones, nos enfilaron hasta el fin de nuestra marcha llegando a la gran explanada de la Basílica de Covadonga. De allí, nos acercamos a la Santa Cueva para venerar la imagen de nuestra querida Santina, hacer una breve oración en el mes de mayo, y disponernos a comer del macuto los bocatas.
Tuvimos un hermoso final celebrando juntos la Santa Misa en la Basílica de Nuestra Señora. Impresionaba ver ese inmenso templo lleno hasta la bandera con aquellos cuatrocientos jóvenes que venían de tantos rincones de Asturias. La Iglesia es joven, decía Benedicto XVI al comienzo de su pontificado. Y los jóvenes no son el futuro de la Iglesia, sino su presente también. Los cantos en la celebración, las ofrendas, la respetuosa y alegre seriedad con la que participaron en la Eucaristía, nos dio un vuelco en el corazón que nos llenó de una inmensa alegría. De allí saldrán el día de mañana nuevas familias cristianas abiertas a la vida en un amor que no caduca ni se cansa. De allí saldrán vocaciones sacerdotales de futuros curas que se dejarán la piel y el alma por los que la Iglesia les confíe. Toda una fiesta de verdadera esperanza. Un regalo para nuestra Iglesia diocesana.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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