Fue sorprendente la inesperada visita. Una cita apresurada que ningún presidente del gobierno había realizado anteriormente a la sede de los obispos españoles. Bienvenido quien llama a la puerta. Detrás hay respeto y acogida como hacemos con cualquiera que viene con talante sincero de paz. Pero llamó la atención esa visita. El presidente de la Conferencia Episcopal, Cardenal Omella, había realizado otra visita a Moncloa días antes, viéndose solamente con el ministro de la Presidencia. Y sería allí donde se urdió la posibilidad de este encuentro entre ambos presidentes. Nada que decir. Aunque los interrogantes por la solicitud y hasta por la prisa en la iniciativa por parte del gobierno socialista, tienen su propio itinerario, su intencionalidad inconfesada, y el interés por una fotografía que tuvo varios posados y escenarios en la Conferencia Episcopal.
Los temas que se abordaron bilateralmente eran parcialmente conocidos. Tanto era así que había un pequeño guión de las cuestiones, e incluso un adelanto de las posiciones conjuntas que se iban a firmar por ambas partes, con el compromiso leal de no alterar el texto consensuado ni anticipar su publicación antes del encuentro de marras.
Pero hay una dificultad, que podría llamar ética, cuando no es la verdad lo que acompaña el ejercicio de una responsabilidad política. Y estamos en un escenario de gobernanza en donde la verdad no es precisamente la virtud más exhibida y la que ha guiado tantas promesas o cautelas pronunciadas con solemne alharaca, y que una tras otra con demasiada demasía, han terminado en una vulgar mentira de tantos tamaños y con tantas tropelías. Esto hace que el resultado de una gobernanza no sea el que una vez se propuso recabando en las urnas la adhesión popular, sino una serie de intereses a veces torticeros y oscuros, donde parece que sólo interesa el apego a una poltrona de poder a cualquier precio, en almoneda barata, y sin escrúpulos ante las contradicciones palmarias.
Se filtró la noticia a la prensa habitual de sus mentideros y correas de transmisión ideológica antes de que el encuentro tuviera lugar, y se tituló con letras gruesas el mensaje que se quería trasladar: la Iglesia devuelve lo que indebidamente se apropió. Este fue el torpe manejo y la flagrante engañifa que los corifeos repitieron sin cesar. Pero, como ha escrito Mons. Munilla, «no es que el Estado haya descubierto que la Iglesia había inmatriculado indebidamente mil propiedades, sino que la Iglesia ha aclarado al Estado los errores existentes en el listado de propiedades presentado por el Gobierno al Congreso de Diputados. Es como si, al pagar en un comercio, el dependiente se equivoca y te adjudica más cambio del que te corresponde; y al advertirle tú del error, alguien que pasaba por allí dijese: “¡Menos mal que ha devuelto lo robado!”».
Doña Isabel de Salas, registradora de la propiedad, dice que «se escriben titulares que insinúan que la Iglesia se ha inscrito bienes que no son suyos, apropiándose de ellos con malas artes y que ahora debe devolver porque la han “pillado”. Esos titulares son injustos y faltan a la verdad: no hay apropiación indebida y menos a sabiendas y no se trata tanto de devolución como de corregir incidencias de los listados. Sospechar solo de la Iglesia revela una doble vara de medir inadmisible en una sociedad democráticamente madura como la española».
Las inmatriculaciones son un tam-tam por el que interesadamente se afea a la Iglesia lo que ella no ha hecho, y cuando advierte la anomalía pone en guardia sus controles y lo subsana poniendo las cartas boca arriba. Cosa que sería deseable que todas las Administraciones y Corporaciones de derecho público hicieran también, como tantas de ellas han realizado en un ejercicio de verdadera transparencia y honestidad. Con este tam-tam, ¿qué cosas se quieren distraer o censurar? Cui prodest? ¿A quién beneficia?.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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