La unidad de corazones, testimonio cristiano
Parecía un reportero que tomaba sus apuntes en aquella cena de despedida. Todo lo que el Maestro decía tenía una inmensa transcendencia, y a Juan no se le escapó ninguna de sus palabras. Aquel discípulo nos ha dado apuntes preciosos que sólo en su relato podemos leer. No en vano la predilección de la que fue objeto ayuda a comprender la entraña íntima del Corazón de Dios. Fue el primero en interesarse por la casa de Jesús y permanecer allí, el que presenció el día luminoso del Tabor y la noche tenebrosa de Getsemaní, el que se recostó en su pecho durante aquella Última Cena, el que estuvo con María al pie de la cruz, el que antes llegó al sepulcro vacío. Juan nos dice cosas en su Evangelio que completan el perfil interior del Señor. Una de ellas es esta breve e importantísima oración: que todos sean uno (Jn 17,21).
Eran muy distintos aquellos doce apóstoles, tan diversos por tantas razones, y sin embargo llamados a una unidad del todo especial: que sean uno como el Padre y Jesús son uno. Y nada menos que en eso cifraría la fe de la humanidad: que sean uno, como Tú, Padre, y yo somos uno, para que el mundo crea.
No es una cuestión de uniformidad estética, de componenda fotográfica, de disciplina de partido, de “fuenteovejuna-todos-a-una”. Es algo más grande, más sencillo, menos pretencioso y nada ideológico. Ser uno no significa la anulación de la mirada personal que cada uno tiene de las cosas, sino la conciencia de que esa mirada no logra abarcar del todo la realidad cuando ésta es más grande, más hermosa, más bondadosa de cuanto los ojos particulares son capaces de captar. Es atreverse a mirar las cosas desde los ojos de Dios que custodian la Iglesia.
La unidad pedida por Jesús a sus discípulos no es el resultado de una imposición de la propia mirada a los demás, o la anulación cegadora de la visión del otro obligándole a mirar lo que yo y como yo. Esa unidad surge y crece cuando logramos mirar juntos, con la humildad de quien reconoce que no lo ve todo ni lo puede abarcar todo, y se deja asombrar por la grandeza, la belleza y la bondad de Otro, de Dios mismo en cualquiera de sus manifestaciones. Es un asombro que nos reclama una adhesión llena de gratitud y de amor hacia la Verdad que inmerecidamente se nos ofrece por parte del Señor.
Lejos de hacernos rivales que porfían y se enfrentan desde nuestras formas distintas de ver y de mirar, se nos constituye en hermanos que se completan y complementan. Sin avasallar al otro, sin la prepotencia sobre el otro, dejamos que la Verdad de Dios con toda su belleza, su bondad y su grandeza se nos adentre, nos purifique y nos conceda esa unidad que pidió al Padre el mismo Jesús.
En estos días vamos a celebrar la semana de oración pidiendo la unidad de los cristianos, de cuantos confesamos a Jesús como el Hijo de Dios. Recemos al Padre nosotros también con la misma oración de Jesús: que todos seamos uno para que el mundo crea. En sintonía con el lema que se propone para este año, “hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” ponemos la esperanza en que la luz de Cristo “sigue alumbrando las oscuridades de las personas y de los pueblos, sin que se extinga el hambre de Dios”.
La presencia cristiana no es obsoleta, no está afónica ni es invisible, por más que haya grupos políticos e ideológicos que la quieran censurar o incluso Pidamos para que sea fecundo el diálogo teológico, para que vaya acompasado por el diálogo de la caridad y para que sea sostenido por la oración. Y que la unidad redunde en la entrega a la humanidad por la que murió redentoramente Jesús, vendando sus heridas, respondiendo sus preguntas y acercándoles la gracia de la que todos somos mendigos.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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