Era inmenso el hemiciclo. Un escenario entre el estrado enorme y más de dos mil butacas en todo el anfiteatro, hacían que nos sintiésemos pequeños los poco más de doscientos que participábamos en la V Asamblea de Cáritas de Asturias. Daba la impresión de que tantas butacas vacías hacían que nos descubriésemos perdidos en ese mar de anonimato. Pero nos pareció que era una parábola viviente. Propuse hacer esa lectura: poner nombre y rostro a los ausentes, que no eran otros sino los pobres a los que tratamos de acompañar de mil formas. No eran simplemente butacas vacías, sino el ejemplo de la invisibilidad a la que se condena al pobre por parte de un mundo que los descarta de tantas maneras. Pobres de pan y techo, pobres de trabajo y dignidad, pobres de fe y esperanza, pobres de afecto y compañía… ¡cuántos rostros de pobreza en nuestra sociedad opulenta, insolidaria, parapetada tras los muros de su solidaridad más triste y egoísta.
Saben a qué puerta pueden llamar cuando una penuria cualesquiera les hace precarios de lo esencial, de aquello que verdaderamente nos permite construir una casa sobre la roca, no sobre tierras movedizas, como nos dice Jesús en el evangelio. Y ellos llaman a la puerta de nuestras parroquias y nuestros despachos de Cáritas cada vez que una catástrofe natural derriba tantas cosas, o un revés económico pone al pairo hasta la mínima seguridad, o una herida te lastima con la enfermedad o la violencia que dejan marcas en tu piel y tu mirada. Siempre estará esa puerta abierta con una casa encendida, que detrás ofrece las manos que acogen y el calor fraterno que la comunidad cristiana ofrece aprendiendo de los gestos del mismo Dios hacia sus hijos preferidos que son los pobres.
La Iglesia, que cada día da gracias a Dios por tantas cosas, y cada día sabe pedir perdón también por sus pecados, desde un primer momento ha querido estar cerca de los que peor lo están pasando, de quienes son las víctimas de un sistema herido y de unos inmorales sin remedio. Lo hacemos calladamente, abriendo nuestros centros de acogida para dar techo, para dar alimento, para distribuir ropa y facilitar medicamentos. Es ingente la labor que realizan tantas asociaciones católicas, incontables parroquias y las organizaciones que sin ser confesionales tienen en el cristianismo su inspiración y comienzo.
La comunidad cristiana está en medio de este mundo plural y diverso. Con discreción tratamos de mejorar el mundo, esta historia inacabada como una incompleta sinfonía. Lo hacemos desde el testimonio creyente celebrando que Dios está entre nosotros y nos acompaña. Lo hacemos desde la cultura que ha generado tantas obras de arte y literatura, tantas escuelas de pensamiento, tantas legislaciones que buscan en derecho el bien de las personas. Lo hacemos también desde una caridad hecha verdad, abrazo solidario que sale al encuentro de los heridos, de los engañados, de los usados y tirados en la cuneta de la vida. Esta es la cosmovisión de la Iglesia católica. Con la gratitud en los labios, el perdón en el corazón, los brazos levantados para la plegaria y abiertos para el auténtico amor. Así, sin privilegios y sin complejos, aportamos lo que somos y tenemos para intentar hacer un mundo mejor.
No eran butacas vacías, sino la invisibilidad social de los pobres a los que los cristianos queremos poner rostro, aprendernos sus nombres y hacer nuestro su sufrimiento brindando con humildad nuestros recursos para salir a su encuentro.
Lo dijo Jesús con aquella provocativa presencia: tuve hambre, estuve desnudo y en la cárcel, tuve enfermedad y sufrí el desprecio… benditos los que me reconocisteis en ellos, porque en sus vidas yo habitaba. Todo un recorrido a hacer con los que Dios mismo nos confía.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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