No Todo se vino abajo. Los terminales de nuestros dispositivos electrónicos, de pronto nos daban la alarma fatal: no hay conexión a internet. Y así, sin previo aviso, el mundo entero entraba en una pandemia de la comunicación precisamente secuestrando el canal con el que nos poníamos en contacto. Toda una lección de la vulnerabilidad en la que esas dependencias en las que hemos entrado, pueden de modo imprevisto dejarnos al pairo en la herramienta que nos dieron, a la que nos habituaron haciéndonos diestros usuarios, expertos para nuestras curiosidades, nuestras cuitas, nuestros mentideros y nuestros engaños. Pero que, de la noche a la mañana, nos encontramos perdidos y solitarios.
Ha sido una interesante vivencia. No poder enviar ni recibir mensajes con el WhatsApp, no poder subir o bajar fotos con Instagram, no poder seguir el rastro de personas o instituciones con el Facebook. El mundo entero, ricos y pobres, jóvenes y adultos, de toda condición social, de todo extracto económico, de todo pedigrí social, de todo credo religioso, de toda querencia política, de toda afición y divertimento… el mundo entero se vio por unas horas parado y callado. Era un sunami cibernético como si una pandemia informática nos hubiera confinado a la soledad y al silencio más inesperados.
Vendrán ahora los intérpretes y hermeneutas a darnos su versión, siempre prestada de lo último que han leído aquí o allá, o lo que han escuchado a este o aquel. Y entonces nos dirán que ha sido un ensayo general de la mano negra del gran hermano, para ver cómo resulta nuestra resistencia y nuestra resiliencia, ante el control de nuestras vidas por parte de quienes, parece ser, que nos tienen en su mano. Otros, con su comodona ingenuidad, dirán lo contrario: que no pasa nada, que aquí nadie quiere controlar nuestros pasos ni saber de nuestras andanzas. Que tan sólo ha sido el fortuito episodio de una caída de la red sin más. Y así, seguirán ingenuamente cultivando la comodidad de que aquí no hay ni moros en la costa ni extraterrestres vigilándonos. Una pandemia vírica como la que hemos sufrido con el Covid, nos ha puesto delante la verdadera vulnerabilidad que señala nuestra pequeñez humana, especialmente cuando hemos intentado, y lo seguimos intentando, ser como dioses que logran desplazar al verdadero Dios, jugando a crear la vida según nuestros diseños, o a disponer de ella en todos sus tramos, desde la vida del no nacido hasta la vida que termina, cuando se dictan intereses políticos y económicos de partido, los cálculos demográficos egoístas e insolidarios, el empeño en deconstruir la antropología cristiana y nuestra humana tradición a través de los siglos con nuestras luces y sombras, nuestras gracias y pecados.
Y, también una pandemia informática, que nos pone en esa tesitura de incomunicación porque nos han quitado de pronto la forma que nos impusieron para comunicarnos hasta el punto que sería la única que sabríamos utilizar. Toda una estrategia de control de la humanidad en un mundo cada vez más inhumano. Paradójicamente, esto sucedía en el día de San Francisco de Asís, el santo de la fraternidad con todos los seres en los que reconoce la huella de Dios Creador; el santo de la paz hija del desarme de todo aquello que nos enfrenta y hace daño como hijos de Dios y hermanos de los hombres; el santo de la sencillez que no busca el poder en ninguna de sus formas; el santo que supo mirar las cosas, todas las cosas, descubriendo la belleza, la bondad y la verdad que Dios ha querido poner en ellas a pesar de todo.
Es una providencial coincidencia que nos señala lo verdaderamente importante, cuando un santo, Francisco de Asís, nos recuerda qué es lo que vale la pena ante Dios y ante los demás.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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