(J. M. Carrera / ReL) De entre todos los avances científicos en los que han participado hombres de Iglesia, quizá el cine sea uno de los más olvidados y desconocidos.
Tradicionalmente se enseña que el cinematógrafo, capaz de coordinar las imágenes en movimiento, el color y el sonido fue una invención de los hermanos Auguste y Louis Lumière.
Sin embargo, tiene un antecedente anterior al mítico salón Indien del Gran Café en París, donde fue presentado por primera vez. Los primeros pasos del séptimo arte podríamos localizarlos en un recóndito pueblo de Burgos. Su iniciador sería un sacerdote: Mariano Díez Tobar.
Apasionado por el cine cuando aún no existía
Mariano Díez Tobar nació en una familia humilde de labradores burgaleses el 22 de mayo de 1868. Criado en el auge de la segunda Revolución Industrial, la aparición del automóvil, el avión o el teléfono motivaron en el joven de Tardajos una infancia marcada por la ciencia y la investigación.
Con 25 años entró en la congregación de los misioneros de San Vicente de Paúl. Pronto comenzó a dar clase de Ciencias en el colegio de Murguía, en Ávila, y la investigación sobre la imagen y el sonido atrapó toda su atención.
Buscaba la enseñanza de los más pobres
En 1912, el diario El Siglo Futuro destacó su labor como “autor de notables inventos” y rector del Colegio de la Sagrada Enseñanza de Villafranca del Bierzo.
El sacerdote dotó a su escuela de un magnífico museo de física e historia natural y amplió la biblioteca haciendo de la escuela un referente en la enseñanza.
Junto con la investigación, la enseñanza y la caridad dirigían su día a día. Concedía numerosas becas “para que puedan estudiar los hijos del pueblo, los pobres y los que carecen de recursos”, recoge la prensa, “sin que estas buenas obras en favor de la enseñanza fuesen obstáculo a otras obras de misericordia con consejos y limosnas”.
De convertir la voz en texto a relojes que se cargan solos
El sacerdote fue un auténtico genio, que continuamente inventaba nuevos aparatos para enseñar con ellos los fundamentos de la física. Fray Eligio Rivas cuenta en Cuarto Milenio que de los quince aparatos que ideó, solo patentó uno, el rotógrafo de curvas, usado por los ingenieros para trazar curvas especiales.
De entre todos los que fueron posteriormente copiados o desarrollados bajo su permiso, destacan algunos tan curiosos como el ellogautógrafo. Era un sistema capaz de convertir la voz en texto mediante una máquina de escribir que tecleaba lo que el usuario dictaba con su voz. Este instrumento sería posteriormente usado por Olivetti, el creador de la máquina de escribir en Italia, para incorporarlo a sus máquinas.
Otro de sus originales inventos fueron relojes de cuerda que se cargaban mediante la voz o los pasos de la gente, de modo que nunca se paraba mientras estaba dando clase. También investigó el icocífero para la grabación de imagen, si bien no consta su autoría.
Al sacerdote burgalés se debe también la invención de los primeros sistemas para conservar el vino en contacto con el aire.
Un padre del cine, ¡incluso a color!
En 1892, el sacerdote pronunció una conferencia sobre el cinematógrafo, cuyo ejemplar dejó en Villafranca del Bierzo. Se trata de su invento más destacado y paradójicamente, por el que no ha recibido la fama que sí recibieron los hermanos Lumière.
Se trata de una misma herramienta formada por un proyector, imágenes en movimiento, color y sonido que funcionaba con manivelas.
El historiador David Hernández define el sistema como “el cine completo”, un proyecto mucho más avanzado que el de sus compañeros franceses, que carecían de color y sonido.
Cedió su fórmula antes de morir
Al finalizar la conferencia, el sacerdote cedió al representante de los hermanos Lumière, Flamereau, la fórmula matemática que permitía sincronizar todos los elementos de la película. Solo así, cuenta del exalcalde de Tardajos, los hermanos franceses pudieron concluir y patentar su obra en 1895. En agradecimiento, invitaron al padre Díez Tobar a su presentación en España.
Años antes de su muerte en 1926 enfermó gravemente con unas fiebres muy altas. Su salud empeoró mientras estaba en León impartiendo unos ejercicios espirituales a las Hijas de la Caridad. Fue trasladado a Madrid, donde falleció a los pocos días el 25 de julio de 1926.
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