No eran los timbales y la trompetería los que recibían a un victorioso ejército tras su triunfo bélico en su última correría. Allí no se cruzaba un arco de triunfo, ni el general montaba su caballo brioso saludando a una muchedumbre entregada. Lo que relatan los evangelios sobre la entrada de Jesús y sus discípulos aquella mañana en Jerusalén, era otra cosa bien distinta. Su cohorte era aquel grupo de apóstoles que mirarían cautelosos tanta algarabía desbocada. Quizás alguno de ellos hasta tuviera recelos por el entusiasmo callejero cuando sabían que al Maestro se le estaba buscando, se le tendían trampas, habían puesto precio a su captura, y aquello era extraño y no cuadraba. Otros, tal vez, se entusiasmaron con tanto entusiasmo y se dejaron llevar por la amable riada.
No fue un corcel de general romano con mando en plaza, sino un pollino de borrica, humilde donde lo hubiera. Lo había profetizado quinientos años antes el profeta Zacarías. Y el moverse de ramos y palmas, era un modo sincero de recibir a quien por doquier había pasado haciendo el bien a tanta gente, a tantas almas. Hubo ciegos que pudieron asomarse a la luz y dar gracias por los mil colores con los que la vida se pinta en rostros, en paisajes, en amaneceres o en noches estrelladas. Hubo cojos que aprendieron a saltar dando pasos como nunca pudieron para ir por los mis senderos en los que subir o bajar los vericuetos de la vida sin tropezar. Hubo sordos que por primera vez oyeron el susurro del amor, la caricia del afecto hecho palabra, al igual que mudos vieron cómo se les soltaba la lengua y lograban decir bondades, llamar por su nombre a las cosas y dar por tantas cosas su personal gracias. Qué decir de los hambrientos de todas las hambres, de los marginados en tantos descartes, de los señalados con el dedo de sus abusadores. Hasta los muertos fenecidos y sus llorosos seres queridos, quedaron bendecidos por ese Dios de la vida que pasó en su encrucijada haciendo posible la esperanza. Y hubo ancianos que esperaban, y niños que jugueteaban, y novios que se casaban. Para todos tuvo un gesto, una palabra.
Ese era quien entraba aquella mañana en Jerusalén. A su modo aquella gente le daba gracias al reconocer en el Maestro Jesús y en sus amigos discípulos, a quienes pasearon de aquí para allá un motivo para la algazara con los ramos jaleados como aplausos, o las palmas que se hacían alfombras para tan inesperada llegada. Toda una vida de entrega, con palabras de ternura acogedora, con gestos de autoridad no autoritaria, con verdades que abrían a la luz denunciando las mentiras y las trampas. Fue mucho el bien que se hizo en aquellos inolvidables tres años, y esto explica el regocijo rendido de las gentes sencillas que vieron llegar a Jesús montado en aquel pollino de borrica. Pero si era la victoria de la bondad, de la belleza y de la verdad lo que en aquel cortejo se identificaba y se congratulaba, era un ensayo general de otra victoria aún mayor, infinitamente más grande que estaba por llegar al final de aquella semana grande, en aquella primera Semana Santa.
Nosotros nos adentramos en lo que en estos días rememoramos dos mil años después, y lo hacemos en medio de la circunstancia que nos obliga a reinventarnos por fuera con las medidas que nos confinan y parapetan tras las fronteras invisibles que impone la pandemia, mientras nos fortalecemos por dentro aprendiendo a profundizar en el significado cristiano de unos días de gracia, en los que aquel Jesús vuelve a pasar humildemente para ganarnos para su causa que no es otra que la dicha bienaventurada que con su triunfo de la muerte y del sinsentido, vino Él a regalarnos con su pascua.
Procesiones por dentro cuando las procesiones por fuera tampoco este año tocan. Dios sabe lo que en el corazón y las entrañas palpita y sueña, sufre y calla, espera y canta. Vivir estos días con Jesús y con la oración de la liturgia de la Iglesia para entrar victoriosos en la florida pascua que al final nos aguarda.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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