(Mercaba.org)- Quienes veían al joven Camilo por las calles de Nápoles, corriendo los años 1570, con su facha de maleducado, desaprensivo, huérfano que se gastaba los pocos cuartos que le quedaron de sus padres, ¿podrían pensar que un día aquel jovenzuelo llegaría a ser ‘santo’?
A sus 17 años, y tras la muerte de sus padres, Camilo no supo administrar la escasa fortuna que le quedó, y pronto se vio necesitado como el hijo pródigo.
Acudió entonces a trabajar en un hospital, y, al cabo de pocos meses lo despidieron, porque sus actitudes y falta de delicadeza no sintonizaban con las necesidades de los enfermos.
Despistado, acudió a la marina, ganó unas monedas y se las consumió sin prever el futuro que le esperaba, y teniendo llagado su cuerpo por unas heridas muy molestas, tuvo que ingresar en otro hospital, en Roma. En la soledad y retiro de ese hospital fue donde entró en razón, donde comenzó a reflexionar sobre su vida poco digna, comenzó a tratar a los enfermos con caridad y ternura, y vio que se le abrían nuevos horizontes. La gracia de Dios, sembrada en su corazón con prodigalidad, hizo que emergieran en él sentimientos de conversión y fidelidad. El camino bueno había empezado.
A los 30 años inició su preparación para el sacerdocio, y ya no se desvió nunca de su nuevo y buen camino. Ordenado sacerdote, atrajo a su lado a algunos varones, y juntos fueron practicando la verdad en la caridad, bajo la estrella de servidores de los enfermos allí donde estuvieran.
Ese fue el inicio de un instituto religioso, Los Camilos, amigos de los enfermos por amor a Dios y a los hombres. Al lado de los que sufren, dando lo mejor de sí mismo, el Camilo renacido creció como retoño de la Cruz, de la Eucaristía, del Amor.
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