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sábado, 18 de abril de 2020

Carta semanal del Sr. Arzobispo

Con mirada limpia y oídos para la sorpresa

Sigue imparable el tiempo de pascua como si estuviera distraído y fuera ajeno a lo que está sucediendo. Una fiesta de luz que aparentemente no tiene en cuenta nuestras densas penumbras. Un brindis por la vida que parece desconocer nuestras últimas muertes. Y un requiebro de esperanza que no logra abrazar en principio nuestras lágrimas.

Entonces daría la impresión de que nuestro almanaque cristiano sigue su estela marcada en una agenda hecha sólo de fechas y calendas, sin que sea sabedor de esta crónica diaria durante tanto tiempo ya confinada.

Y, sin embargo, hay quienes, con mirada limpia de negruras y de largo horizonte, es capaz de asomarse a lo que nos está sucediendo sin censurar lo que nos aflige hasta desesperarnos, y sin dejar de leer y escuchar lo que Dios como buen escribano, nos relata en medio de nuestros renglones torcidos y nuestras conversaciones varias. ¡Quién tuviera esos ojos capaces de leer entrelíneas y de escuchar con sorpresa!

El papa Francisco tuvo una conmovedora vigilia de oración en la Plaza de San Pedro hace unos días, tan vacía de gente como tan llena de confianza en el buen Dios que nos acompaña. Fue una reflexión sobre cómo nos situamos unos y otros ante la pandemia. El Santo Padre comentaba el evangelio de la tempestad sobre el lago, en la que los discípulos aterrados se morían de miedo, mientras que Jesús parecía que dormía ajeno al pánico asustado de aquellos profesionales de la pesca que no controlaban el riesgo de naufragio. Y añade el papa en su comentario: «La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos».

Sí, hay que leer y escuchar, porque aquí hay un mensaje que puede y debe ser una dulce provocación que se dirige directamente a nuestro corazón y a nuestra conciencia, porque se están desvelando los sentimientos verdaderos que nos anidan en todos nuestros adentros. Por eso, remataba el Santo Padre diciendo que «el Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual… En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza». ¡Quién tuviera esos oídos abiertos y quién tuviera esa mirada! Es lo que hemos de aportar también los cristianos en estos momentos como testigos de la pascua.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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