El próximo miércoles comenzaremos una nueva Cuaresma. Recibiremos un año más la imposición de la ceniza con una exhortación: “Convertíos y creed en el Evangelio”. La ceniza nos recuerda la necesidad de la misericordia de Dios, y nos ayuda a reconocer nuestra propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por esa misericordia divina. Más allá del gesto exterior, significa la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal y simboliza nuestra disposición a comenzar una nueva Cuaresma expresando nuestro propósito de conversión.
La ceniza representa el fin, la caducidad y la muerte, pero también significa la humildad y la penitencia, y nos recuerda el origen y el fin, que Dios formó al hombre con polvo de la tierra y al final de la vida volveremos a la tierra de la que fuimos formados. Al recibirla sobre nuestras cabezas no lo hacemos con una visión negativa de la vida, al contrario, como cristianos hemos de ser esperanzados y buscar el lado positivo de las cosas. La Cuaresma es un camino hacia la Pascua que iniciamos con esta celebración, y la ceniza sobre nuestras cabezas marca el inicio de ese camino hacia el encuentro pleno con Cristo.
Nos podemos preguntar qué es la vida sino un largo camino en el que hemos de tomar decisiones. La Sagrada Escritura presenta la existencia humana como la elección entre dos caminos: el que conduce a la vida y el que lleva a la muerte. El texto fundamental lo encontramos en Dt 30,15-16, en el que Moisés pide al pueblo de Israel que, antes de cruzar el río Jordán, ratifique la Alianza: «Mira, hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Pues yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, seguir sus caminos, observar sus preceptos, mandatos y decretos, y así vivirás y crecerás, y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde vas a entrar para poseerla». Lo esencial para el ser humano es, pues, saberse orientar bien, ya que su vida se determina en función de esta elección fundamental que le ha de llevar a conformar su existencia a la voluntad de Dios.
El Nuevo Testamento emplea el mismo lenguaje y contrapone el camino que lleva a la perdición y el camino que conduce a la vida. Jesús enseña el camino de Dios conforme a la verdad y él mismo es el camino vivo que lleva al cielo y da acceso a Dios. De hecho, Él mismo se presenta como el camino: «Yo soy el camino, y la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Obviamente, este camino no tiene nada de material o físico, porque se trata de una Persona, pero el valor de la metáfora cobra todo su sentido del contexto: Jesús va a dejar a los suyos, precisamente para llevarlos al cielo.
Los creyentes, peregrinos en esta tierra, estamos invitados a llegar a la meta final. Sabemos bien que Jesús ha iniciado el camino nuevo y vivo para que sus discípulos puedan seguirlo, y este camino es Él mismo. Es suficiente, pues, con creer en Cristo y acercarse a Él para encontrarse en presencia de Dios y recibir su luz y su vida, e incluso, un día, verle cara a cara. En el episodio evangélico de los discípulos de Emaús, es Cristo mismo quien hace camino con ellos y se hace camino para ellos, aunque no serán capaces de reconocerlo hasta que les explique las Escrituras y parta para ellos el pan (cf. Lc 24, 13-35).
Los cristianos peregrinantes tenemos garantizada nuestra seguridad sean cuales fueren los peligros, imprevistos o duración de la ruta. Ya no estamos abandonados a las propias fuerzas para guardar los mandamientos y permanecer fieles, pues contamos con Cristo, un Mediador que nos purifica de nuestros pecados, que defiende nuestra causa, que es y comunica la verdad y la vida, que constituye el propio camino para ir a Dios. Basta, pues, seguirle para entrar en la casa del Padre. De momento, os invito a vivir con espíritu de conversión esta Cuaresma que vamos a iniciar.
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