Ya en la antesala de la Cuaresma nos encontramos en el Domingo VII del Tiempo Ordinario, tiempo litúrgico que retomaremos tras la Pascua; es decir, que no lo concluimos sino que dejaremos en "Stand By" mientras nos preparamos para la celebración de la pasión, muerte y resurrección del Señor.
En este domingo el Señor nos da una lección más que importante para la vida del creyente: limpiar de odio nuestro corazón. Así nos introduce en este aspecto la primera lectura del Libro del Levítico: "Seréis santos, porque yo el Señor, vuestro Dios, soy Santo. No odiarás de corazón a tu hermano"... El odio no sólo nos impide ser felices, sino que nos aleja del Señor y de los hermanos y nos daña a nosotros mismos. La clave para librarnos de este lastre que nos quema interiormente es fijarnos en las características de Dios; si Él es compasivo y misericordioso, ¿cómo no vamos a ejercer nosotros misericordia?
San Pablo nos da otra pista sobre este aspecto invitándonos incluso a humillarnos; a no creernos superiores, a no pensar que los malos y equivocados son siempre los demás. Por eso el Apóstol nos exhorta y nos dice: "Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio".
El Evangelio, como siempre, nos ilumina completando todos los textos proclamados de la Palabra de Dios. Si se nos pedía no odiar, ser compasivos y no creernos por encima del resto, Jesús aún irá más allá en su enseñanza de este día. Si el pasado domingo Jesús nos decía que no venía para abolir la ley sino a darle plenitud, este domingo el Señor nos da una nueva pauta a los creyentes: amar incluso a los que no nos quieren, a los que nos odian o nos rechazan.
No basta ser bueno, no sirven las apariencias, a Dios no le podemos engañar. Y Él que nos conoce, apela a nuestra conciencia para que asumamos esta máxima como una llamada a una vida más perfecta, más santa, más coherente con el ser cristiano. Dios no quiere que seamos felices únicamente aquí, sino por encima de todo Dios quiere que seamos santos para gozar eternamente de su presencia. Ese es el plan del Creador para nosotros sus criaturas; no que vivamos la vida a nuestra manera sino en la búsqueda de la perfección y santidad.
Se nos proponen normas -los mandamientos- como instrumentos para ayudarnos a corregir nuestra conducta, para que vivamos a la luz de la Sagrada Escritura en unas costumbres históricas según el Catecismo y atentos a la voz de nuestros pastores. Y aquí tenemos "la prueba del algodón", pues un verdadero discípulo de Cristo no se conforma nunca con el cinco, sino que aspira siempre a la máxima nota.
Siglos antes de nacer Cristo, ya en la cultura china se proclamaba "no hagas al otro lo que a ti no te gustaría que te hiciera", una norma social que ya en sí misma nos cuesta mucho pues nos encanta criticar y murmurar aunque nos duele que nos critiquen, pasando muchas veces de éstas a la calumnia, pero no soportamos que nos difamen. Ponemos enseguida "etiquetas" aunque nos rebelamos cuando nos las colocan injustamente. Jesús aún nos hace el camino más cuesta arriba, pues nos exige amar hasta a los enemigos ¿Pero quién idea y quién puede con eso?... Nuestro Señor nos pide este esfuerzo mayúsculo de perfección y santidad no para fastidiarnos sino como medio y remedio para hacernos más humanos y mejores cristianos. Sólo cuando logre romper el hielo y derribar barreras con mi enemigo y acercarme a él sin rencor o resentimiento significará que entonces -y sólo entonces- seré en verdad un buen discípulo del Redentor.... "Pues si sólo amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?"...
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