(Iglesia de Asturias)
La parroquia de Santo Tomás de Cantorbery, en Avilés, organizaba, el pasado jueves 26 de diciembre, una nueva edición de El Atrio de los Gentiles, con motivo de las fiestas de su patrón. Entre las actividades programadas, se encontraba el testimonio de María Martínez, enfermera, que narró su experiencia de conversión en Nepal y su paso previo por una clínica abortiva, en la que trabajó varios años.
María, natural de Bilbao, explicó ante los presentes su labor en la clínica abortiva, que consistía en «evitar problemas», es decir, que «una vez que la mujer, niña o adolescente, se tumbaba en aquella camilla, a mi lado, no debía levantarse bajo ningún concepto, no dar problemas, no desarrollar ningún cuadro de crisis, para poder hacerlo todo rápido y pasar a otra, con el objetivo de ganar el máximo de dinero posible cada día».
«Ese era mi trabajo –afirma María Martínez– evitar problemas, siguiendo un protocolo. Alguna vez me lo salté y me echaron del quirófano, al añadir una palabra que no correspondía. Todo lo sanitario está protocolarizado y nada debe estar fuera del guión». Una labor que se hacía rápidamente, porque «no nos interesaba ir con delicadeza –recuerda–. Es algo rápido, porque toda ejecución es rápida, y al fin y al cabo, eso es lo que se hacía en esos quirófanos: ejecutar».
Entre otras cosas, María Martínez señala con frecuencia que las mujeres que van a abortar nunca oyen ni ven nada. «La gente se queda muy impresionada –afirma–, cuando en los testimonios que suelo contar, les invito a que escuchen lo que oye una mujer, tanto en la primera sesión, cuando se le hace una ecografía para comprobar que hay embarazo y valorar el número de semanas de gestación, como cuando están abortando. Y es: nada. Es decir, las mujeres no ven ni oyen nada, porque se quita el sonido y no ven la pantalla del ecógrafo. ¿Qué se oiría de tener el sonido? Muy sencillo: un latido cardíaco. Pero no se oye nada, porque en la nada no hay vida, y en la nada es muy fácil mentir, manipular, tergiversar, confundir».
Mientras María les cogía de la mano a las mujeres que estaban abortando, el médico hacía su labor. Una labor que María describe con toda la crudeza: «el ginecólogo introduce todos los hierros vía vaginal al interior del útero y va despedazando al bebé. Porque eso es lo que se hace», explica. «Yo digo que el gran cementerio del mundo, ahora mismo, además del Mediterráneo, son los úteros de las mujeres, donde están siendo asesinados muchos niños que iban a nacer. Nos escandalizamos cuando vemos en las playas a los niños ahogados, por intentar tener vida, una oportunidad para seguir viviendo. Y en cambio no nos escandalizamos cuando a 100,000 niños en España se les ha privado del don de la vida. El gran holocausto de nuestro siglo es ese».
Además de atender a las mujeres en el proceso del aborto, otra de sus tareas en la clínica era «vaciar el cubo donde caen los restos, en un triturador». En una ocasión, María vio un pequeño pie, perfectamente formado. «Siendo yo entonces, como me creía, feminista, y estando a favor del aborto y de los derechos y libertades de las mujeres, lo primero que se me pasó por la cabeza fue ¿Y si ese pie fuera el de una niña? Aquí invito a todas las mujeres a reflexionar sobre esto». «Sin embargo –recuerda– el mal siempre viene a cegarte, y lo hizo a través de una compañera mía de trabajo, que llevaba muchos años en el infierno, pues esos quirófanos son el infierno. Cuando le dije que había visto un pie, ella me dijo que aquello no era un pie, que era un coágulo, y que eso era lo que tenía que seguir viendo si quería trabajar allí. Yo le dije que sí, que quería trabajar allí, y a partir de entonces ya solo vi coágulos».
Una realidad que ella no fue capaz de descubrir por sí misma, y que sólo pudo entender cuando, «Dios sana nuestra ceguera y pone en nuestro corazón un trozo de carne, en ese corazón de piedra, para hacerte ver con sus ojos». «En el momento en que Jesús te hace mirar con su mirada, es cuando ves el horror», afirma María. Antes, estaba en una oscuridad total «de mente y corazón», reconoce.
Para esta enfermera vasca de 46 años, fue la Virgen la que le llevó hasta su Hijo. Y lo sabe porque decidió irse a Nepal, a ayudar como sanitario, y más tarde supo que volaba con ese destino en el día de la fiesta de la Virgen de Cantonad, en Burgos, donde vive actualmente. «Ese día volaba yo, y lo hacía con Ella, aunque yo entonces no lo sabía. Pero era Ella la que iniciaba el camino para llevarme a su Hijo. Yo estaba muerta, y ella tuvo que volver a engendrarme en su seno, tuvo que volver a darme vida».
Necesitaban un sanitario en Nepal que estuviera familiarizado con la montaña. Ella reunía los requisitos y se embarcó en la aventura, dejando atrás su clínica de fisioterapia y su vida en España. «Toda madre conoce a sus hijos –explica María– y sabía que llevándome a la montaña yo aceptaría. Y aquí entra en juego también la Madre Teresa de Calcuta, a la que yo entonces no podía ni ver. Yo, que había sido una asesina de bebés, y la Madre Teresa, que había dicho Dádmelos a mí, no los matéis. Madre Teresa también intercedió en mi conversión. Es maravilloso cómo brilla la misericordia. Especialmente en estos tiempos, en que es tan atroz el pecado que cometemos, que cuando lo vemos nuestro mayor miedo es creer que no vamos a ser perdonados por Dios. Por esto creo que mi testimonio puede ayudar, porque se ve que no hay pecado tan grande que Dios no pueda perdonar. La misericordia de Dios es más grande que cualquier pecado».
«Yo odiaba a las Misioneras de la Caridad y a la madre Teresa de Calcuta–recuerda María Y resulta que estando en Nepal, siendo yo budista y el país entero budista, me voy a topar con las únicas nueve católicas del país (risas). Iba por la calle y una Misionera de la Caridad me paró en un cruce, y me pidió que fuera hasta su casa», relata la enfermera. «Yo no quise, no las conocía de nada ni quería nada con ellas, pero lo cierto es que aquella noche no pude dormir y al día siguiente fui hasta su puerta. Me pidieron que volviera al día siguiente, porque la única religiosa que hablaba español no estaba allí. En realidad yo sólo quería saber por qué me habían parado por la calle. Pero no pude evitarlo y regresé al día siguiente. En vez de hablar conmigo directamente, a las 6 de la mañana, que era cuando me habían citado, tuvimos que comenzar con la misa. Allí pasó todo. Me cambió la vida».
Después de varios meses, y a pesar de que su deseo era quedarse en Nepal con la comunidad, con la que se quedó durante todo aquel tiempo, se decidió regresar a España. «Lo había perdido todo, no tenía nada porque había cerrado mi consulta. Pero llegué con una fe verdadera y muy viva. Y con la certeza de que mi Padre lo había organizado todo con un motivo. Y Él nunca da regalos para que los poseamos de forma individual. Siempre es para el mundo, para la salvación de muchas más almas».
La primera guía que encontró en su camino fue la madre Rosa, clarisa del monasterio de Medina de Pomar: «ella empieza a ver de manera clara la mano de Dios en toda esta historia», afirma, «así que empiezo a saber lo que es de verdad obedecer la voluntad divina y no la humana. Empiezo a ver muchas más miserias mías, y cómo hay que dejar que Él las transforme y las sane. En realidad me estaba preparando para el gran día, que fue la grabación del primer vídeo, en San Sebastián. No tenía nada, pero estaba feliz, y sabiendo que caminaba en la verdad». «En octubre –continúa– apareció el padre Javier, que se convirtió en mi director espiritual, y la última pieza que quedaba era el Obispo de San Sebastián, Mons. José Ignacio Munilla, que en seguida creyó en la historia, es un hombre de oración y de espíritu y me dijo «María, esto hay que mostrarlo al mundo». «De ahí surgió todo. Somos instrumentos de Dios».
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