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martes, 3 de septiembre de 2019

Nota de los Obispos Españoles sobre la oración

«Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo»  (Sal 42,3)

Orientaciones doctrinales sobre la oración cristiana

I. Situación espiritual y retos pastorales

La sed de Dios acompaña a todos y cada uno de los seres humanos durante su existencia. Así expresa san Agustín esta experiencia universal: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”(1). Sin embargo, la cultura y la sociedad actuales, caracterizadas por una mentalidad secularizada, dificultan el cultivo de la espiritualidad y de todo lo que lleva al encuentro con Dios. Nuestro ritmo de vida, marcado por el activismo, la competitividad y el consumismo, genera vacío, estrés, angustia, frustración, y múltiples inquietudes que no logran aliviar los medios que el mundo ofrece para alcanzar la felicidad.

En este contexto no pocos sienten un deseo acuciante de silencio, serenidad y paz interior. Estamos asistiendo al resurgir de una espiritualidad que se presenta como respuesta a la “demanda” creciente de bienestar emocional, equilibrio personal, disfrute de la vida o serenidad para encajar las contrariedades…; una espiritualidad entendida como cultivo de la propia interioridad para que el hombre se encuentre consigo mismo, y que muchas veces no lleva a Dios. Para ello, muchas personas, incluso habiendo crecido en un ámbito cristiano, recurren a técnicas y métodos de meditación y de oración que tienen su origen en tradiciones religiosas ajenas al cristianismo y al rico patrimonio espiritual de la Iglesia. En algunos casos esto va acompañado del abandono efectivo de la fe católica, incluso sin pretenderlo. Otras veces se intenta incorporar estos métodos como un “complemento” de la propia fe para lograr una vivencia más intensa de la misma. Esta asimilación se hace frecuentemente sin un adecuado discernimiento sobre su compatibilidad con la fe cristiana, con la antropología que se deriva de ella y con el mensaje cristiano de la salvación.

Las preguntas que suscita esta situación son numerosas: ¿La oración es un encuentro con uno mismo o con Dios? ¿Es abrirse a la voluntad de Dios o una técnica para afrontar las dificultades de la vida mediante el autodominio de las propias emociones y sentimientos? ¿Es Dios lo más importante en la oración o uno mismo? En el caso de que se admita una apertura a un ser trascendente, ¿tiene un rostro concreto o estamos ante un ser indeterminado? ¿Es el camino de acceso a Dios que nos ha abierto Jesucristo uno más entre otros posibles o es el que nos conduce al Dios vivo y verdadero? ¿Qué valor tienen para un cristiano las enseñanzas de Jesús sobre la oración? ¿Qué elementos de la tradición multisecular de la Iglesia se deben preservar? ¿Qué aspectos propios de otras tradiciones religiosas pueden ser incorporados por un cristiano en su vida espiritual? Son cuestiones decisivas para discernir si estamos ante una praxis cristiana de la oración.

La Iglesia, consciente de que el corazón del hombre no encontrará descanso más que en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que es el único que puede satisfacer su sed de eternidad, tiene el deber de proponer el mensaje cristiano en todos los tiempos. La experiencia cristiana, enraizada en la Revelación y madurada a lo largo de la historia, es tan rica que, según las exigencias y características de cada época, se privilegian unos aspectos u otros. Cuando la fe cristiana constituye un supuesto aceptado por la mayoría de la sociedad, que configura su identidad cultural y es fuente de unos valores compartidos, es lógico que los debates teológicos y las cuestiones morales ocupen el centro de interés en la vivencia de la fe. En cambio, cuando falta el fundamento de la fe personalmente asumida o, al menos, culturalmente compartida, las doctrinas se vuelven incomprensibles y las exigencias éticas acaban siendo inaceptables para muchos.

El momento actual plantea sus propias urgencias pastorales. Si bien siempre será necesario dar razón de nuestra esperanza (cf. 1Pe 3, 15) y presentar la bondad de las exigencias morales de la vida en Cristo para no caer en el peligro del fideísmo o de un cristianismo reducido a puro sentimiento, en este contexto cultural, en el que tantos viven al margen de la fe, el desafío básico consiste en “mostrar” a los hombres la belleza del rostro de Dios manifestado en Cristo Jesús de modo que se sientan atraídos por Él. Si queremos que todos conozcan y amen a Jesucristo y, por medio de Él, puedan llegar a encontrarse personalmente con Dios, la Iglesia no puede ser percibida únicamente como educadora moral o defensora de unas verdades, sino ante todo como maestra de espiritualidad y ámbito donde llegar a tener una experiencia profundamente humana del Dios vivo.

A esta Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe llegan frecuentemente consultas sobre la verdadera espiritualidad cristiana, especialmente sobre las prácticas de meditación que incorporan métodos y técnicas importadas de las grandes religiones asiáticas, en alternativa o en concomitancia con la fe y la espiritualidad cristianas. En sintonía con las enseñanzas de la Iglesia (2), la presente notificación quiere mostrar la naturaleza y la riqueza de la oración y de la experiencia espiritual enraizada en la Revelación y Tradición cristiana, recordando aquellos aspectos que son esenciales; ofreciendo criterios que ayuden a discernir qué elementos de otras tradiciones religiosas hoy en día muy difundidas pueden ser integrados en una praxis cristiana de la oración y cuáles no; e indicando las razones de fondo de la incompatibilidad de ciertas corrientes espirituales con la fe cristiana. Con ello, queremos ayudar a las instituciones y grupos eclesiales para que ofrezcan caminos de espiritualidad con una identidad cristiana bien definida, respondiendo a este reto pastoral con creatividad y, al mismo tiempo, con fidelidad a la riqueza y profundidad de la tradición cristiana.



II. Aspectos teológicos

Un antiguo principio teológico dice: “Lex orandi, lex credendi”, o bien: “legem credendi lex statuat supplicandi». La fe y la oración son inseparables, ya que “la Iglesia cree como ora” (3) y en lo que reza expresa lo que cree. Por ello, si queremos afrontar adecuadamente esta problemática, nos hemos de referir brevemente a algunas cuestiones teológicas que tienen que ver con la cristología y con la comprensión de la salvación. De hecho, ciertos planteamientos dentro de la Iglesia han podido favorecer la acogida acrítica de métodos de oración y meditación extraños a la fe cristiana.

Durante las últimas décadas el misterio de Cristo ha estado en el centro del debate teológico. Además de la relación de continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe planteada por la incorporación de los métodos histórico-críticos, ha tenido gran trascendencia en la reflexión cristológica la realidad de la Encarnación y la confesión de Jesucristo como Salvador único y universal (4). En relación con la doble naturaleza de la única persona divina del Verbo, algunos autores han cuestionado el carácter absolutamente singular del acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios, interpretando este hecho histórico-salvífico como un símbolo de la presencia de Dios en todo ser humano. Jesús de Nazaret no sería el Hijo único de Dios hecho hombre en la plenitud de los tiempos, sino alguien en quien se habría dado la presencia de la divinidad con mayor intensidad, pero no de forma cualitativamente distinta a cualquier ser humano. Así, la Encarnación dejaría de ser un acontecimiento único y Jesucristo perdería la singularidad que le confiere su constitución divino-humana. Desde estos supuestos, Jesús no pasaría de ser un gran maestro que habría abierto un camino espiritual para que sus seguidores pudieran encontrar a Dios, igual que otros han iniciado tradiciones espirituales distintas. De ese modo, la humanidad de Cristo como camino concreto para llegar a Dios pierde su carácter único y su enseñanza no tiene más valor que la de otros maestros fundadores de religiones, con los que queda equiparado Jesús.

Por otra parte, el encuentro del cristianismo con otras religiones, especialmente asiáticas, ha dado lugar a las teologías del pluralismo religioso. Si, cuando se reduce la Encarnación a un símbolo, se diluye el carácter singular del Hijo, en estas teologías se difumina el rostro concreto del Dios cristiano, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Referirse a Dios como hizo Jesús llamándolo “Padre mío y Padre vuestro” (Jn 20, 17) sería una forma más de hablar de la divinidad, del mismo modo que otras religiones usan términos más adecuados a su contexto cultural. La Revelación acontecida en Jesucristo no sería decisiva para conocer la verdad sobre Dios. El relativismo que caracteriza la mentalidad de nuestro mundo se traslada así al ámbito de lo religioso, de modo que ninguna religión puede presentarse con una pretensión de verdad. Todas las religiones quedan objetivamente equiparadas como caminos posibles de revelación y de salvación. Esta mentalidad vacía de contenido la fe cristiana y tiene consecuencias directas en algunos aspectos fundamentales de la vida de la Iglesia. No solo en la espiritualidad; pensemos, por ejemplo, en el peligro que esto entraña para la actividad misionera, que se volvería innecesaria si Cristo no fuera el Revelador del Padre y el Salvador único y universal (5).

Además, es importante notar la sustitución que se ha producido en nuestra cultura de la idea cristiana de la salvación por el deseo de una felicidad inmanente, un bienestar de carácter material o el progreso de la humanidad. De este modo, la esperanza de los bienes futuros queda reemplazada por un optimismo utópico, que confía en que el hombre podrá alcanzar la felicidad mediante el desarrollo científico o tecnológico (6). Cuando se experimenta que la prosperidad material no asegura esa felicidad, esta se busca en un subjetivismo cuyo objetivo es llegar a estar bien con uno mismo (7). En ambos casos, se obvia el hecho de la muerte, el dolor, el fracaso y los dramas de la historia; se produce una mundanización de la salvación y se pierde el horizonte de eternidad que impregna la existencia humana.


III. Las espiritualidades que se derivan de estas doctrinas


1. Asimilación de la metodología del budismo zen

El deseo de encontrar la paz interior ha favorecido la difusión de la meditación inspirada en el budismo zen en muchos ambientes de nuestra sociedad (8). No podemos entrar aquí en un análisis de las diferencias entre las distintas corrientes. Aludiremos, más bien, a algunos elementos comunes. En primer lugar, la reducción de la oración a meditación y la ausencia de un tú como término de la misma convierten este tipo de prácticas en un monólogo que comienza y termina en el propio sujeto. La técnica zen consiste en observar los movimientos de la propia mente con el fin de pacificar a la persona y llevarla a la unión con su propio ser. Entendida así, difícilmente puede ser compatible con la oración cristiana, en la que lo más importante es el Tú divino revelado en Cristo.

Desde la idea de que el sufrimiento tiene su origen en la no aceptación de la realidad y en el deseo de que sea distinta, la meta de la meditación zen es ese estado de quietud y de paz que se alcanza aceptando los acontecimientos y las circunstancias como vienen, renunciando a cualquier compromiso por cambiar el mundo y la realidad. Por tanto, si con este método la persona se conformara solo con una cierta serenidad interior y la confundiera con la paz que solo Dios puede dar, se convertiría en obstáculo para la auténtica práctica de la oración cristiana y para el encuentro con Dios.

Además, frecuentemente el zen elimina la diferencia entre el propio yo y lo que está fuera, entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo creado. Una energía difusa anima toda la realidad visible e invisible que a veces adquiere fisonomía panteísta. Si en algún momento se alude a la divinidad, no se puede distinguir el rostro personal del Dios cristiano. Cuando la divinidad y el mundo se confunden y no hay alteridad, cualquier tipo de oración es inútil.

A veces la meditación zen es practicada por grupos cristianos y organizaciones eclesiales. Algunos llegan incluso a hablar de un supuesto zen cristiano. En principio esto no supondría mayor dificultad si se limitara a incorporar a la pedagogía de la oración cristiana ciertas técnicas que predisponen el cuerpo y el espíritu al silencio necesario para la oración (9), pero en no pocas ocasiones va más allá de esto, teniendo consecuencias para la misma comprensión de la oración. Como criterio de discernimiento, es bueno distinguir, en primer lugar, entre las técnicas concretas y el método. El método, como itinerario completo de meditación, es inseparable de la meta a la que se quiere llegar y de los supuestos antropológicos, religiosos y teológicos en los que nace y se sustenta. En cambio, las técnicas concretas para alcanzar ciertos estados de ánimo previos a la oración podrían aislarse del conjunto del método y de sus fundamentos. No es posible una oración propiamente cristiana que asuma globalmente un método que no esté originado o se aparte del contenido de la fe (10). Tampoco se pueden aceptar acríticamente ciertos planteamientos que interpretan algunos temas centrales de la fe cristiana desde los esquemas de pensamiento propios del budismo zen, estableciendo paralelismos, por ejemplo, entre el camino del zen y Jesús como camino; o entre la kénosis de Dios (el Hijo de Dios que se vacía) y el desapego y el desprendimiento radical que se practica en el budismo (el vaciarse de uno mismo). Estos paralelismos llevan frecuentemente a desvirtuar el contenido de la fe, porque olvidan que la universalidad salvífica de Jesucristo “abarca los aspectos de su misión de gracia, de verdad y de revelación” (11).


2. Espiritualidad desde la teología del pluralismo religioso

El estudio comparado de las grandes tradiciones religiosas ha conducido a una toma de conciencia de los elementos comunes a todas ellas. La dificultad surge cuando de los análisis fenomenológicos se extraen conclusiones teológicas y el pluralismo religioso de hecho se transforma en un pluralismo religioso de derecho. En tal caso, todas las religiones serían igualmente mediaciones de la divinidad, que se manifiesta de múltiples maneras en cada una de ellas. Ninguna podría pretender exclusividad o totalidad frente a las demás, pues todas servirían para acceder a la divinidad y todas estarían limitadas por sus condicionamientos culturales, que explicarían sus diferencias.

El relativismo religioso se convierte de este modo en criterio de discernimiento de la auténtica espiritualidad. Así como las diversas religiones podrían constituir caminos válidos de salvación y de conocimiento de Dios, todas sus prácticas espirituales podrían conducir al encuentro con Él, ya que, si Dios no ha manifestado su rostro plenamente en ninguna de ellas, no podríamos saber qué camino es el mejor para llegar a Él. En esta lógica, los itinerarios de vida espiritual que sean capaces de relativizar sus características propias y enriquecerse con las prácticas y usos de los demás, es decir, la suma de las religiones, tendría más valor que cada una por separado. Como consecuencia, una nueva experiencia compartida de lo divino, fruto del encuentro y la conjunción de todas las religiones, sería más completa y enriquecedora que la propuesta limitada de cada una de ellas. En el fondo de este planteamiento hay una negación de toda posibilidad de llegar a tener un conocimiento positivo de Dios, aunque sea limitado.

Aplicando estos principios al cristianismo, la revelación de Cristo aparecería como una más, condicionada histórica y culturalmente y, por eso mismo, susceptible de ser complementada con las aportaciones de las otras experiencias religiosas. La afirmación de que Jesucristo nos revela el verdadero rostro de Dios y que quien le ha visto a Él ha visto al Padre (cf. Jn 14, 9) no habría que interpretarla en un sentido exclusivo, puesto que en Cristo no conoceríamos a Dios más que en otras religiones. El cristianismo estaría llamado a trascender lo propio para valorar lo que es común a todas las experiencias religiosas de la humanidad. Y en eso que es común hallaría la verdad que está presente en todas ellas.

La fe cristiana se fundamenta en el hecho de que Dios se ha revelado en su Hijo Jesucristo, que es su propia Palabra eterna, como Trinidad amorosa. Aun afirmando los límites de nuestros conceptos, sabemos que la representación trinitaria se corresponde con el ser de Dios; y que mediante el Hijo y el Espíritu se nos ha abierto el camino para llegar hasta el Padre. Por eso, aquellas formas de espiritualidad en las que en todo su recorrido se prescinde de la fe trinitaria y, particularmente de la Encarnación, no son compatibles con la fe cristiana, por distanciarse con claridad de la imagen cristiana de Dios. Una espiritualidad que se base en un apofatismo radical y excluyente de toda afirmación positiva acerca de Dios y proponga una vía exclusivamente negativa para llegar a Él, o que practique únicamente el silencio sumo como la actitud propia ante el absoluto, no es compatible con la fe cristiana de Dios (12).


3. Cristo como simple ejemplo

La interpretación del acontecimiento de la Encarnación como un “símbolo” lleva a concebir a Jesús como un modelo paradigmático del camino que todo ser humano está llamado a recorrer para llegar a Dios. La meta del itinerario espiritual sería la identificación con lo divino mediante un proceso de vaciamiento interior y de donación de sí mismo que conduce a un nuevo modo de ser. Esto, que está presente en todas las tradiciones religiosas, lo habría vivido de un modo ejemplar Jesús de Nazaret, pero no sería algo propio y exclusivo del cristianismo. Es más, este camino estaría de algún modo implícito en el interior de cada ser humano, aunque adormecido.

Según este planteamiento, la misión de Cristo habría consistido en indicar un camino –que no sería el único– para alcanzar la divinidad, y en despertar la conciencia de los hombres para que por sí mismos saquen a la luz lo que ya existía dentro de ellos. Esto lleva a una relativización de la mediación del Hijo para la salvación y, como consecuencia, de todos los elementos que en la enseñanza de Cristo y en la doctrina de la Iglesia se proponen como medios concretos para llegar a Dios. Todo esto serían mediaciones de valor secundario y que, a medida que se avanza en la experiencia espiritual, irían siendo superadas. El crecimiento espiritual llevaría a relativizar los aspectos concretos condicionados histórica y culturalmente de la persona de Jesús, para quedarse con aquellos que pueden ser válidos para todos los hombres con independencia de su credo. Esto conduce a una espiritualidad que, tomando a Jesucristo como modelo de un modo de ser y despojándolo de los elementos históricos concretos, ve en Él la realización del ideal común a todos los caminos espirituales de la humanidad.


IV. Elementos esenciales de la oración cristiana


1. La oración de Jesús

Para responder a estos desafíos teológicos y pastorales y discernir los elementos esenciales de la oración cristiana, hay que dirigir en primer lugar una mirada a Jesucristo. Él es el único camino que nos conduce al Padre. Sus hechos y dichos son la norma y el referente principal de la vida cristiana. En los evangelios encontramos abundantes testimonios sobre la vida de oración del Señor y algunas enseñanzas al respecto. Jesús se retiraba a orar, unas veces solo (cf. Mc 6, 46; Mt 14, 23) y otras acompañado por alguno de sus discípulos (cf. Lc 9, 28; 22, 41). A veces pasaba la noche en oración alejado de las multitudes que le buscaban (cf. Lc 6, 12). Especialmente significativos son los momentos de oración antes de tomar decisiones importantes en su misión (cf. Lc 6, 12-13). Las palabras que pronunció en la cruz son su última oración con la que pone su vida en manos de Dios (cf. Lc 23, 46).

La oración del Señor es expresión de su relación filial con el Padre. Está, por tanto, dirigida a Dios y nunca es un ejercicio de introspección que termina en Él mismo. El Dios a quien el Señor se dirige tiene un rostro concreto. El Señor no vino al mundo para hacer su voluntad, sino para cumplir la voluntad del Padre que le había enviado (cf. Jn 6, 38). Su obediencia no es la de quien se somete por la fuerza a una imposición que le viene dada desde fuera, sino que nace del amor. Los momentos de mayor kénosis son ocasiones privilegiadas en las que la oración del Señor expresa, alimenta y vive humanamente su relación filial con el Padre. Es ese amor el que le lleva a vivir una entrega total y plena a la misión encomendada por el Padre. Todas las oraciones de Jesús son expresión de un corazón en el que no hay la más mínima disociación entre amor y obediencia en la realización de su misión salvífica (13): su oración brota del gozo del Espíritu para dar gracias al Padre (cf. Lc 10, 21); se dirige al Padre con confianza antes de resucitar a Lázaro (cf. Jn 11, 41-42); pide por sus discípulos para que el mundo crea (cf. Jn 17); nace de su interior aceptando beber el cáliz de la cruz en el contexto de la pasión (cf. Lc 22, 42); suplica al Padre el perdón para sus verdugos desde la cruz (cf. Lc 23, 34), etc.

En la oración del Señor, el centro no son sus deseos ni la consecución de una felicidad terrena al margen de Dios, sino la comunión con el Padre. El criterio de autenticidad de la oración cristiana es la confianza filial en Dios, para aceptar que se haga siempre su voluntad, sin dudar nunca de Él y poniéndose al servicio de su plan de salvación. Vivir como si Dios no existiera es la mayor dificultad para la oración.


2. La enseñanza de Jesús sobre la oración

En este tiempo en el que parece que para muchos el primer problema de la oración es la cuestión de las técnicas para entrar en ella, llama la atención que Jesús no diera muchas instrucciones sobre esto. Para Él es más importante la sencillez exterior y la sinceridad interior. Esta es la clave para entender las breves indicaciones del Señor a los discípulos sobre cómo orar que encontramos en los textos evangélicos: no se puede separar la vida y la oración (cf. Mt 7,21); por eso, para presentar la ofrenda en el altar, es necesario estar en paz con los hermanos (cf. Mt 5, 23-25); la oración que nace del amor de Dios incluye pedir por los perseguidores (cf. Mt 5, 44); para orar en lo secreto, donde solo el Padre lo ve, no se necesitan muchas palabras (cf. Mt 6, 6-8); pedir perdón a Dios exige perdonar desde el fondo del corazón a los enemigos (cf. Mt 6, 14-15); para que la oración sea eficaz, hay que confiar en que ya se ha recibido lo que se ha pedido (cf. Mc 11, 24); es necesario orar siempre sin cansarse (cf. Lc 11, 5-13; 18, 1); la oración que llega a Dios nace de un corazón humilde (cf. Lc 18, 9-14); el cristiano reza en el Nombre de Jesús (cf. Jn 14, 13-14).

Entre todas las enseñanzas de Jesús sobre la oración destaca el Padrenuestro (cf. Mt 6, 9-13; Lc 11, 1-4). La oración del Señor es la propia del Hijo; la de los discípulos, la de quienes por gracia son hijos en el Hijo y, por eso, pueden dirigirse a Dios llamándole Padre. El cristiano reza el Padrenuestro con los mismos sentimientos filiales de Cristo, que no vino a hacer su voluntad, sino a cumplir la voluntad del Padre que le había enviado. Las tres primeras peticiones orientan el corazón del cristiano hacia Dios desde las mismas actitudes de amor y obediencia de Cristo. Si “lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos”(14), lo primero que aflora en la oración no es el “yo” del discípulo, sino el deseo de que el nombre “de Dios” sea santificado, de que venga “su” reino y de que “su” voluntad, que no es otra que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 2-3), se cumpla así en la tierra como en el cielo. El discípulo que vive con el deseo ardiente de buscar el Reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6, 33), lo primero que expresa en su oración es ese deseo y esto la convierte en un grito de amor a Dios y de confianza en Él.

Las otras cuatro peticiones de la oración dominical nacen de un corazón que se sabe pobre y que con esperanza se dirige al Padre misericordioso en actitud suplicante, pidiendo por las propias necesidades y las de los demás (15) . El discípulo no está fuera del mundo, pero sabe que, a pesar de todas sus posibles riquezas, es una criatura necesitada de la providencia y del amor del Padre. Desde su pobreza y fragilidad pide por “nosotros”, por todos los hombres del mundo, para que Dios los sostenga en el tiempo de la peregrinación, perdone sus faltas, les dé fortaleza en la tentación y los libre del Maligno, la mayor amenaza para la salvación de la humanidad, así como el origen de todos los males, de los que es autor e instigador.

La oración dominical constituye el modelo y la norma de la oración auténticamente cristiana, porque, en palabras de san Agustín, “si vas discurriendo por todas las plegarias de las santa Escritura, creo que nada hallarás que no se encuentre y contenga en esta oración dominical. Por eso, hay libertad para decir estas cosas en la oración con unas u otras palabras, pero no debe haber libertad para decir cosas distintas” (16).


3. La meta de la oración cristiana

“Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias”. La oración cristiana es un gesto gratuito de reconocimiento a Dios, y no se puede instrumentalizar con otras finalidades. El centro y la meta es siempre Dios, a cuyo encuentro se encamina la vida del hombre. Sin fe, esperanza y caridad no podemos llegar a Él, y sin oración no podemos creer, esperar y amar. En palabras de san Agustín, “la fe, la esperanza y la caridad conducen hasta Dios al que ora, es decir, a quien cree, espera y desea” (17).

El discípulo sabe que, habiendo seguido al Señor, su presente y su futuro, como el de su Maestro, están en las manos del Padre. Esto le da una gran confianza en medio de las pruebas y dificultades de la vida, porque le permite “no andar agobiado”, ni “afanarse” por el cuerpo ni por el vestido ni por lo que va a comer o beber, ni por el mañana (cf. Mt 6, 25-34). De este modo, la vida se convierte en un auténtico camino de fe y de confianza en Dios. Esta actitud fundamental se expresa y se alimenta en la oración, en la que se entra, a su vez, “por la puerta estrecha de la fe” (18), que no es otra cosa que “una adhesión filial a Dios, más allá de lo que nosotros sentimos y comprendemos”(19). Por esa adhesión filial, el creyente no duda de la verdad de su Palabra y de sus promesas, confía en Él y le obedece. Esta “audacia filial” (20) se pone a prueba principalmente en la tribulación y lleva a vivir con la seguridad de que, si en algún momento Dios no concede lo que le pedimos, no es porque se haya olvidado de nosotros, sino porque nos quiere dar “bienes mayores” (21). Si la oración es un acto de confianza en Dios, la perseverancia en ella es el signo más claro de una fe viva, ya que “orar es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de Aquel que nos escucha” (22). El abandono de la oración, por el contrario, es manifestación de una fe débil e inconstante. Consciente de la debilidad y fragilidad de su fe, el cristiano sabe que necesita orar para que el Señor aumente su fe y le conceda la gracia de perseverar en ella.

La oración es necesaria para crecer en la esperanza (23). Todos los seres humanos albergamos en nuestro corazón pequeñas esperanzas. En realidad, todos esos deseos remiten a algo más básico que los explica todos: “En el fondo, queremos sólo una cosa, la «vida bienaventurada», la vida que simplemente es vida, simplemente felicidad”(24). En las pequeñas esperanzas de la vida cotidiana, los seres humanos proyectamos nuestro anhelo de felicidad y de salvación, nuestra esperanza de llegar a una vida en plenitud. La meta verdadera es la Vida eterna que, en palabras del Señor, consiste en “que te conozcan a ti único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). Solo en el conocimiento de Dios y de Jesucristo se verán colmados todos los anhelos del ser humano: “Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida”(25). La oración es el lugar privilegiado para mantener la esperanza y crecer en ella incluso en aquellas situaciones en las que humanamente parece que no hay motivos para seguir esperando. En esos momentos, la oración nos da la certeza de que no estamos solos, de que somos escuchados, de que hay una Esperanza absoluta, aunque no se realicen muchas de las esperanzas concretas y parciales que jalonan nuestra vida. Además, la oración nos hace crecer en el deseo de la Vida eterna, purifica nuestro corazón y lo ensancha para que sea capaz de recibir el Don prometido (26). Necesitamos orar para centrarnos en la verdadera meta de la esperanza, para perseverar en ella y disponernos a acoger el don de Dios (27).


Para Santa Teresa de Jesús, la oración es “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama” (28). Recordando el amor de Dios se crece en el amor a Dios, ya que “amor saca amor” (29). Santa Teresa del Niño Jesús describe su experiencia de oración con estas sencillas palabras: “Para mí la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada al cielo, un grito de gratitud y de amor tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría. En una palabra, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une a Jesús” (30). Este amor “ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5, 5). El Espíritu es el Don cuyo deseo quería el Señor suscitar en el corazón de la Samaritana al dirigirse a ella diciéndole: “Si conocieras el don de Dios…” (Jn 4, 10). Él siembra en nosotros la semilla del amor a Dios que se alimenta en la plegaria y es también el maestro interior para conducirnos al Padre: “El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8, 26). Enviado a nuestros corazones, nos hace gritar “Abba” (cf. Rom 8, 14-16; Gal 4, 6). La vida de oración es obra del Espíritu Santo en el corazón del creyente. Él nos guía interiormente para que lleguemos a entrar en lo más profundo de la misma vida del Dios Trinitario que es amor. En el Espíritu y por medio de Cristo, nos dirigimos al Padre. La forma trinitaria es tan esencial en la oración cristiana como en la confesión de fe. El Dios en quien el hombre hallará el descanso no es un ser impersonal, sino el Padre que se ha acercado a nosotros en el Hijo y en el Espíritu para que podamos compartir con Él la grandeza de su amor.

Creciendo en la fe, la esperanza y el amor a Dios por medio de la oración, el cristiano se ejercita en la vivencia de su relación filial con Él. Ahora bien, no podemos olvidar que, cuando es auténtica, la oración cristiana lleva consigo inseparablemente el amor a Dios y el amor al prójimo. La relación sincera con Dios se debe verificar en la vida (31). Es un culto vacío y una falsa piedad la que se desentiende de las necesidades de los demás. Por eso, toda forma de espiritualidad que conlleve un desprecio de nuestro mundo y su historia, en particular de aquellos que más sufren, no es conforme con la fe cristiana. La verdad de la oración cristiana y del amor a Dios al que ella conduce se muestra en el amor y la entrega a los hermanos. El precepto del amor a Dios y al prójimo anima también la misión evangelizadora de la Iglesia para que todos los hombres se salven, según la voluntad divina (32) . Por eso la oración y la caridad son el alma de la misión, que nos urge a compartir la alegría del Evangelio, el tesoro del encuentro con Cristo (33).


4. La forma eclesial de la oración

Cuando el cristiano ora, lo hace siempre como miembro del Cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. De ella recibe inseparablemente la vida de la gracia y el lenguaje de la fe: “Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y en la vida de la fe” (34). Si la Iglesia es el lugar donde se recibe la fe, es también el ámbito privilegiado donde se aprende a orar: “por una transmisión viva (la sagrada Tradición), el Espíritu Santo, en la Iglesia creyente y orante, enseña a orar a los hijos de Dios” (35). Y del mismo modo que la transmisión de la fe no es posible más que aprendiendo su lenguaje, así el aprendizaje de la oración requiere rezar con la Iglesia y en la Iglesia: “En la tradición viva de la oración, cada Iglesia propone a sus fieles el lenguaje de su oración” (36). El aprendizaje de la oración solo es posible en el ámbito de la iniciación cristiana, que debe comenzar en el seno de familia, donde “la fe se mezcla con la leche materna” (37).

Para la asimilación del lenguaje eclesial de la oración se necesita, en primer lugar, “la lectura asidua de la Escritura”, a la que “debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre” (38), pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus divinas palabras” (39). La oración cristiana es iniciativa de Dios y escucha del hombre. En esto se distingue radicalmente de cualquier otro tipo de meditación (40). Desde sus inicios, la comunidad cristiana ha rezado con los Salmos, aplicándolos a Cristo y a la Iglesia: en su variedad, reflejan todos los sentimientos y situaciones de la vida de Jesús y de sus discípulos (41). La práctica de la “lectio divina”, recomendada por la Iglesia, introduce al creyente en la historia de la salvación y personaliza la relación salvífica de Dios con su Pueblo. El lenguaje eclesial de la oración se encuentra sobre todo en la sagrada liturgia. El creyente “interioriza y asimila la liturgia durante su celebración y después de la misma” (42). De este modo, al unir la oración personal y la liturgia, evita caer en el peligro de un subjetivismo que reduce la oración a un simple sentimiento sin contenido objetivo. El centro de la vida litúrgica lo constituye el sacramento de la Eucaristía, “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (43) y, por ello, la oración más importante de la Iglesia. El encuentro sacramental con el amor de Dios en su Palabra y en el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se vive en la Santa Misa se prolonga en la adoración eucarística (44). El lenguaje eclesial de la oración se adquiere también entrando en contacto con los testigos que, bajo la acción del Espíritu Santo, han hecho posible “la tradición viva de la oración, por el testimonio de sus vidas, por la transmisión de sus escritos y por su oración hoy” (45). Ciertamente no hay una única espiritualidad cristiana. A lo largo de la historia de la Iglesia se han desarrollado diversas espiritualidades. Todas ellas “participan de la tradición viva de la oración y son guías indispensables para los fieles. En su rica diversidad, reflejan la pura y única luz del Espíritu Santo” (46).


Lo más importante en la plegaria “es la presencia del corazón ante Aquel a quien hablamos en la oración” (47). Si la naturaleza humana tiene un carácter inseparablemente corpóreo-espiritual, el ser humano tiene necesidad de expresar externamente sus sentimientos. La oración vocal, tan plenamente humana, es “un elemento indispensable de la vida cristiana”(48). No se puede oponer a la oración interior. Ambas se necesitan mutuamente, porque los seres humanos no podemos prescindir del lenguaje a la hora de pensar y de expresarnos; y porque la oración vocal, en la medida en que ayuda al orante a tomar conciencia de Aquel a quien está hablando “se convierte en una primera forma de oración contemplativa” (49). La invocación del nombre de Jesús, tan arraigada en el oriente cristiano, ha sido llamada con razón la oración del corazón, porque nadie puede pronunciar con los labios el nombre de Jesús sin tener su Espíritu (cf. 1 Cor 12,3) (50). Junto a la oración vocal, está la meditación. En ella el orante busca comprender las exigencias de la vida cristiana y responder a la voluntad de Dios. La meditación cristiana no consiste únicamente en analizar los movimientos del propio interior, ni termina en uno mismo, sino que nace de la confrontación de la propia vida con la voluntad de Dios que se intenta conocer a través de las obras de la creación y de su Palabra, plenamente revelada en Cristo. En la contemplación,las palabras y los pensamientos dejan paso a la experiencia del amor de Dios: el orante centra su mirada de fe y su corazón en el Señor y crece en su amor. Por ello, la oración contemplativa es, propiamente hablando, “la oración del hijo de Dios, del pecador perdonado que consiente en acoger el amor con el que es amado y que quiere responder a él amando más todavía” (51); es al mismo tiempo “la expresión más sencilla del misterio de la oración”(52) y su culmen, porque en ella llegamos a la unión con Dios en Cristo.

La oración también es combate (53)y supone un esfuerzo para superar las dificultades que aparecen en el camino. Los grandes maestros de la espiritualidad cristiana, para ayudar a perseverar en el camino de la oración y superar los obstáculos, han sugerido distintas técnicas y han descrito las varias etapas. En lo referente a las técnicas, a las que tanta importancia se da actualmente, debemos recordar de nuevo que más importante que una oración formalmente bien hecha, es que vaya acompañada y sea expresión de la autenticidad de la vida. De todos modos, la oración cristiana ha ido generando diversos métodos para ponerse en presencia de Dios con actitudes corporales y mentales, que no pretenden simplemente descubrir virtualidades escondidas en la persona, sino “abrirse en humildad a Cristo y a su Cuerpo místico, que es la Iglesia” (54). Estas técnicas, al igual que las que provienen de tradiciones ajenas al cristianismo, “pueden constituir un medio adecuado para ayudar a la persona que hace oración a estar interiormente distendida delante de Dios, incluso en medio de las solicitaciones exteriores”(55). Pero nunca se pueden confundir las sensaciones de quietud y distensión o los sentimientos gratificantes que producen ciertos ejercicios físicos o psíquicos con las consolaciones del Espíritu Santo. Esto “constituye un modo totalmente erróneo de concebir el camino espiritual” (56).

En lo referente a las etapas en el camino de perfección, muchas escuelas de espiritualidad cristiana han adoptado el esquema de las tres vías (purificación, iluminación y unión). Este esquema debe entenderse siempre desde los supuestos de la fe cristiana: la “búsqueda de Dios mediante la oración debe ser precedida y acompañada de la ascesis y de la purificación de los propios pecados y errores, porque, según la palabra de Jesús, solamente «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5, 8)” (57). Quien se ha purificado, por la iluminación de la fe, que ayuda a comprender la dimensión más profunda de los misterios confesados y celebrados por la Iglesia, es conducido al conocimiento interno de Cristo, que no consiste únicamente en saber cosas acerca de Él, sino en un conocimiento impregnado por la caridad. Finalmente, el cristiano que persevera en la oración puede llegar a tener, por gracia de Dios, una experiencia particular de unión. Esta es inseparable y se fundamenta siempre en la unión con Dios que se realiza objetivamente en el organismo sacramental de la Iglesia, como lo demuestra la tradición de los grandes santos. Cualquier misticismo que, rechazando el valor de las mediaciones eclesiales, oponga la unión mística con Dios a la que se realiza en los sacramentos, especialmente en el Bautismo y la Eucaristía o que lleve a pensar que los sacramentos son innecesarios para las personas “espirituales”, no puede considerarse cristiano.

La Santísima Virgen María, Madre y modelo eminente de la Iglesia, es también para todos los cristianos ejemplo logrado de oración. En el tiempo que precede a la Anunciación, su plegaria la lleva a prestar atención a las cosas de Dios y a crecer en el deseo de entregarse totalmente a Él en el cumplimiento de su voluntad; cuando recibe el anuncio del Ángel, manifiesta su consentimiento para que se cumpla en Ella la Palabra que le ha sido anunciada y se ofrece a Dios como su humilde esclava (Lc 1, 38); en su cántico de alabanza manifiesta su alegría en el Señor, no sólo por lo que ha hecho en Ella, sino porque por medio de su Hijo se realiza la salvación de toda la humanidad (Lc 1, 46-55); en los acontecimientos de la infancia del Señor conservaba y meditaba todo en su corazón (Lc 2, 19), acogía las gracias que Dios le daba por medio de su Hijo y se disponía a responder con más generosidad; mirando a Jesucristo veía en actitud contemplativa al Hijo de Dios hecho hombre y era introducida como nadie lo ha sido jamás en la misma vida de la Trinidad; en Caná de Galilea se muestra como una mediadora eficaz ante su Hijo y su intercesión provoca que el Señor comience a realizar los signos que manifiestan la llegada de la hora de la salvación (Jn 2, 1-10); al pie de la cruz hace suyas las palabras de Jesús y en su corazón las transforma en su propia oración; en la espera del Espíritu Santo ora con la Iglesia (Hech 1, 14) haciendo suyas todas sus necesidades, y ora por ella para que no desfallezca en su misión. Ella, con su testimonio, ha sido para tantos maestros de oración el verdadero modelo de discípulo orante.

Conclusión

“La gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios” (58). La sed de Dios que acompaña la existencia de todo ser humano se saciará finalmente cuando pueda contemplarlo cara a cara. Mientras tanto, la oración, expresión de este deseo de Dios “en medio de nuestra vida cotidiana” (59), es necesaria para perseverar en el camino de la santidad (60), a la que todos estamos llamados por voluntad de Dios (1 Tes 4, 3) y “sin la cual nadie verá al Señor” (Heb 12, 14). Ese es el verdadero objetivo de cualquier introducción a la vida de plegaria.

En esta nota hemos querido recordar los elementos esenciales que no pueden faltar en la iniciación a la oración cristiana. Exhortamos, pues, a los sacerdotes, personas consagradas, catequistas, a las familias cristianas, a los grupos parroquiales y movimientos apostólicos, a los responsables de pastoral de los centros educativos, a quienes están al frente de casas y centros de espiritualidad, cuya misión en la Iglesia consiste en ayudar a los cristianos a crecer en la vida interior, a que tengan en cuenta estos principios y no se dejen “arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas” (Heb 13, 9) que desorientan al ser humano de la vocación última a la que ha sido llamado por Dios, y llevan a la pérdida de la sencillez evangélica, que es una característica fundamental de la oración cristiana.

Madrid, 28 de agosto de 2019, fiesta de san Agustín de Hipona.

Presidente: Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Enrique Benavent Vidal, Obispo de Tortosa

Miembros: Excmos. y Rvdmos. Sres.
Agustín Cortés Soriano, Obispo de Sant Feliu de Llobregat
Luis Quinteiro Fiuza, Obispo de Tui-Vigo
José María Yanguas Sanz, Obispo de Cuenca
Juan Antonio Martínez Camino, S.J., Obispo Auxiliar de Madrid
Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo
Francisco Simón Conesa Ferrer, Obispo de Menorca

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NOTAS

[1] San Agustín, Confesiones, I. 1: CCL 27, 1.

[2] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica (11 octubre 1992), 4.ª parte, n. 2558-2854; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana – Orationis formas (15 octubre 1989); Consejo Pontificio de la Cultura y Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, Jesucristo, portador del agua de la vida. Una reflexión cristiana sobre la New Age (3 febrero 2003).

[3] Catecismo de la Iglesia Católica (11 octubre 1992), n. 1124.

[4] Los papas han aprobado importantes declaraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre estas cuestiones: Declaración para salvaguardar la fe de algunos errores recientes sobre los misterios de la Encarnación y la Trinidad – Mysterium filii Dei (21 febrero 1979); Declaración Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000). También la Conferencia Episcopal Española se ha pronunciado en distintas ocasiones sobre cuestiones relacionadas con la fe en Jesucristo: Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, Cristo presente en la Iglesia. Nota doctrinal sobre algunas cuestiones cristológicas e implicaciones eclesiológicas (1992); Asamblea Plenaria de la CEE, Instrucción pastoral Teología y secularización en España (30 marzo 2006), especialmente los números 22-35; Id., Jesucristo, Salvador del hombre y esperanza del mundo.Instrucción pastoral sobre la persona de Cristo y su misión (21 abril 2016).

[5] Cf. San Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio sobre la permanente validez del mandato misionero (7 diciembre 1990), n. 36; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus,nº 4; Id., Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización (3 diciembre 2007).

[6] Cf. Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, sobre la esperanza cristiana (30 noviembre 2007), n. 22; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo, sobre algunos aspectos de la salvación cristiana (22 febrero 2018), nº 6.

[7] Sobre el pelagianismo y el gnosticismo actuales, cf. Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, sobre el llamado a la santidad en el mundo actual (19 marzo 2018), n. 36-62; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo, nº 3: “En nuestros tiempos prolifera una especie de neopelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. La salvación es entonces confiada a las fuerzas del individuo, o de las estructuras puramente humanas, incapaces de acoger la novedad del Espíritu de Dios. Un cierto neo-gnosticismo, por su parte, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo, que consiste en elevarse con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida”.

[8] Muchas veces estas técnicas de meditación, como el mindfulness, intentan esconder su origen religioso y se difunden en movimientos que se podrían reunir bajo la denominación New Age, por cuanto se proponen en alternativa a la fe cristiana.

[9] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis formas, nº 28.

[10] Cf. ibid., nº 3: “La oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. Por eso se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios”.

[11] San Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, nº 5.

[12] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis formas, nº 12.

[13] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2603: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)».

[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2804.

[15] Cf. Francisco, Exh. ap. Gaudete et exsultate, n. 154: «La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo… La oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias más perturbadoras y sus mejores sueños. De quien se entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas: “Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo” (2 M 15,14)».

[16] San Agustín, Carta 130, a Proba, 12.

[17] Ibid., 13.

[18] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2656, 2609.

[19] Ibid., n. 2609.

[20] Ibid., n. 2610.

[21] San Agustín, Carta 130, a Proba, 14.

[22] Ibid., 10.

[23] Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, n. 32. La oración es uno de los lugares privilegiados para el aprendizaje de la esperanza.

[24] Ibid., n. 11.

[25] Ibid., n. 27.

[26] Cf. ibid., n. 33: “[Agustín] define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. «Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don]» (Homilía sobre la Primera Carta de San Juan)”.

[27] Cf. ibid., n. 34: “Así nos hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la esperanza para los demás: la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás”.

[28] Libro de la Vida, cap. 8, 5.

[29] Ibid., cap. 22, 14.

[30] Manuscritos autobiográficos, manuscrito C, 25r-25v.

[31] El Papa Francisco, en la Exh. ap. Gaudete et exsultate, insiste en los mismo en varias ocasiones: “La oración es preciosa si alimenta una entrega cotidiana de amor. Nuestro culto agrada a Dios cuando allí llevamos los intentos de vivir con generosidad y cuando dejamos que el don de Dios que recibimos en él se manifieste en la entrega a los hermanos… El mejor modo de discernir si nuestro camino de oración es auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la misericordia” (n. 104-105; cf. también n. 26; 100). Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 33: “Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios”.

[32] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam Actuositatem sobre el Apostolado de los laicos, 3.

[33] Cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, 8: “Sólo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. […] Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?”.

[34] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 171.

[35] Ibid., n. 2651.

[36] Ibid., n. 2663; Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, n. 34: “Ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente”.

[37] Francisco, Homilía. Misa en el Parque de los Samanes (Guayaquil, 6 de julio de 2015).

[38] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2653.

[39] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la Divina Revelación, n. 25.

[40] Cf. Francisco, Exh. ap. Gaudete et exsultate, n. 149: “La oración confiada es una reacción del corazón que se abre a Dios frente a frente, donde se hacen callar todos los rumores para escuchar la suave voz del Señor que resuena en el silencio”.

[41] Cf. San Ambrosio, Comentario sobre el salmo 1: CSEL 64, 7.9-10.

[42] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2655.

[43] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia, 11.

[44] Cf. Francisco, Catequesis (15 noviembre 2017); cf. también Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2643: “La Eucaristía contiene y expresa todas las formas de oración: es la «ofrenda pura» de todo el Cuerpo de Cristo a la gloria de su Nombre (cf Ml 1, 11); es, según las tradiciones de Oriente y de Occidente, «el sacrificio de alabanza»”.

[45] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2683.

[46] Ibid., n. 2684.

[47] Ibid., n. 2700.

[48] Ibid., n. 2701.

[49] Ibid., n. 2704.

[50] Entre las prácticas de oración vocal recomendadas por la Iglesia hay que mencionar el rezo del Santo Rosario: San Pablo VI, Exhortación apostólica Marialis cultus, para la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen María (2 febrero 19974); San Juan Pablo II, Carta apostólicaRosarium Virginis Mariae, sobre el Santo Rosario (16 octubre 2002).

[51] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2712.

[52] Ibid., n. 2713.

[53] Cf. Francisco, Exh. ap. Gaudete et exsultate, n. 158-162: “La vida cristiana es un combate permanente… Para el combate tenemos las armas poderosas que el Señor nos da: la fe que se expresa en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de la Misa, la adoración eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el empeño misionero”.

[54] San Juan Pablo II, Homilía en IV Centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús (Ávila, 1 de noviembre de 1982).

[55] Carta Orationis formas, 28.

[56] Ibid.

[57] Ibid., 18; cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, n. 33: “[La oración] ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a reconocerlas también… El encuentro con Dios despierta mi conciencia para que ésta ya no me ofrezca más una autojustificación ni sea un simple reflejo de mí mismo”.

[58] San Ireneo de Lyon, Tratado contra las herejías, IV, 20, 7: PG 7,1037.

[59] Francisco, Exh. ap. Gaudete et exsultate, n. 149.

[60] Cf. ibid., n. 147: “La santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración… No creo en la santidad sin oración”.
lunes 2 septiembre, 2019

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