Escribo estas líneas en plena visita pastoral a nuestra misión diocesana en Benín. Bajar del avión y sentir el golpe de calor, los olores de un lugar que no es el tuyo habitual, las gentes con sus lenguas y ropajes que te recuerdan que el extranjero de color eres tú. Era ya tarde. El calor y la humedad me hicieron dar mil vueltas en aquella noche larga en sensaciones, cortas en las horas de sueño. Muchas reflexiones se me venían de nuevo al dejar atrás mi ciudad, mi casa, mi gente, mi lengua… mi comunidad cristiana, mi officium de obispo en donde a diario lo vivo y ejerzo, mis valles y montañas de la verde Asturias. Es otra cosa Cotonou, capital de Benín. La humedad junto a las altas temperaturas, hacía que valorases con humilde gratitud tantas cosas que tienes sin merecer por el simple hecho de haber nacido en otro lugar, en otra familia,a, en otra cultura, en otra religión.
Vengo al encuentro de esta gente que sin saberlo ellos y desconociéndolo yo, me estaban esperando como yo aguardaba el encuentro: todos esperamos que nos suceda aquello y que nos acontezca Aquel, que nuestro corazón no ha dejado de otear pacientemente porque para eso hemos nacido. Abierto a la sorpresa que el Buen Dios aquí me volverá a brindar, cuando menos me lo espere, cuando nunca lo merezca, pero que será para mi bien. Cuando el Señor nos dice algo nuevo nos estrena lo de siempre, y aún diciéndonos lo mismo Él nunca se repite; soy yo quien lo escucha de una manera distinta, con otra mirada se asoma a ello, con otra entraña lo reconoce y lo abraza como una gracia que tiene en este momento la edad de mis años y la urdimbre de mi circunstancia.
La acogida que recibimos al llegar a Gamia tras todo un día de viaje desde Cotonou, fue algo conmovedor. Niños pequeños, jóvenes, matrimonios, ancianos… todos estaban allí festejando nuestra llegada: ¡bienvenido, Monseñor! –cantaban y danzaban–. Y así lo escenificaban con ese rito sencillo como sencilla es el agua: un sorbo para beber y otro sorbo que echaban a tus pies para darte la acogida lavando tus pies cansados y para calmar la sed del camino. Hubo palabras, cantos, plegarias. Una fiesta que abría en la casa de Dios en aquellas últimas horas del domingo, lo que el Evangelio nos decía en este día: cuando Jesús en la sinagoga de Nazareth leyó la profecía de Isaías de que a los pobres se les anuncia la Buena Noticia, a los cautivos se les da la libertad, a los ciegos la vista… todos clavaron en Él la mirada y Jesús les dijo: hoy se cumple esta Escritura (Lc 4, 14-21). Es el cumplimiento del paso de Dios por nuestras vidas.
Y esta es la vacuna, la única vacuna que nos contagia de la belleza y la bondad del santo Evangelio. Para las enfermedades tantas que nos dañan por dentro y nos enfrentan por fuera, para esas hay vacunas que nos previenen, que nos curan. Pero hay también otras vacunas que nos inoculan lo que en esta gente sencilla Dios mismo nos señala. Bendito quien se deja contagiar por esta gracia, se salva. Y tras las vísperas en la preciosa capilla en forma de choza africana, pudimos contemplar las estrellas: verdadera catedral sencilla e inmensa. Era hora de ir al descanso y así lo hicimos con el corazón lleno de agradecimiento. El Señor nos ha vuelto a sorprender. ¡Qué sería si nosotros nos asomásemos a la vida desde la atalaya de los ojos de Dios, si escuchásemos los latidos de la historia con los oídos de ese Padre y abrazásemos la realidad con la ternura de su misericordia infinita! Sería un mundo nuevo que nacería aquí en esta increíble África, en la vieja Europa, en el mundo entero, como nace cada mañana para todos, el hermano sol. Alabado seas mi Señor.
+ Jesús Sanz Montes O. F. M.
Arzobispo de Oviedo
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