No hemos dejado de cantarlo en estos días, y no hemos dejado de desearlo de veras en el corazón: que haya paz. Los ángeles lo entonaron ante aquellos asombrados pastores destinatarios del primer anuncio de lo que suponía el regalo de la Navidad: gloria a Dios en las alturas, y en la tierra entre los hombres que haya paz. Y esta es la primera cosa que brilla como don que esperamos en los primeros lances de cada año nuevo. De cómo se llaman nuestros conflictos o cuáles son nuestras trincheras, cada uno sabe en sus adentros qué o quiénes detentan tamaño título de ser nuestros enemigos, sea cual sea el título de nuestra enemistad.
Pero lo cierto es que tenemos imperiosa necesidad de entrar en esa paz que como regalo inmerecido del cielo nos permite mirarnos de un modo distinto, sin proyectar sobre nadie los fantasmas de nuestras frustraciones, ni empeñarnos en contar una película que jamás ha sido rodada, por más que yo haya hecho el reparto de los buenos y los malos, y cuándo y cómo perece el malvado. Mirarnos lo más parecido a como nos contempla Dios, es lo que permite abrigar una relación con cada uno que no sea deudora de pretensiones ni maquinaciones, sino una relación que, sencillamente, se sitúa ante los demás como hermano, no como rival. Danos, Señor la paz.
El Papa Francisco ha dedicado su mensaje en la Jornada Mundial por la Paz que se celebra cada 1º de enero desde que la instauró San Pablo VI, a considerar la paz como una virtud “política”, y nos propone un recorrido pedagógico muy interesante. Dice Francisco que «la paz es fruto de un gran proyecto político que se funda en la responsabilidad recíproca y la interdependencia de los seres humanos, pero es también un desafío que exige ser acogido día tras día. La paz es una conversión del corazón y del alma, y es fácil reconocer tres dimensiones inseparables de esta paz interior y comunitaria:
–La paz con nosotros mismos, rechazando la intransigencia, la ira, la impaciencia y –como aconsejaba san Francisco de Sales– teniendo “un poco de dulzura consigo mismo”, para ofrecer “un poco de dulzura a los demás”;
–La paz con el otro: el familiar, el amigo, el extranjero, el pobre, el que sufre; atreviéndose al encuentro y escuchando el mensaje que lleva consigo;
–La paz con la creación, redescubriendo la grandeza del don de Dios y la parte de responsabilidad que corresponde a cada uno de nosotros, como habitantes del mundo, ciudadanos y artífices del futuro».
Llegando estas fechas de comienzo de año nos lo decimos muchas veces: feliz año nuevo, y con esta expresión manifestamos algo muy verdadero y sincero ante la gente que queremos bien. Es la traducción de un anhelo que palpita en los adentros más nuestros, de ser en verdad personas y gentes de paz y de bien, dejando nacer de nuevo el ensueño de un mundo diferente al que nuestras crispaciones y enconos nos enfrentan por fuera y nos dividen por dentro.
No se trata de una tregua sin más, por la que momentáneamente enterramos nuestras hachas de guerra como quien se toma un respiro sin salir de su trinchera. Debemos aprovechar esta ocasión que siempre es bienvenida cuando nos concita a una entraña tan entrañable. Es la paz, no como un consenso pacifista sin más, tantas veces deudor de otros intereses económicos y políticos que utilizan la paz como moneda de cambio, sino una paz que es fruto de la verdad en el corazón y en las relaciones entre las personas y los pueblos.
Esa es la verdad que nos hace libres y que nos constituye en instrumentos de la Paz con mayúsculas, la Paz que Dios nos da como un fruto maduro de lo que Él mismo ha sembrado en el corazón de los hombres.
+ Jesús Sanz Montes O. F. M.
Arzobispo de Oviedo
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