Un día, estando frente al arca del tesoro del templo, Jesús observa a los que allí echan limosnas. Se fija en una viuda pobre que deposita allí todo cuanto tiene: dos moneditas, o sea, la cuarta parte de un as. Entonces, se vuelve a sus discípulos y dice: «Os digo en verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el arca del tesoro. Pues todos han echado de lo que les sobraba; ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir».
Podemos llamar a este domingo el «domingo de las viudas». También en la primera lectura se relata a historia de una viuda: la viuda de Sarepta que se priva de todo cuanto tiene (un puñado de harina y algo de aceite) para dar de comer al profeta Elías.
Es una buena ocasión para dedicar nuestra atención a las viudas y, naturalmente, también a los viudos de hoy. Si la Biblia habla con tanta frecuencia de las viudas y jamás de los viudos es porque en la sociedad antigua la mujer que se quedaba sola está en mucha mayor desventaja que el hombre que se queda solo. Actualmente no existe gran diferencia entre ambos; es más, dicen que la mujer que se queda sola se las arregla, en general, mejor que el hombre en la misma situación.
Desearía, en esta ocasión, aludir a un tema que interesa vitalmente no sólo a los viudos y viudas, sino a todos los casados, y que es particularmente actual en este mes de difuntos. La muerte del cónyuge, que marca el final legal de un matrimonio, ¿indica también el final total de toda comunión? ¿Queda algo en el cielo del vínculo que unió tan estrechamente a dos personas en la tierra, o en cambio todo se olvidará al cruzar el umbral de la vida eterna?
Un día algunos saduceos presentaron a Jesús el caso límite de una mujer que había sido sucesivamente esposa de siete hermanos, y le preguntaron de quién sería mujer tras la resurrección de los muertos. Jesús respondió: «Cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas maridos, sino que serán como ángeles en los cielos» (Marcos 12, 25). Interpretando de manera errónea esta frase de Cristo, algunos han sostenido que el matrimonio no tiene ninguna continuidad en el cielo. Pero con esta frase Jesús rechaza la idea caricaturesca que los saduceos presentan del más allá, como si fuera una sencilla continuación de las relaciones terrenas entre los cónyuges; no excluye que ellos puedan reencontrar, en Dios, el vínculo que les unió en la tierra.
De acuerdo con esta perspectiva, el matrimonio no termina del todo con la muerte, sino que es transfigurado, espiritualizado, sustraído a todos aquellos límites que marcan la vida en la tierra, como, por lo demás, no se olvidan los vínculos existentes entre padres e hijos, o entre amigos. En un prefacio de difuntos, la liturgia proclama: «La vida no termina, sino que se transforma». También el matrimonio, que es parte de la vida, es transfigurado, no suprimido.
Pero ¿qué decir a quienes tuvieron una experiencia negativa, de incomprensión y de sufrimiento, en el matrimonio terreno? ¿No es para ellos motivo de temor, en vez de consuelo, la idea de que el vínculo no se rompa ni con la muerte? No, porque en el paso del tiempo a la eternidad el bien permanece, el mal cae. El amor que les unió, tal vez hasta por poco tiempo, permanece; los defectos, las incomprensiones, los sufrimientos que se infligieron recíprocamente caen. Es más, este sufrimiento, aceptado con fe, se convertirá en gloria. Muchísimos cónyuges experimentarán sólo cuando se reúnan «en Dios» el amor verdadero entre sí y, con él, el gozo y la plenitud de la unión que no disfrutaron en la tierra. En Dios todo se entenderá, todo se excusará, todo se perdonará.
Se dirá: ¿y los que estuvieron legítimamente casados con varias personas? ¿Por ejemplo los viudos y las viudas que se vuelven a casar? (Fue el caso presentado a Jesús de los siete hermanos que habían tenido, sucesivamente, por esposa a la misma mujer). También para ellos debemos repetir lo mismo: lo que hubo de amor y donación auténtica con cada uno de los esposos o de las esposas que se tuvieron, siendo objetivamente un «bien» y viniendo de Dios, no se suprimirá. Allá arriba ya no habrá rivalidad en el amor o celos. Estas cosas no pertenecen al amor verdadero, sino a la limitación intrínseca de la criatura.
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