Me apuesto un agua del Carmen y una caja de trufas de La Aguilera a que en la homilía de este domingo el último versículo de la segunda lectura va a ser la estrella. Sí, ese que dice: “La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo”.
Es una tentación demasiado grande sobre todo en estos tiempos en los que hablar de Dios nos resulta incómodo, mientras que lo de ayudar a los pobres es gratificante, agradecido y además suscita los aplausos del mundo.
Yo pienso enfocar la homilía de otra manera. Mi punto de partida va a ser otro: el corazón del hombre. Todos los grandes problemas del hombre, de la Iglesia y del mundo tiene su origen en un interior emponzoñado, y mientras no cambie el corazón, la podredumbre interior seguirá marcando nuestra vida.
Las lecturas hablan hoy de dos realidades muy tristes. Por una parte, y cuánto podemos verlo en nuestros pueblos, vivir la religiosidad como un conjunto de normas, tradiciones y costumbres pero que no llegan al corazón del hombre. Por otra, el olvido del pobre.
Todo tiene su origen en lo mismo: en que nos hemos olvidado de los preceptos del Señor para guiarnos por nuestras propias apetencias. Olvidamos que la sabiduría, el saber vivir como criaturas de Dios, consiste en observar sus mandatos, justos porque vienen de Dios. La lectura de Santiago es riquísima e incide en lo mismo: “aceptad con docilidad esa palabra, que ha sido injertada en vosotros y es capaz de salvar vuestras vidas. Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla”. Nosotros, que poseemos un corazón lleno de podredumbre, porque el mal está en nosotros, somos urgidos hoy a escuchar la Palabra, ponerla en práctica, escuchar y observar los justos mandatos del Señor.
Entonces sí, cuando uno saca el pecado de su interior, escucha la Palabra, acepta los mandatos y preceptos de su Dios, entonces la religión auténtica se hace vida y el culto a Dios se convierte en algo que sale del corazón. Entonces el culto exterior es reflejo de una entrega interior a Dios. Y entonces, ahora sí, el hombre deja de ser centro de sí mismo para aprender a darse a los pobres. Por cierto, esto un católico lo hace siempre en una buena confesión.
Creo que por ahí voy a enfocar la homilía de este domingo. Pero me apuesto unas pastas de La Aguilera y unas yemas de San Leandro a que mayoritariamente el versículo estrella va a ser lo de la viuda y el huérfano. Ya me contarán.
Es una tentación demasiado grande sobre todo en estos tiempos en los que hablar de Dios nos resulta incómodo, mientras que lo de ayudar a los pobres es gratificante, agradecido y además suscita los aplausos del mundo.
Yo pienso enfocar la homilía de otra manera. Mi punto de partida va a ser otro: el corazón del hombre. Todos los grandes problemas del hombre, de la Iglesia y del mundo tiene su origen en un interior emponzoñado, y mientras no cambie el corazón, la podredumbre interior seguirá marcando nuestra vida.
Las lecturas hablan hoy de dos realidades muy tristes. Por una parte, y cuánto podemos verlo en nuestros pueblos, vivir la religiosidad como un conjunto de normas, tradiciones y costumbres pero que no llegan al corazón del hombre. Por otra, el olvido del pobre.
Todo tiene su origen en lo mismo: en que nos hemos olvidado de los preceptos del Señor para guiarnos por nuestras propias apetencias. Olvidamos que la sabiduría, el saber vivir como criaturas de Dios, consiste en observar sus mandatos, justos porque vienen de Dios. La lectura de Santiago es riquísima e incide en lo mismo: “aceptad con docilidad esa palabra, que ha sido injertada en vosotros y es capaz de salvar vuestras vidas. Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla”. Nosotros, que poseemos un corazón lleno de podredumbre, porque el mal está en nosotros, somos urgidos hoy a escuchar la Palabra, ponerla en práctica, escuchar y observar los justos mandatos del Señor.
Entonces sí, cuando uno saca el pecado de su interior, escucha la Palabra, acepta los mandatos y preceptos de su Dios, entonces la religión auténtica se hace vida y el culto a Dios se convierte en algo que sale del corazón. Entonces el culto exterior es reflejo de una entrega interior a Dios. Y entonces, ahora sí, el hombre deja de ser centro de sí mismo para aprender a darse a los pobres. Por cierto, esto un católico lo hace siempre en una buena confesión.
Creo que por ahí voy a enfocar la homilía de este domingo. Pero me apuesto unas pastas de La Aguilera y unas yemas de San Leandro a que mayoritariamente el versículo estrella va a ser lo de la viuda y el huérfano. Ya me contarán.
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