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martes, 3 de abril de 2018

¡Qué bonita es nuestra religión!. Por Guillermo Juan Morado

Esa exclamación: “¡Qué bonita es nuestra religión!” la decía a cada paso un compañero que vivía en el mismo pasillo del Colegio Mayor en el que yo también residía durante mis estudios en Roma.

Cada vez que le oía decir eso yo pensaba: “Esto es folclore”. Y lo pensaba con un cierto desdén. “Bonito” se puede decir de un coche, de unos zapatos, de una casa, que puede ser “bonita”, pero decir eso – que es “bonita” - de una religión, y no de una cualquiera, sino de la nuestra, me parecía, sencillamente, una frivolidad.

Lo “bonito” es lo lindo y agraciado. No es, simplemente, lo “bello”. Lo bello es más universal y, muchas veces, más abstracto. Lo bonito es menos pretencioso, pero más concreto, está más a nuestro alcance.

Ahora, que ya soy mucho más mayor de lo que era, lo empiezo a ver de otro modo. Para muchas personas lo “bonito” puede ser un primer escalón para descubrir lo “bello”. Y lo bello puede ser – esa potencialidad la tiene – un medio para llegar a lo bueno y a lo verdadero.

La Semana Santa en muchas de sus expresiones populares es bonita. Yo diría que es hasta bella. Pero, si se profundiza un poco más, se verá que la Semana Santa – incluso en sus exponentes más folclóricos – es más que folclore. Es un medio – muy vinculado a la sensibilidad – gracias al cual se sigue transmitiendo y anunciando la fe.

Popularmente, la Semana Santa es equivalente, sobre todo, a las procesiones. En mi pequeño país, Galicia, tienen, las procesiones, relieve en Ferrol, en Viveiro y en algunos otros lugares. Yo no he percibido muchas veces, de modo directo, ese fervor procesional. Lo más cerca que he estado de ello ha sido en Tui y en Cangas de Morrazo. Y las procesiones de uno y otro lugar me han parecido muestras importantes de la piedad y de la cultura popular.

Si se escucha el mensaje de las procesiones, hay que reconocer su inmenso valor. Yo veo en toda esta representación dramática del misterio Pascual de Cristo, una obra de arte. Pero, también, una forma de expresar de modo sensible la fe. Kant decía que el arte era como la expresión fenoménica del reino “nouménico” – oculto - del valor. Lo invisible, según Kant, se expresa, en el arte, en lo sensible.

Para un cristiano, sucede algo similar. Lo divino se expresa en lo humano, el todo en el fragmento… Pero esa es la lógica – y la gramática – de la Encarnación y de la revelación. Dios se sirve de lo humano, hace propio lo humano, para llegar a los hombres.

Hasta en el plano puramente externo la Semana Santa - considerando solo lo que se ve, que los medievales llamarían el “signum tantum” - , es mucho más que “rito del duelo”. Algunos se empeñan en ver en la Cruz lo que esta ya no es: Ya no es un medio de tortura y de muerte. Estaríamos locos los cristianos si glorificásemos, sin más, un patíbulo. O la tortura. O el dolor. O la muerte.

Quien vea solo esto en las procesiones del Crucificado está algo corto de vista. La Cruz es la cruz y ya no lo es. Ya no es la tortura, sino que es la señal de un amor, de un compromiso que no retrocede, ni ante la amenaza de la tortura y de la muerte, pero no para engrandecer estas realidades horribles, sino para superarlas, asumiéndolas.

El amor “hasta el final” no sale gratis. Cuesta, a veces, la vida. A Cristo le costó la vida. Pero, viendo la Semana Santa en su expresión exterior, hay muchos pasos y tronos del Resucitado. Ni siquiera en ese plano, más visual, la Semana Santa se acaba en la muerte. No ver esto es no querer verlo.

El puro signo remite a la pura realidad. Lo que es solo signo remite a lo que es sola realidad. En el fondo, la Semana Santa apunta a algo muy real, a lo más real de todo: Dios es más fuerte que la muerte. El amor de Dios es más fuerte que la muerte. Donde todo, humanamente, fracasa, surge, de modo nuevo, la iniciativa de Dios, la Resurrección. Este mensaje de “pura realidad”, “res tantum” – , que dirían los medievales – es el mensaje importante.

Pero entre la superficialidad aparente de lo “bonito”, de las procesiones de la Semana Santa, y la radical verdad de lo “verdadero”: “Dios vence a la muerte”, se establece como mediación, muy necesaria, muy querida por Dios, ya que Él la ha elegido, la sacramentalidad de lo cristiano, el campo de la “res et sacramentum”, en un mundo religioso que remite a la Encarnación de Cristo, a su Pasión, a su Muerte, a su Resurrección.

El Cristianismo no es folclore externo, ni es un mensaje esotérico. Es carne y espíritu, es Dios y hombre, es mundo y eternidad.

Es un poco reductivo decir que nuestra religión es “solo” bonita. Es peor decir que no tiene nada que ver con la belleza, con los sentidos, con la carne y la sangre. Con la Pasión y con la Muerte, vencidas, sin prescindir de ellas, por la gloria de la Pascua, por la belleza del Resucitado.

Me gusta pensar en ello, en los vínculos entre Dios y la sensibilidad, entre la fe y los sentidos, entre el Verbo y la carne. Entre la fe y los sacramentos

Ahí radica lo esencial – concreto – de lo cristiano.

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