En pie de guerra
Declararon la guerra. Fue un grupo de mujeres con un corazón tan grande que casi les cabía. Pero decidieron encararse con el hambre y desde entonces con ella guerrean. Son las mujeres que dieron comienzo hace sesenta años a Manos Unidas. Y cada año, comenzando febrero nos vuelven a presentar su campaña contra el hambre. Este año el lema es “comparte lo que importa”. Lo único importante es el amor, especialmente cuando en ello te va la vida y la de tantas personas.
No escampa la pandemia, y tras tanto progreso y tanta comunicación en tiempo real, seguimos lamentando que haya pueblos con personas que tienen nombre y edad, que sencillamente se mueren de hambre. El hambre de los hombres, ese azote que siempre nos deja mal a gusto –como decimos en Asturias–, porque nos asoma a una realidad que nos señala inevitablemente sea cual sea nuestra responsabilidad. El hambre de tantas personas no es algo ajeno que podamos nosotros sacudirnos de la conciencia como si se tratase de un problema político, económico o demográfico que no nos afecta a cada cual.
De hecho, la gran invitación de Jesús en un momento de su predicación traspasa todos los tiempos y todos los lugares, para tener que escuchar como dirigido a nosotros lo que entonces –para sorpresa de sus discípulos–, dijo en aquel día junto al mar: “dadles vosotros de comer” (Mt 14, 13-21). El agobio de aquellos discípulos era que les desbordaba tamaño desafío y prefirieron despedir a los hambrientos, mandarles a sus casas, quitárselos de encima sin más. Esa tentación siempre ha acompañado el egoísmo insolidario del hombre que cierra sus puertas para no acoger y más aún sus ojos para no ver. Los pobres lo saben y por eso saben a qué puertas no llamarán y qué miradas jamás se conmoverán cuando ellos pasen.
¡Qué desproporción tener que dar de comer a multitudes con sólo dos peces y cinco panes! Es nuestra humilde aportación. Con ella Jesús hace el milagro. Ni un milagro que confiamos sólo a la acción de Dios, ni un milagro fruto de nuestro cálculo. El milagro siempre se da cuando nosotros hemos dado todo lo que somos y tenemos, y con ello el Señor hace maravillas como una caricia de amor. No era un problema de Dios, nada más. Era un problema de ellos, porque aquella hambre, Jesús se la confiaba a sus discípulos. Ellos pusieron la poquedad de unos panes y peces, y con eso el Señor repartió su grandeza hasta la saciedad.
El Papa Francisco nos pone a todos ante el quicio de lo que realmente es importante: amar a Dios y amar lo que Dios ama: sus hijos, nuestros hermanos, de modo especial quienes están necesitados de una cercanía que se traduzca en gestos de amor, capaces de anunciar una Buena Noticia mientras denuncian las noticias que genera el pecado de egoísmo, de injusticia y violencia.
Hace unos meses dijo a un grupo de voluntarios cristianos que trabajan por los pobres: «tened esperanza mirando hacia adelante. Porque cuando miramos atrás siempre quedamos aprisionados por la dificultad de las tribulaciones, los problemas y esas cosas que suceden en la vida y que nos hacen sufrir. Muchas gracias por lo que estáis haciendo… es la caricia de la Iglesia a su pueblo. La caricia de la Madre Iglesia a sus hijos, la ternura, la cercanía». Palabras bellas que no representan un piadoso brindis al sol, sino el compromiso en primera persona de quien diciéndonos esto nos está a todos confirmando en la fe. Esto es lo importante que vale la pena compartir. Como hace Manos Unidas y tantos otros cristianos en su lucha contra el hambre y contra toda penuria que por destruir al hombre, ofende al mismo Dios.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario