El relato de la vocación de Samuel (1 Sam 3,3-19) pone de manifiesto la importancia de aprender a escuchar la palabra de Dios. El Señor llama a Samuel, pero este, sin la ayuda de Elí, no consigue discernir quién le dirigía la llamada. Finalmente, Samuel pudo dar la respuesta adecuada: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.
En la oración debemos iniciarnos en esta escucha dócil y fiel de lo que Dios quiere comunicarnos. Ante todo, meditando la Sagrada Escritura, porque en los sagrados libros “el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos” (Dei Verbum, 21).
Pero también tratando de interpretar los acontecimientos del mundo y la propia vida desde la perspectiva de Dios, que sale a nuestro encuentro. Muchas veces, como Samuel, necesitaremos la ayuda de alguien semejante a Elí; de quien por su ministerio pastoral o por su experiencia espiritual puede orientarnos en el camino del seguimiento del Señor.
En realidad, es el Señor quien nos abre el oído: “Me abriste el oído”, dice el Salmo 39. “Es Dios quien se hace escuchar” (R. Spaemann). Dios se hace para nosotros Palabra que, por el oído, nos anuncia la verdad y nos capacita para la obediencia, para vivir orientados hacia Él.
Andrés y Pedro oyeron a Juan y siguieron a Jesús (Jn 1,35-42). Juan cumple su función de ser la voz que guía hacia la Palabra. Dios puede servirse de mediaciones para acercarnos a Él. Y puede convertirnos a cada uno de nosotros en mediación para acercar a otros al Señor, como lo hizo con Andrés, hermano de Simón Pedro, que “lo llevó a Jesús”.
Estar con Jesús y, como enviados suyos, salir al encuentro de la gente son dos dimensiones que van unidas: “Solo quienes están ‘con él’ aprenden a conocerlo y pueden anunciarlo de verdad. Y quienes están con él no pueden retener para sí lo que han encontrado, sino que deben comunicarlo” (Benedicto XVI).
Dios nos abrió el oído para poder escuchar y obedecer; para hacer su voluntad. Esta obediencia, esta entrega al Señor, abarca también la entrega del propio cuerpo. El hombre no es una dualidad de mente y cuerpo, sino una unidad de cuerpo y espíritu. El hombre en su totalidad es querido por Dios y la respuesta a la vocación cristiana compromete la globalidad de lo que somos.
San Pablo es consciente de la dignidad de un cristiano y, por consiguiente, de la importancia de respetar el propio cuerpo y el cuerpo de los demás: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?”. “¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo”. “Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!” (cfr.1 Cor 6, 13-20).
Como bautizados, estamos llamados a testimoniar la pureza de Cristo y a ser, por la vivencia de la castidad, testigos de la fidelidad y de la ternura de Dios” (cf. Catecismo 2346).
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