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miércoles, 1 de marzo de 2017

Convertíos y creed el Evangelio. Por José Manuel Bernal Llorente

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La implantación del Miércoles de Ceniza hay que relacionarla con la institución de la penitencia canónica. Éste era un día muy importante para los que iban a iniciar la penitencia cuaresmal antes de ser admitidos a la reconciliación el día de Jueves Santo. En los siglos V y VI, la entrada en la penitencia tenía lugar al principio de la Cuaresma. Este dato nos lo confirmará más tarde —en el siglo VII— el llamado Sacramentario Gelasiano b (I, XVI), uno de los más antiguos libros litúrgicos de la tradición romana. En este sacramentado, la entrada en la penitencia canónica se sitúa el miércoles que precede al domingo primero de Cuaresma. Por eso será llamado «Miércoles de Ceniza». Ese día, después de haber oído en privado la confesión del penitente, el obispo, en un acto litúrgico solemne, impone las manos sobre la cabeza de los penitentes, les cubre de ceniza, les hace vestir de cilicio —una especie cíe vestimenta hecha con pelo de cabra— y les invita a emprender un camino de penitencia y de conversión. Al final de la celebración, los penitentes son expulsados de la Iglesia y entran a formar parte del grupo —el «orden— de los penitentes. El rito de reconciliación tiene lugar el día de jueves Santo.

Durante la Cuaresma, los penitentes se entregan a toda clase de mortificaciones y prácticas piadosas: visten de oscuro, con ropas miserables y burdas; se someten a un ayuno riguroso, privándose en absoluto de comer carnes; hacen abundantes limosnas y se ejercitan en toda clase de obras de misericordia. En las asambleas litúrgicas son colocados en un lugar especial, al fondo de la iglesia. Sólo asisten a la liturgia de la palabra. Antes del ofertorio, en el marco de la oración de los fieles, se hace una oración por ellos y se les despide''. Por otra parte, durante el tiempo de Cuaresma los sacerdotes imponen las manos a los penitentes y, en señal de duelo, en los días de fiesta asisten de rodillas a las oraciones de la iglesia. Todos estos gestos externos, marcados a veces de una extraordinaria rudeza y rigurosidad, deben ser la expresión visible de la penitencia interior. Deben hacer patente a los ojos de la comunidad cristiana el estado de ánimo del penitente, su actitud de arrepentimiento y de conversión y, sobre todo, su voluntad decidida de emprender un camino de renovación cristiana. No se excluye, sin embargo, entender estos actos de penitencia como gestos de expiación y de satisfacción por los pecados. En todo caso, todo este conjunto de prácticas penitenciales no son sino la expresión de la actitud interior del hombre que se siente pecador ante Dios y espera ansiosamente el perdón de la misericordia divina.

Desaparecida ya la penitencia canónica, la celebración del Miércoles de Ceniza nos invita hoy a una profunda revisión de nuestra vida, de nuestras actitudes y criterios de comportamiento; a iniciar un serio proceso de conversión y de purificación. Cuaresma es un tiempo de gracia que Dios nos concede como un regalo. Quizás sea ésta, la cuaresma que hoy comenzamos, una oportunidad singular e irrepetible que no debiéramos echar en saco roto. Debemos tomarnos en serio este período de Cuaresma y enfrentarnos con nuestra propia realidad personal. Tenemos por delante un largo camino para la escucha de la palabra de Dios, para la reflexión personal y para el encuentro silencioso con Dios en la soledad de ese desierto singular que nos hemos construido en la profundidad de nuestra conciencia íntima. Al final de esa peregrinación, la Pascua se nos aparecerá como una explosión de luz fulgurante y transformadora.
Una experiencia de desierto

Cuaresma es, pues, sin duda, una experiencia de desierto. No es que la comunidad cristiana deba desplazarse a un lugar geográfico especial para vivir esta experiencia. Cuando aquí hablo de desierto, más que a un emplazamiento geográfico, me estoy refiriendo a un tiempo privilegiado, a un tiempo de gracia. Porque la experiencia de desierto es siempre un don de Dios. Es siempre él quien conduce al desierto. Fue él también quien condujo a Israel al desierto por medio de Moisés, y quien condujo a jesús por medio del Espíritu. Este mismo Espíritu es quien convoca a la comunidad cristiana y la anima a emprender el camino cuaresmal.

El desierto es un lugar hostil, lleno de dificultades y de obstáculos. Por eso la experiencia de desierto anima a los creyentes a la lucha, al combate espiritual, al enfrentamiento con la propia realidad de miseria y de pecado.

En este sentido, la Cuaresma debe ser interpretada como un tiempo de prueba. Los cuarenta años que Israel pasó en el desierto fueron también un tiempo de tentación y de crisis, durante los cuales Yahvé quiso purificar a su pueblo y probar su fidelidad (Dt 8, 2-4; Sal 94). También Jesús fue tentado en el desierto. Durante la Cuaresma, la Iglesia vive una experiencia semejante, sometida a las luchas y a las privaciones que impone la militia Christi. El cristiano vive un arduo combate espiritual. Lo vive siempre. No sólo durante la Cuaresma. Pero la Cuaresma representa una experiencia singular, una especie de entrenamiento comunitario en el que los creyentes aprenden y se ejercitan en la lucha contra el mal. Casi ninguno de los israelitas superaron la prueba. En realidad fueron muy pocos los que, habiendo salido de Egipto, consiguieron entrar en la tierra prometida. La mayoría sucumbieron en el camino. Hasta Moisés. Cristo, en cambio, salió victorioso de la prueba. El diablo no logró hacerle sucumbir. Los cristianos que realizan seriamente el ejercicio cuaresmal y recorren con asiduidad el camino que lleva a la Pascua, compartirán sin duda con Cristo la victoria sobre la muerte y sobre el pecado.
Tiempo de conversión y penitencia

Ahora voy a referirme a la dimensión penitencial de la Cuaresma. Es éste un aspecto que bien podríamos considerar connatural a la misma. Toda cuaresma, por el simple hecho de serlo, debe ser un tiempo de penitencia. Yo lo creo así. De hecho, ya el mismo Eusebio de Cesarea —el primero que nos habla de la Cuaresma— se refiere a ese tiempo de preparación a la Pascua llamándolo «ejercicio cuaresmal». Sin embargo, en Roma esta dimensión adquiere unas connotaciones propias. El mismo ayuno, que aparece desde el principio como ingrediente esencial en la preparación a la Pascua, reviste en Roma un sentido y unas resonancias que no poseía durante los primeros siglos.

La Cuaresma romana, al insistir sobre el ayuno y sobre la penitencia, lo hace desde una perspectiva eminentemente ascética y penitencial. Es una forma de expresar el permanente control que el cristiano debe ejercer sobre sí mismo y la lucha abierta contra las pasiones y las apetencias de la carne que se alza contra las exigencias del espíritu. Al mismo tiempo, las prácticas de penitencia durante la Cuaresma son asumidas como una forma de «satisfacción» o castigo para purgar los pecados propios y los ajenos. Hay, por otra parte, una permanente invitación al reconocimiento de los propios pecados y una llamada insistente a una conversión radical y absoluta.

Todos estos aspectos, que caracterizan sin duda la penitencia cuaresmal, sólo se entienden adecuadamente si se tiene presente que, durante siglos, el tiempo de Cuaresma constituyó el cauce canónico oficial para celebrar el sacramento de la reconciliación. La misma estructura cuaresmal dio marco a la institución penitencial. Este hecho, que de suyo cae en la esfera de lo formal y accesorio, impregnó la Cuaresma de una dimensión espiritual determinante. Iniciar la Cuaresma ha significado y significa asumir las actitudes de fondo que caracterizan al hombre pecador, consciente de su pecado, arrepentido y confiado en la ilimitada misericordia de Dios.

Los antiguos ritos penitenciales estuvieron en vigor hasta el siglo VI, mientras duró la penitencia canónica. Después quedaron como restos arqueológicos de un pasado vigoroso. La Iglesia mantuvo el ritual de la reconciliación de penitentes. Pero como una ceremonia más, sin ninguna significación propiamente sacramental. A medida que fue introduciéndose la penitencia privada, la celebración solemne de la reconciliación fue conviniéndose en pieza de museo. A partir del siglo XII, la dimensión sacramental de la penitencia había quedado reservada de modo exclusivo a la confesión privada. Sin embargo, la Cuaresma, que había servido de marco a la penitencia canónica antigua, siguió manteniendo su significación penitencial, a pesar de haber caído en desuso la antigua forma de celebrar el sacramento del perdón. En esa situación era la Iglesia entera la que, reconociéndose comunidad pecadora, entraba en penitencia y se sometía, durante la Cuaresma, a toda clase de privaciones, ayunos y asperezas, implorando la misericordia de Dios y el perdón de sus pecados. De aquí han debido surgir, sin duda, las asociaciones y procesiones de penitentes que la religiosidad popular ha mantenido hasta ahora y que abundan sobre todo durante la Semana Santa.

Los textos de oración litúrgica, mantenidos por la Iglesia hasta la reforma del Vaticano II, reflejan ampliamente la dimensión penitencial de la Cuaresma, cargando incluso las tintas en una visión pesimista del hombre, sometido al dominio de las pasiones y oprimido bajo el peso de sus culpas. La reforma litúrgica del Vaticano II ha querido dar un enfoque nuevo a la espiritualidad y a la penitencia cuaresmal. Para ello se han introducido nuevos textos de oración y se han modificado muchos de los antiguos. Todas estas modificaciones reflejan un nuevo enfoque espiritual de la Cuaresma. No es tanto la penitencia corporal lo que interesa subrayar cuanto la conversión interior del corazón. Los textos bíblicos, extraídos muchos de ellos de la literatura profética, orientan la actitud cuaresmal de cara a una profunda purificación del corazón y de la misma vida de la Iglesia. Hay una continua descalificación de cualquier intento de cristianismo formalista, anclado en ritualismos falsos. La verdadera conversión a Dios se manifiesta en una apertura generosa y desinteresada hacia las obras de misericordia: dar limosna a los pobres y comprometerse solidariamente con ellos, visitar a los enfermos, defender los intereses de los pequeños y marginados, atender con generosidad a las necesidades de los más menesterosos. En definitiva, la Cuaresma se entiende como una lucha contra el propio egoísmo y como una apertura a la fraternidad. A partir de ahí es posible hablar de una verdadera conversión y de una ascesis auténtica. Sólo así puede iniciarse el camino que lleva a la Pascua.

En este sentido, Cuaresma viene a ser un tiempo que permite a la Iglesia —a toda la comunidad eclesial— tomar con-ciencia de su condición pecadora y someterse a un exigente proceso de conversión y de renovación. Sólo así la Cuaresma puede tener hoy un sentido.

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