El endiosamiento del hombre provoca que sus energías religiosas se degraden en el terreno de la lucha política, donde los revolucionarios enarbolan una falsa mística prometeica y prometen a sus adeptos una subversión completa que nos depare la sociedad perfecta. En su Biología de las revoluciones, Gustave Thibon diseccionaba a la perfección el modus operandi del revolucionario, que –como no ha leído la parábola del trigo y la cizaña– promete reparar en esta vida todas las injusticias y acabar con todos los escándalos. “Destruyamos todo el edificio social impuro –clama su fe–, aunque tengamos que reconstruirlo partiendo de la nada”. Pero sólo Dios puede reconstruir partiendo desde la nada (aunque, mucho más modesto que el revolucionario, se conforma con volver a empezar contando con la mediocre naturaleza humana); entonces el revolucionario, para maquillar su fracaso, degrada todavía más su falsa mística y la convierte en una fría voluntad de poder que, cuando no puede alcanzar la cúspide (como le ocurre al desinflado Iglesias), se conforma con la pugna y la purga internas, disfrazadas en esta fase democrática de la Historia con mucho perifollo de votaciones.
Este fracaso –prosigue Thibon– lo compensa el revolucionario excitando el odio y la envidia de las masas, que «a primera vista parecen una reacción contra el egoísmo y los privilegios de una clase o una casta; pero en realidad no son más que la lucha de las masas intoxicadas para satisfacer su mórbida sed de esos mismos privilegios, del mismo egoísta abandono de los deberes sociales».
Esta mórbida sed de las masas la satisface la lotería de forma más aleatoria pero también menos perniciosa que la revolución; pues mientras la revolución sólo alimenta el odio y la envidia, la lotería alimenta la fe en el milagro entre los que ganan, la oración entre los que esperan y la resignación entre los que pierden. Había un cuentecillo de Pemán, ambientado en un pueblecito andaluz muy devoto de San Judas Tadeo, en el que su protagonista, doña Sofía, compraba tres décimos de la lotería, que metía bajo la peana de San Judas, después de regalar participaciones a sus tres criadas. Y doña Sofía y sus tres criadas elevaban muchas plegarias a San Judas Tadeo para que les tocase la lotería, persuadidas de que les habría de escuchar. Así hasta que el día del sorteo, cuando sus criadas se fueron a escuchar la radio a sus cuartos, doña Sofía se estremeció, pensando que, si el santo atendía sus plegarias, sus criadas se harían ricas y la abandonarían. Y prescindiendo esta vez de la intercesión del santo, imploró al propio Dios: «Señor, tú que estás en todas partes, óyeme. Todavía hay tiempo. Sin que se entere San Judas evita, por lo que más quieras, que me toque el gordo… ¡Mira que me quedo sin servicio, y eso es mucho más gordo todavía!». Cuando salieron de sus cuartos las tres criadas, hundidas como plañideras melancólicas, doña Sofía supo que su oración había sido escuchada. Y es que donde hay Patrón no manda marinero.
Que el Patrón que se conformó con volver a empezar contando con la mediocre naturaleza humana nos proteja de quienes pretenden reconstruir el mundo desde la nada. Feliz Navidad a todos mis lectores.
Artículo publicado en ABC el 24 de diciembre de 2016.
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