Aquella noche buena, buena de verdad
Estamos a las puertas de la noche buena. Es difícil imaginarse la escena, de tantas veces como nos la hemos imaginado. Juegan en contra los mil versos y poemas que nos lo han contado con lo mejor de las palabras de los hombres. Igual hicieron los pintores con su talento y los escultores pusieron sus gubias en danza para decirnos con formas y colores algo inaudito, insólito. ¿Y los músicos? También ellos lo han contado con sus notas, haciendo melodía la historia más bella jamás contada y sucedida.
Anónima donde las haya fue aquella escena: una joven mujer en trance de dar a luz a su pequeño, ante la intemperie de no encontrar lugar para semejante instante. Siendo como era casi niña, primeriza mamá, con el peso de todas las incertidumbres, confiada en la palabra que el mensajero de Dios le había dado, apoyada en la fidelidad discreta de José aquel carpintero bueno y justo que la acompañaba, que tanto y tan puramente la quería. La joven nazaretana Miriam, encontró en una especie de establo el lugar para que naciera el Mesías, Rey de todos los reyes.
Arriba en las majadas, el campo de los pastores no tenía mayor cosa extraordinaria aquella noche. La luz era distinta, tanto que ni siquiera la sabrían contar, ni dibujar, ni darle forma o componer para ella una música especial. Pero era luz. No sabían cómo, pero aquellas vidas quedaron iluminadas y encendidas con una claridad y una lumbre tan poderosas como tiernas y sin mentiras.
Una escena que traía toda la buena noticia que el mundo esperaba. Así de inesperado el modo con el que Dios quiso enviarnos al Salvador de nuestras vidas. Siglos después aquella escena tiene otros escenarios, pero Dios se hace nuevamente encontradizo en el hoy de nuestros días. También nosotros andamos en las mil derivas, sin lograr dar a luz un mundo en donde la paz y la justicia se besen como dice el profeta Isaías, en donde la gloria de Dios no se perciba como rival de nuestra dicha humana, en donde los hombres se sepan verdaderamente hermanos bajo la mirada del Padre de todos, a pesar de nuestras fugas pródigas o nuestras permanencias resentidas.
Navidad es el abrazo misterioso y misericordioso de Dios que viene a nuestra vida, como hace dos mil años, como cuando vuelva al fin de los tiempos, como en cada fecha y circunstancia se hace presente hoy para salvarnos. San Juan nos lo refiere al comienzo de su Evangelio con estremecedoras palabras: “la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Una imagen que muy bien podría comprender aquél Pueblo que sabía a lo largo de su historia lo que significa vivir a la intemperie y cobijarse en una tienda. La tienda era para el pastor, para el peregrino, para el viajante... un lugar de reposo y cobijo.
Dios es el que ha querido “acamparse” en todas nuestras intemperies, enviando a su propio Hijo como una tienda en la que entrar para cobijarnos de todos los descobijos pensables. Dios ha cambiado de dirección y domicilio viniéndose a nuestro barrio, a nuestra casa. Pese a todos los nobles esfuerzos y a los agotadores intentos de hacer un mundo nuevo, constatamos nuestra incapacidad de diseñar una tierra que sea por todos habitable, una tierra en la que las sombras de guerras, mentiras, corruptelas, tristezas, injusticias, muertes... no eclipsen el fulgor por el que sueñan los ojos de nuestro corazón.
Llega la noche buena, buena de verdad, que nos hace bondadosos recordando el suceso de entonces y acogiéndolo de nuevo en el aquí y ahora de nuestra vida. Como los pastores, dejémonos asombrar por los ángeles-enviados de hoy, y vayamos a adorar al Niño Dios, siendo sus testigos en medio de nuestros hermanos los hombres.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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