Foto de la Visita Pastoral a Sariego
Dentro de este año jubilar de la misericordia, hay una cita con la que el papa Francisco motiva la razón de ser de este evento: «en este Jubileo dejémonos sorprender por Dios. Él nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida. La Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios. Ella sabe que la primera tarea, sobre todo en un momento como el nuestro, lleno de grandes esperanzas y fuertes contradicciones, es la de introducir a todos en el misterio de la misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo» (Francisco, Misericordiae Vultus, n. 25).
Un año especial para algo extraordinario, que sin embargo es tan cotidiano que sucede todos los días. Dios nos quiere, nos espera, sale a nuestro encuentro para decirnos como nadie y para siempre que en su corazón hay latidos de ternura y misericordia. No es el gendarme que nos vigila para multarnos, ni el extraño que nos ignora y para el que nunca contamos. La misericordia es el nombre de Dios, como nos acaba de recordar el papa Francisco. Pero ese nombre tiene unos apellidos que nos ha querido confiar: que al hacernos de su propia familia, nosotros podamos contarlo a través de nuestras obras. Son las obras de misericordia que en el espíritu de nuestros sentimientos más nobles y en el cuerpo de nuestras intemperies todas, están testimoniando que hemos sido abrazados por Dios, porque Él nos esperaba a nuestra vuelta de todos nuestros devaneos pródigos, para introducirnos en la casa encendida de su propio hogar.
La vida consagrada contemplativa, cuya jornada “pro orantibus” se celebra en el domingo de la Trinidad, tiene como especial llamada precisamente vivir estas obras de misericordia dentro de su claustro, no como un confinamiento que aísla a monjes y monjas en su silencio y soledad monásticas, sino como ciudad que se pone sobre el monte para ser vista por todos, o como luz que arde en el candelero para que a todos alumbre y dé calidez. Estos hermanos y hermanas han recibido esa vocación de adentrarse en el secreto de Jesús haciendo de sus vidas lo mismo que hacía el Maestro y Señor: retirarse cada mañana de madrugada o cada tarde de anochecida para buscar un Rostro lleno de Belleza y henchido de Bondad, en el que resplandecía la misericordia que solo late en el Corazón de Dios.
Porque son contemplativos del mismo que Jesús nos enseñó a llamar Padre, por eso nuestros monjes y monjas en sus claustros son un testimonio vivo y un reclamo para quienes hemos sido llamados a testimoniar la misma misericordia en nuestras encrucijadas de caminos y nuestros pagos. No son miradas distintas las de los distintos ojos cristianos, ni menos aún un sinfín de misericordias de horizontes tan opuestos que terminan siendo extraños. Los que desde el claustro contemplativo miran y quienes desde los mil afanes también nos asomamos, tenemos una mirada complementaria y en esto radica nuestra diferencia.
Quizás los que nos hallamos en tantas idas y vueltas de acá para allá tenemos la imperiosa necesidad de purificar nuestra mirada cansada, confusa, con demasiadas sombras y demasiado poco asombrada. Es lo que nuestros hermanos contemplativos desde sus monasterios nos ofrecen como bálsamo y colirio que cura y abre nuestros ojos. Ellos contemplan el Rostro de la misericordia con mayúsculas. De eso son testigos. Rezamos para que lo sean siempre. Rezamos con ellos para que también nosotros lo seamos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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