Un regalo inesperado que siempre conmueve
Vuelve de nuevo esa escena que cada año me conmueve. No por vista tantas veces deja de tocarme el corazón como si no supiera sino estrenarla otra vez cada vez que sucede. Es una preciosa tradición que tenemos en Asturias esa de ordenar a los sacerdotes en el domingo de Pentecostés. Así lo han hecho los Arzobispos anteriores y con gozo y mucho gusto yo lo quiero mantener.
Un pequeño puñado de jóvenes se ponen en fila para escuchar de los labios de la Iglesia cómo Dios pronuncia sus nombres para decirles ¡ven! Han ido aquilatando de tantos modos y a través de varios años lo que acaso era tan sólo una inicial corazonada. Se han tenido que fajar para clarificar lo que era propiamente el destino de sus vidas según el corazón de Dios se lo iba confirmando con la ayuda de quienes les acompañaban en nombre de la Iglesia paso a paso. Certezas iniciales se habrán hecho duda en algunos tramos, o acaso los interrogantes de los comienzos se habrán ido transformando en indudables respuestas. Cosas que se aprenden, que se afianzan, mientras despacio se va aquilatando amorosamente la aceptación de cuanto les ha ido pidiendo quien más les quiere y ahora les llama.
Queda atrás toda esa pequeña o grande historia, con sus fechas, sus lugares, sus rostros y sus nombres. Poco a poco el horizonte se les ha hecho cercano, se les abrió el mapa de sus inmediatas andanzas y habrán soñado despiertos lo que significa ser sacerdote de Jesús para siempre.
¿Qué les pide el Señor? ¿Acaso sus lances más vistosos, esos momentos de sus vidas más revestidos de pura inocencia, de audaz coherencia, de compromiso a prueba de toda prueba? Ciertamente que todo eso se les pide al decirles ¡ven! con los labios de la Iglesia. Pero a Jesús también le interesa todo el resto: Él llama igualmente a los momentos lentos, a los que dejaron confusión o extrañeza, los momentos en donde la falta de la gracia pintó la vida con el color del pecado en un lienzo de vergüenza. Lo más noble y lo más pobre, todo eso les pedirá Jesús al llamarles para siempre a ser sus sacerdotes, igual que cuando uno se enamora lo hace abrazando por entero lo mejor y lo peor de la persona amada.
Tendrán que enseñar una Palabra más grande que ellos aunque la griten sus pequeños labios, y la enseñarán de veras si antes de predicarla la han escuchado ellos primero y la han guardado en el corazón, como hizo María: eso que Dios nos dice o eso que Dios nos calla. Tendrán que acercar la gracia a sus hermanos, como quien reparte con sus manos diminutas un Don que por ser el mismo Dios con su misericordia y su ternura no caben en ellas; pero santificarán así a sus hermanos con los sacramentos, si ellos los primeros son los que se ponen en la fila de la gracia como mendigos de tanto inmerecido regalo. Y tendrán que apacentar el rebaño que se les confiará ejerciendo así la potestad del servicio de quien vela por sus hermanos con esa misma entrega de la propia vida que se aprende mirando al Buen Pastor e imitando sus entrañas.
Es un regalo inmenso para nuestra Diócesis la ordenación de estos jóvenes hermanos como diáconos y como presbíteros, son los sacerdotes que el Señor nos regala de modo inmerecido pero que con humilde audacia no hemos dejado de pedirle que nos lo hiciera y que continúe haciéndolo. La mies es mucha, los obreros son pocos. Pero Dios sabe llamar a los que llama y sigue llamándonos cada día a los que hace años nos llamó. Que en unos y en otros encuentre Él la respuesta ilusionada de quien no se guarda nada. Es lo que pedimos como Iglesia diocesana: gracias por estos hermanos, que no cese tu llamada Buen Señor.
Un pequeño puñado de jóvenes se ponen en fila para escuchar de los labios de la Iglesia cómo Dios pronuncia sus nombres para decirles ¡ven! Han ido aquilatando de tantos modos y a través de varios años lo que acaso era tan sólo una inicial corazonada. Se han tenido que fajar para clarificar lo que era propiamente el destino de sus vidas según el corazón de Dios se lo iba confirmando con la ayuda de quienes les acompañaban en nombre de la Iglesia paso a paso. Certezas iniciales se habrán hecho duda en algunos tramos, o acaso los interrogantes de los comienzos se habrán ido transformando en indudables respuestas. Cosas que se aprenden, que se afianzan, mientras despacio se va aquilatando amorosamente la aceptación de cuanto les ha ido pidiendo quien más les quiere y ahora les llama.
Queda atrás toda esa pequeña o grande historia, con sus fechas, sus lugares, sus rostros y sus nombres. Poco a poco el horizonte se les ha hecho cercano, se les abrió el mapa de sus inmediatas andanzas y habrán soñado despiertos lo que significa ser sacerdote de Jesús para siempre.
¿Qué les pide el Señor? ¿Acaso sus lances más vistosos, esos momentos de sus vidas más revestidos de pura inocencia, de audaz coherencia, de compromiso a prueba de toda prueba? Ciertamente que todo eso se les pide al decirles ¡ven! con los labios de la Iglesia. Pero a Jesús también le interesa todo el resto: Él llama igualmente a los momentos lentos, a los que dejaron confusión o extrañeza, los momentos en donde la falta de la gracia pintó la vida con el color del pecado en un lienzo de vergüenza. Lo más noble y lo más pobre, todo eso les pedirá Jesús al llamarles para siempre a ser sus sacerdotes, igual que cuando uno se enamora lo hace abrazando por entero lo mejor y lo peor de la persona amada.
Tendrán que enseñar una Palabra más grande que ellos aunque la griten sus pequeños labios, y la enseñarán de veras si antes de predicarla la han escuchado ellos primero y la han guardado en el corazón, como hizo María: eso que Dios nos dice o eso que Dios nos calla. Tendrán que acercar la gracia a sus hermanos, como quien reparte con sus manos diminutas un Don que por ser el mismo Dios con su misericordia y su ternura no caben en ellas; pero santificarán así a sus hermanos con los sacramentos, si ellos los primeros son los que se ponen en la fila de la gracia como mendigos de tanto inmerecido regalo. Y tendrán que apacentar el rebaño que se les confiará ejerciendo así la potestad del servicio de quien vela por sus hermanos con esa misma entrega de la propia vida que se aprende mirando al Buen Pastor e imitando sus entrañas.
Es un regalo inmenso para nuestra Diócesis la ordenación de estos jóvenes hermanos como diáconos y como presbíteros, son los sacerdotes que el Señor nos regala de modo inmerecido pero que con humilde audacia no hemos dejado de pedirle que nos lo hiciera y que continúe haciéndolo. La mies es mucha, los obreros son pocos. Pero Dios sabe llamar a los que llama y sigue llamándonos cada día a los que hace años nos llamó. Que en unos y en otros encuentre Él la respuesta ilusionada de quien no se guarda nada. Es lo que pedimos como Iglesia diocesana: gracias por estos hermanos, que no cese tu llamada Buen Señor.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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