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lunes, 14 de diciembre de 2015

Homilía en el comienzo del Año Jubilar de la Misericordia


Querido hermano Juan Antonio, obispo electo de Astorga, señor Vicario General y demás sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano. Diáconos, miembros de la vida consagrada, seminaristas, hermanos y hermanas en el Señor. Que la Paz se escuche en vuestros labios y el Bien brote a raudales de vuestras manos benditas.

Tenemos ante nosotros este trozo de historia que Dios ha querido confiarnos. Miramos de un lado para otro y a menudo nuestros ojos se empañan. Hay cosas realmente bellas cuya claridad nos bendice y otras aparecen mohínas con sus nubes oscuras. Tenemos sentimientos encontrados cuando nuestro corazón se pone a dar gracias por tantos dones inmerecidos, sin que nos falten motivos en los que se nos arruga la vida como si fuésemos víctimas de algún maleficio. Así, lo que un día fue regalo y nos hizo acariciar la dicha de pronto se esfuma o caduca sin previo aviso como si no hubiera salida.
Podemos serenamente decir que es dura la vida cuando nos golpea con su pedernal más impenetrable. Son muchos los moratones que pueden quedarnos en este trasiego de sobrevivir cuando hay tantas razones, siempre demasiadas, para firmar una tregua de paz que ponga sosiego y disipe las negruras en el resuello de nuestros respiros. No es algo de nuestro tiempo y que tan sólo a nuestra generación atañe, sino que aquellos primeros cristianos de hace veinte siglos también tuvieron que vivir sus preguntas y cuidar sus certezas en la espera de una promesa que Dios había hecho a su pueblo. Ellos lo vivieron de modo apasionado y sin inercias. Ellos lo cantaban como un eleva un grito, lo gritaban como se susurra un canto, pidiendo al Señor que viniese a abrazarlos, a sostenerlos, a encender una luz que ellos no hallaban, para sentir un cobijo que jamás encontraban. Y lo decían con toda la historia de aquel pueblo fiel al que pertenecían: ¡ven, Señor! Era el adviento de siempre que siempre nos convoca para estrenar de veras una esperanza que no engaña ni defrauda.

Pero la dureza que tiene tantos nombres, que empuja más y más nuestros ensueños hacia el abismo de la desconfianza y la tristeza, no goza de la última palabra en nuestra vida. Ha habido quien ha venido a escribir de modo nuevo ese relato que tan terca y temidamente tantas veces nos embarga. Dios ha querido poner una sonrisa limpia e inocente en el rictus de nuestras heridas, allí donde tantas cosas nos duelen. Como un buen padre no deja de asomarse cada mañana para ver si regresamos de nuestros pródigos caminos perdidos, y sueña cotidianamente que nos ve venir de lejos, y corriendo a nuestro encuentro anticipa el abrazo deseado, nos llena de besos y nos viste de la fiesta que no acaba. Es la historia más hermosa siempre inacabada que vuelve a ser sucedida cuando Dios nos la narra en el corazón poniendo al sol nuestra esperanza. El nombre de esa trama bendita que pone en jaque la dureza impía que tanto nos asusta y nos daña, es la misericordia entrañable de Dios que nunca se cansa de estar con nosotros empezando siempre. Quien nos la narra tiene ese latido en su divino Corazón tan lleno de una dulce entraña que a misericordia eterna sabe.
El Papa Francisco nos ha convocado a un año jubilar extraordinario que hoy comienza en todas las Diócesis como el día de la Inmaculada se abrió en Roma.Demasiadas losas nos caen encima cuando la crisis económica nos atenaza, o se nos rompe lo que más hemos amado, o nos cansan los recuentos de encuestas electorales que nunca se acaban, o se dibuja con preocupación un horizonte violento de terror y fanatismo con todas sus amenazas. Es entonces cuando miramos la misericordia como ese modo con el que Dios nos quiere seguir acompañando a todos sus hijos con su mano tierna y su atenta mirada.
El Papa ha explicado este jubileo especial como «un Año Santo extraordinario para vivir en la vida de cada día la misericordia que desde siempre el Padre dispensa hacia nosotros. Dejémonos sorprender por Dios. Él nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida. La Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios. Su vida es auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio. Ella sabe que la primera tarea, sobre todo en un momento como el nuestro, lleno de grandes esperanzas y fuertes contradicciones, es la de introducir a todos en el misterio de la misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo» (MV 25).

Este comienzo jubilar ha querido la divina Providencia que coincida con el tercer domingo de adviento, cuando la Iglesia mira precisamente con la virtud de la alegría la Navidad ya cercana como un verdadero motivo de nuestra verdadera fiesta. La alegría es un indicio veraz de que una persona sabe ver las cosas sin que lo que contemple le destruya o le amargue aunque no sea fácil de mirar. La alegría no es una mueca del rostro, no es algo postizo que se alquila o se presta, sino que responde a la paz interior de quien mira sin miedo las circunstancias cotidianas, de quien sabe que también él es mirado con ojos de bondad y que unas manos providentes sostienen su vida encendiendo una esperanza cierta en su alma. No es el contento fugaz ni la ensayada chacota, sino la alegría verdadera que hace rebosar el corazón con una leticia sin trampa que se corresponde del todo con tu humilde verdad. De esta alegría habla la palabra de Dios en este tercer domingo de Adviento.
Ya el profeta Sofonías nos introduce un hermoso canto lleno de audacia y provocación, por el que Dios mismo sale al encuentro de un pueblo humillado por sus incoherencias y pecados. Pero el Señor no desea el hundimiento fatal de su pueblo y de nuevo le propone la alegría como fruto de su misericordia entrañable: ha borrado su condena, ha dispersado a quienes le perseguían como enemigos, se alegra con tu alegría con un júbilo que hace de sus días un momento de fiesta.
Es muy importante esperar al Esperado en esos caminos que son los que El frecuenta, los caminos por los que El nos invita a recorrer nuestra historia personal y comunitaria. Es lo que en el Evangelio nos ha explicado Juan Bautista sobre la conversión cristiana: no podemos esperar a Dios... desesperando al prójimo, no podemos pretender acoger a Jesús, rechazando al hermano. Porque la acogida de ese Dios que se nos hizo encontradizo en aquel primer adviento hace casi dos mil navidades, no es un encuentro individual con un Dios privado. 

La gente que preguntaba al Bautista: “¿qué tenemos que hacer?” (Lc 3,10), se encontró con una respuesta acaso insólita: no os aisléis de los demás, porque si Dios viene, si el Mesías va a ser la promesa cumplida, no es para que tengáis una sobredosis de alegría egoísta. ¿Que qué tenéis que hacer? Pues, «quien tenga dos túnicas, que las reparta con quien no tiene; y el que tenga comida haga lo mismo» (Lc 3, 11). E incluso a unos soldados les dirá: «no hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias, sino contentaos con vuestra paga» (Lc 3, 14). Termina el Evangelio diciendo que «añadiendo otras muchas otras, exhortaba al pueblo y le anunciaba la Buena Noticia» (Lc 3, 18). Una buena noticia que llenará de alegría, de esperanza, esas de las que aquella humanidad, como la de siempre tenía nostalgia cuando diariamente soportaban la pesadilla de sueños que se acaban.
El mundo necesita de la Alegría con mayúsculas, que no sufra la precariedad de tantas esperanzas frustradas ni el desencanto de tantos logros baldíos. La Alegría, la Buena Noticia, se ha hecho para nosotros rostro y camino en Jesucristo, aquél que vino, que viene y que vendrá. Y los cristianos somos testigos de esa Alegría sin ocaso y sembradores de esa esperanza sin engaño, cuando deseamos que aquello que sucedió hace dos mil años siga sucediendo ahora. Esta es la Buena Noticia que nos conduce y prepara a la Bienaventurada Navidad.

Fue en un domingo tercero de Adviento cuando hace ya doce años fui consagrado obispo. Para mí es una fecha imborrable. No dejéis de rezar por este hermano vuestro. Pero hoy en nuestra Diócesis de Oviedo, al tiempo que iniciamos el jubileo en torno a la misericordia, también celebramos un doble motivo que no es ajeno. En primer lugar la ordenación de tres diáconos en esta Eucaristía. Uno de ellos dará un paso más en su camino hacia el sacerdocio como miembro de la Asociación Lumen Dei. Esta benemérita comunidad que ha atravesado dificultades complejas y que ahora camina dócil en obediencia a la Iglesia del Señor, la Santa Sede nos la ha confiado situando en nuestra Diócesis su lugar canónico de crecimiento y discernimiento. Bienvenidos sean estos hermanos a los que queremos saber acompañar para que respondan fielmente a la vocación que han recibido desde su carisma particular. Este diácono transitorio, el Hno. Ernesto Schnaas Linss a cuya familia saludamos al igual que a todos sus compañeros de comunidad, seguirá haciendo su itinerario de respuesta a la llamada recibida y pedimos para él que sea el día de mañana, un mañana ya cercano, un santo sacerdote para bien de todos cuantos Dios ponga bajo su cuidado pastoral.

Pero hay otros dos hermanos que esta tarde serán ordenados igualmente. Se trata de los dos primeros diáconos permanentes de nuestra Diócesis ovetense. Ellos responden a una llamada que desde su vocación bautismal y matrimonial han ido poco a poco madurando. Fueron llamados a la vida, a la fe y al amor para formar una familia que Dios ha bendecido con hijos. Paulatinamente ha ido naciendo la inquietud que luego se verificó como auténtica vocación para servir a Dios en el ministerio diaconal entregándose a los hermanos. Ellos no han sido llamados al ministerio presbiteral, pero sí a dar el alto testimonio de la caridad desde su ministerio como diáconos. Se les confiará este servicio que pasa por la unción con la imposición de las manos que ahora les impondré como obispo.
Es la caridad de quien se sabe enviado a los hermanos para curar sus heridas sean cuales sean sus cuidados necesarios, el anuncio de la Palabra de Dios como una verdadera Buena Noticia que el Señor pone en sus labios, la formación de los cristianos y comunidades que la Iglesia les confiará para ahondar en una catequesis renovada en la que sigan creciendo y madurando. Con vosotros dos como diáconos permanentes, Juan y Alberto, junto al sí de vuestras esposas María del Mar y María y a vuestras familias, nuestra Diócesis de Oviedo recibe un inmenso e inmerecido regalo, y sois la primera entrega bendita con la que Dios allegará ese mensaje de alegría del que hoy nos habla la liturgia y esa misericordia que preside el año jubilar que ahora da comienzo.

Ser diácono es vivir en hondura el ministerio, es decir, el servicio. Jesús el Señor es también para vosotros modelo y camino. Que no haya lágrima que no encuentre en vuestro ministerio un consuelo; que no haya pregunta que no halle en vuestro servicio un atisbo de respuesta. Todo cuanto hasta hoy habéis vivido en el seno de vuestras familias y en la comunidad cristiana que os ha acompañado en parroquias, hoy se hace envío diocesano lleno de esperanza, alegría y misericordia.

Finalmente, nuestra Diócesis hoy tiene una palabra llena de agradecimiento ante un querido, muy querido hermano que nos deja: Mons. Juan Antonio Menéndez Fernández. Fue y sigue siendo un don para todos como cristiano de esta Iglesia particular, como diácono y sacerdote después, como obispo auxiliar este puñado de años tan breves de contar. El Papa Francisco ha nombrado nuevo obispo de la diócesis vecina de Astorga a Mons. Juan Antonio y el próximo sábado 19 de diciembre tomará posesión de su nueva sede, mi buen amigo y mi buen hermano desde que llegué a Asturias hace ahora casi seis años. La archidiócesis de Oviedo y este arzobispo necesitábamos un obispo auxiliar por tantos motivos. Lo pedí al papa Benedicto XVI y él me lo concedió sin decirme todavía quién sería el asignado. En el ínterin hubo cambio de Pontífice, pero no se interrumpió la promesa que ya estaba concedida. Por eso, a los pocos meses de comenzar su pontificado, sería el papa Francisco quien plasmaría con el nombramiento de D. Juan Antonio la gracia que yo había pedido a la Iglesia de contar con un hermano auxiliador y cercano.
Han sido tan sólo dos años y medio, pero en los que hemos podido vivir mutuamente ese regalo de sabernos acompañar en el Señor. Donde no llegaba yo -¡tantos sitios!-, él alcanzaba a llegar. Lo que no sabía yo -¡tantas han sido y son mis ignorancias!-, en él Dios me lo enseñaba. Cuantas cosas no podía por mí mismo, Juan Antonio hacía factible lograrlo. No puedo ni debo dar sino mi más sentido gracias con un rendido amén al misterioso devenir de los hilos con los que Dios teje la historia. Pero doy público testimonio de cómo siendo distintos ambos, desde que nos conocimos ha habido un reconocimiento sencillo y gozoso del don de sabernos hermanos. La fraterna amistad se hacía misión en el ministerio episcopal mirando el bien de la Iglesia. En esta Provincia eclesiástica de Oviedo en la que nuestras Diócesis asturiana y la astorgana siguen unidas, continuaremos haciendo el camino cristiano de seguir ayudándonos. Ahora le decimos adiós aunque el pañuelo de silencio cueste tanto agitarlo en esta hora del partir, le acompañaremos en ese viaje de ida… dejando a buen recaudo el camino de regreso para que no se olvide él de volver aquí cuantas veces necesite y desee en esta su casa para siempre abierta.

Estos son los motivos que enmarcan este momento tan señalado en este instante presente, cuando la Iglesia nos invita a la alegría, nos emplaza a la misericordia, nos regala a estos tres diáconos y nos desliza la despedida de un querido hermano. Dios sea bendito por tantas cosas con las que escribe nuestra historia en el libro de la vida. Que Él y nuestra Madre la Santina de Covadonga nos guarden y siempre nos bendigan.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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