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martes, 15 de diciembre de 2015

Entrar por la Puerta de la Misericordia. Por Monseñor José Ignacio Munilla


En la homilía pronunciada por el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro del Vaticano, al inicio de este Jubileo de la Misericordia, escuchamos de sus labios las siguientes palabras: “Entrar por la puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre, que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno”.

Fijémonos en la expresión: “Entrar por la puerta significa «descubrir la profundidad» de la misericordia de Dios”. El misterio de Dios es para nosotros tan cercano como entrañable; pero, a su vez, inabarcable. Por mucho que hayamos escuchado desde pequeños que Dios es amor, y que es infinitamente misericordioso, no terminamos de percatarnos del significado de estas expresiones. Nos vienen a la mente las palabras de San Pablo en la Carta a los Efesios, en las que pide la luz del Espíritu Santo para que lleguemos a entender cuál es la “anchura y la longitud, la altura y la profundidad” (Ef 3, 18) del amor de Cristo.

Un primer paso de aproximación hacia este misterio lo tenemos en la invitación que Cristo nos hace a ser misericordiosos: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6, 36). En efecto, hay cosas que no pueden ser suficientemente entendidas desde la mera teoría, sino que necesitan ser experimentadas para ser comprendidas. Una de ellas es, sin duda alguna, la misericordia. Nuestra meta en este Jubileo no es comprender qué es la misericordia, sino llegar a experimentarla.

Pues bien, la Iglesia ha concretado la invitación de Jesús a practicar la misericordia mediante las obras de misericordia: corporales y espirituales. Las obras de misericordia corporales son siete: visitar a los enfermos; dar de comer al hambriento; dar de beber al sediento; dar posada al peregrino; vestir al desnudo; visitar a los presos; enterrar a los difuntos. Por su parte, las obras de misericordia espirituales, que también son siete, son las siguientes: enseñar al que no sabe; dar buen consejo al que lo necesita; corregir al que se equivoca; perdonar al que nos injuria; consolar al triste; sufrir con paciencia los defectos del prójimo; rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.

Todos y cada uno de nosotros tenemos tanta necesidad de recibir como de dar misericordia. Se trata de algo constitutivo de la identidad y de la vocación del cristiano. Y para ello es importante que no percibamos la misericordia de una manera parcial o reductiva, sino en toda su integridad, tal y como la propone la Iglesia.

En primer lugar, la misericordia abarca las necesidades más materiales y perentorias del ser humano; pues somos de carne y hueso, y no espíritus puros, como los ángeles. Más aún, el relato del juicio final que leemos en el capítulo 25 de san Mateo, pone en boca de Dios la sentencia de salvación o condenación en los siguientes términos: “Tuve hambre y me disteis –no me disteis– de comer”; “tuve sed y me disteis –no me disteis– de beber”; “era forastero y me acogisteis –no me acogisteis–”; “estaba desnudo y me vestisteis –no me vestisteis–”; “enfermo, y me visitasteis –no me visitasteis–”; “en la cárcel, y vinisteis –no vinisteis– a verme”. En definitiva, nada de lo que acontece al hombre es indiferente para Dios, ni lo debe ser tampoco para nosotros. Recordemos lo que dice el discípulo amado del Señor en la primera de sus cartas: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1 Jn 3, 17).

En segundo lugar, el ejercicio de las obras de misericordia abarca también la dimensión psico-espiritual del hombre. El cristianismo no es un espiritualismo desencarnado, pero tampoco es un pragmatismo materialista. Como decía la beata Madre Teresa de Calcuta: “La más terrible pobreza es la soledad y el sentimiento de no ser amado”. Las carencias afectivas se están revelando, en nuestros días, como una de las mayores heridas que dificultan o imposibilitan la felicidad. Al mismo tiempo, es importante entender que la actual emergencia afectiva, va acompañada de una emergencia educativa. Si preocupante es la pobreza de la soledad, no lo es menos la pobreza de la falta de sentido. Es muy significativa la insistencia de las obras de misericordia espirituales a este respecto: “Enseñar al que no sabe; dar buen consejo al que lo necesita; corregir al que yerra…”.

Dicho de otro modo, las obras de misericordia no pueden limitarse a socorrer a nuestro prójimo en sus necesidades materiales, (¡eso sería un mero asistencialismo!), sino en dar “Amor” y “Verdad”. Ambas realidades son inseparables: el amor y la verdad. Un amor sin verdad, es mero sentimentalismo. Una verdad sin amor es crueldad. Nuestro mundo necesita amor en la verdad; porque el amor, o es exigente, o no es amor. Como decía el entonces todavía arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio: “Ser corregido una y otra vez es signo de mayor misericordia”. (Recordemos: “corregir al que yerra, dar buen consejo al que lo necesita…”).

En tercer lugar, todavía existe una postrera dimensión de la misericordia, cual es la dimensión espiritual-religiosa. No en vano, la última de las obras de misericordia espirituales consiste en “rezar a Dios por vivos y difuntos”. En el número 200 de la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, el Papa Francisco afirma: “La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual“. Y a nuestro Papa emérito, Benedicto XVI, le gustaba repetir a los jóvenes: “Quien no da a Dios, da muy poco”.

Por ello, el Jubileo de la Misericordia tiene en el sacramento de la confesión un medio decisivo para “entrar por la Puerta de la Misericordia”: acoger la misericordia de Dios, para poder transmitirla; ya que nadie puede dar lo que no ha recibido. Solo así podremos vivir el lema del Jubileo: “Misericordiosos como el Padre”. Mención especial merece el testimonio de nuestro Papa confesándose ante los ojos del mundo, y administrando personalmente el sacramento del perdón a los fieles, allá por donde va. Así lo vimos recientemente en su último viaje a África.

El redescubrimiento del valor de la oración será también un importante termómetro de la intensidad con la que vivamos el Jubileo. Precisamente, impresiona comprobar la insistencia y tenacidad con las que el Papa Francisco nos pide que recemos por él. Y ni que decir tiene, que esa necesidad de oración la tenemos todos. No tengamos miedo de que nuestra oración sea una evasión; porque el verdadero orante se encontrará con aquello de lo que huye, recibiendo la fuerza divina para afrontar el reto de la vida en todas sus dimensiones.

“¡Que María, Madre de Misericordia, nos ponga en el corazón la certeza de que somos amados por Dios! ¡Que esté cerca de nosotros en los momentos de dificultad y nos done los sentimientos de su Hijo, para que nuestro itinerario sea experiencia de perdón, de acogida y de caridad!” (Papa Francisco) Os deseo a todos que entréis por la Puerta de la Misericordia, con gran esperanza y alegría plena. ¡Feliz Jubileo de la Misericordia!

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