El árbol de la paz
Se asomó a la ventana como cada domingo. Francisco recitó con su pueblo numeroso la oración del Ángelus, habiendo comentado antes con brevedad el evangelio del día donde Jesús explica las bienaventuranzas: el Reino de Dios se parece a quien ha encontrado algo precioso, entonces vende lo que tiene para comprar el campo en donde está ese tesoro escondido. Hasta aquí nada de extraordinario. El Papa estaba sereno, se le veía descansado, y dijo las cosas con la sencillez acostumbrada.
Acabada la oración, como suelen hacer los Papas, añadió algo que tiene que ver con la más corriente actualidad, doliente en este caso. Reconozco que me impactó lo que decía, como lo decía, y la voz quebrada y conmovida con la que nos rogaba algo sin duda importante. Recordó la triste efeméride de cumplirse cien años del comienzo de la Primera Guerra europea, en 1914. Siempre que los hombres hemos creído que el conflicto bélico y el recurso a la violencia puede solucionar algo, hemos nuevamente comprobado lo inútil que resulta, lo dañino e irreparable que es la guerra y la violencia en cualquiera de sus formas. Estas fueron sus emocionadas palabras:
«Mañana se cumple el centésimo aniversario del estallido de la Primera Guerra Mundial, que causó millones de víctimas e inmensas destrucciones. Este conflicto, que el Papa Benedicto XV calificó como “inútil masacre”, desembocó, después de cuatro largos años, en una paz que resultó más frágil. Al tiempo que recordamos este trágico suceso, expreso el anhelo de que no se repitan los errores del pasado, sino que se recuerden las lecciones de la historia, haciendo que prevalezcan siempre las razones de la paz, mediante un diálogo paciente y valiente.
En particular, hoy mi pensamiento se dirige hacia tres áreas de crisis: la de Oriente Medio, la iraquí y la ucraniana. Les pido que sigan uniéndose a mi oración para que el Señor conceda a las poblaciones y a las autoridades de esas áreas la sabiduría y la fuerza necesarias para llevar adelante con determinación el camino de la paz, afrontando toda contienda con la tenacidad del diálogo y de la negociación y con la fuerza de la reconciliación. Que no se pongan en el centro de cada decisión los intereses particulares, sino el bien común y el respeto de cada persona. ¡Recordemos que todo se pierde con la guerra y nada se pierde con la paz! Hermanos y hermanas, ¡nunca la guerra!. Pienso sobre todo en los niños a los que se les arrebata la esperanza de una vida digna, de un futuro: niños muertos, niños heridos, niños mutilados, niños huérfanos, niños que tienen como juguetes residuos bélicos, niños que no saben sonreír ¡Deteneos por favor! ¡Os lo pido con todo el corazón! ¡Es hora de detenerse!»
Me viene la imagen del Papa junto a los dos jefes de gobierno de Israel y Palestina, haciendo oraciones y discursos mientras plantaban un árbol como símbolo de la paz que hay que cuidar y compartir en una tierra común que debe regarse no con sangre sino con esperanza. Y cómo tan pronto, el gesto y la plegaria han resultado demasiado fugaces. Pero el Papa ha vuelto a decirlo: todo se pierde con la guerra y nada se pierde con la paz. No puedo por menos que hacer mías, con gratitud y conmoción también yo, esas palabras del Papa Francisco. Y como franciscano, pedir al Señor junto al Sucesor de Pedro, que podamos ser en verdad instrumentos de la Paz. Cada cual sabe dónde están sus conflictos, cuáles son sus declaraciones de guerra y cómo se llaman sus enemigos. Sólo los que trabajan por ella serán llamados hijos de Dios.
Acabada la oración, como suelen hacer los Papas, añadió algo que tiene que ver con la más corriente actualidad, doliente en este caso. Reconozco que me impactó lo que decía, como lo decía, y la voz quebrada y conmovida con la que nos rogaba algo sin duda importante. Recordó la triste efeméride de cumplirse cien años del comienzo de la Primera Guerra europea, en 1914. Siempre que los hombres hemos creído que el conflicto bélico y el recurso a la violencia puede solucionar algo, hemos nuevamente comprobado lo inútil que resulta, lo dañino e irreparable que es la guerra y la violencia en cualquiera de sus formas. Estas fueron sus emocionadas palabras:
«Mañana se cumple el centésimo aniversario del estallido de la Primera Guerra Mundial, que causó millones de víctimas e inmensas destrucciones. Este conflicto, que el Papa Benedicto XV calificó como “inútil masacre”, desembocó, después de cuatro largos años, en una paz que resultó más frágil. Al tiempo que recordamos este trágico suceso, expreso el anhelo de que no se repitan los errores del pasado, sino que se recuerden las lecciones de la historia, haciendo que prevalezcan siempre las razones de la paz, mediante un diálogo paciente y valiente.
En particular, hoy mi pensamiento se dirige hacia tres áreas de crisis: la de Oriente Medio, la iraquí y la ucraniana. Les pido que sigan uniéndose a mi oración para que el Señor conceda a las poblaciones y a las autoridades de esas áreas la sabiduría y la fuerza necesarias para llevar adelante con determinación el camino de la paz, afrontando toda contienda con la tenacidad del diálogo y de la negociación y con la fuerza de la reconciliación. Que no se pongan en el centro de cada decisión los intereses particulares, sino el bien común y el respeto de cada persona. ¡Recordemos que todo se pierde con la guerra y nada se pierde con la paz! Hermanos y hermanas, ¡nunca la guerra!. Pienso sobre todo en los niños a los que se les arrebata la esperanza de una vida digna, de un futuro: niños muertos, niños heridos, niños mutilados, niños huérfanos, niños que tienen como juguetes residuos bélicos, niños que no saben sonreír ¡Deteneos por favor! ¡Os lo pido con todo el corazón! ¡Es hora de detenerse!»
Me viene la imagen del Papa junto a los dos jefes de gobierno de Israel y Palestina, haciendo oraciones y discursos mientras plantaban un árbol como símbolo de la paz que hay que cuidar y compartir en una tierra común que debe regarse no con sangre sino con esperanza. Y cómo tan pronto, el gesto y la plegaria han resultado demasiado fugaces. Pero el Papa ha vuelto a decirlo: todo se pierde con la guerra y nada se pierde con la paz. No puedo por menos que hacer mías, con gratitud y conmoción también yo, esas palabras del Papa Francisco. Y como franciscano, pedir al Señor junto al Sucesor de Pedro, que podamos ser en verdad instrumentos de la Paz. Cada cual sabe dónde están sus conflictos, cuáles son sus declaraciones de guerra y cómo se llaman sus enemigos. Sólo los que trabajan por ella serán llamados hijos de Dios.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo