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viernes, 27 de septiembre de 2013

Tocar la campanilla en la Consagración

 
Cuando yo era monaguillo, y empecé con apenas siete años, recuerdo lo que era el momento de la consagración en la misa. Se destacaba especialmente con dos signos de los que seguramente los menos jóvenes guardan memoria: la colocación de una palmatoria con la vela encendida en el altar, y por supuesto las campanillas en la elevación. Señales que anunciaban que allí iba a suceder, estaba sucediendo, algo grande. Por supuesto, todos de rodillas.

Qué bien lo saben los escenógrafos y los actores. Las cosas se comunican con las palabras, los gestos, la música, la luz ambiental. Buscamos detalles que “ayuden”. Una parroquia de Barcelona contaba que para su grupo de oración cuidaban los detalles: iluminación, icono, varitas de incienso, cojines… Mientras, lo más grande de la liturgia católica, la consagración, la transustanciación, se fue desprendiendo de toda señal que ayudara a comprender la grandeza del momento.


Para empezar desapareció el toque de la campanilla supongo que en aras de acabar con lo que parecía antiguo, y lo de arrodillarse quedó en desuso porque uno no anda por la vida arrodillándose delante de su padre. Si a eso se añadía unos vasos litúrgicos que más que pobres eran feos de narices, la omisión de la genuflexión del sacerdote y una elevación casi imperceptible, pues se quedaba en nada, mientras que la previa procesión de ofrendas se convertía en todo un despliegue y la posterior paz en otro aún mayor si cabe. La consagración, en medio, casi como un detallito que no se puede obviar.

El centro de la celebración no puede estar en la procesión de ofrendas, algo meramente utilitario, ni en el darse la paz, del todo opcional, ni en el sermón de campanillas. El centro es el sacrificio de Cristo que se entrega, se da y se hace presente en la consagración. Luego es el momento que debe acaparar miradas y corazones.

No es complicado. Una comunidad que se arrodilla, las palabras de la consagración pronunciadas con claridad y firmeza, la pequeña inclinación del celebrante al pronunciarlas, una elevación solemne, la genuflexión posterior pausada, sentida. Necesitamos dotar a nuestros templos de vasos sagrados dignos (ojo, digo dignos y bellos, no necesariamente caros, que no es lo mismo) y recuperar, por qué no, otros detalles.
En la parroquia hacemos sonar la campanilla en la consagración. Tanto en misas dominicales como en las sencillas de diario. No es nada difícil. Siempre habrá algún laico que desde su mismo asiento se encargue de ello. Impresiona el resultado. Esta mañana he celebrado la primera misa a las 7:30 h. Apenas veinte personas, que no está nada mal. Una misa rezada, muy simple. Pues en el silencio de la mañana impresiona el sonido de la campanilla en la consagración. Se nota.

Es verdad que se sabe. Es verdad que la consagración es lo que es con campanilla o sin ella. Pero hay sonidos que te acercan a Dios, por ejemplo, las campanas, por ejemplo, esa campanilla.
Es algo facilito, además la gente lo hace de muy buena voluntad. Y se nota. Se crea un ambiente denso, solemne, intenso. Cristo está aquí.
Jorge Glez. Guadalix

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