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sábado, 6 de abril de 2013

Domingo de la Divina misericodia

Por el Rvdo. Guillermo Juan Morado
 
El Señor Resucitado se encuentra con los suyos y les comunica el Espíritu Santo para que puedan cumplir la misión de perdonar los pecados, siendo instrumentos de la misericordia de Dios: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20,22).

El Concilio de Trento enseña que “por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados para reconciliar a los fieles caídos en pecado después del Bautismo”.

La fuente de todo perdón es el Padre de la misericordia, que “realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia” (Catecismo 1449).

La misericordia es el amor del Padre; un amor paciente y benigno; un amor fiel y más poderoso que el pecado y que la muerte. Juan Pablo II decía que “precisamente porque existe el pecado en el mundo (…), Dios que «es amor» no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia”; es decir, como amor que perdona, que mantiene la fidelidad a pesar de las infidelidades de los hombres. Y Benedicto XVI nos ayuda a comprender el alcance infinito de esta fuerza divina al comentar: “Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”.
 

La misericordia de Dios pone un límite al mal. Esta verdad la vemos reflejada en la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, en su Pascua. En la Cruz del Salvador Dios sale misericordiosamente al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: el pecado y la muerte. Jesús, el Inocente, carga sobre sí todo el terrible peso del pecado y lo “desactiva” con su obediencia. Con su propia muerte, vence a la muerte. Con su Resurrección, prueba que la misericordia de Dios es más fuerte que toda la fuerza del mal.

Por eso Cristo vivo, Testigo por antonomasia de la misericordia del Padre, saluda a los suyos, por tres veces, con la paz: “Paz a vosotros”. La misericordia de Dios es capaz de disipar el miedo; es capaz de sustentar e impulsar la misión de la Iglesia, y es capaz de vencer las dudas que impiden pasar de incrédulo a creyente.

Comunicando el Espíritu Santo, el Señor derrama en nuestros corazones el don del Amor, cuyo primer efecto es la remisión de nuestros pecados, para que en cada uno de nosotros se produzca una auténtica “resurrección espiritual”, una vuelta a la amistad con Dios. La misión de la Iglesia es, por voluntad de Cristo, ser dispensadora de la misericordia divina. Particularmente en el sacramento de la Penitencia, en el que “cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado” (Juan Pablo II).


Reconocer, en la fe, al Señor resucitado, equivale a proclamar la clemencia del Señor, a contemplar su costado traspasado, a dirigirnos con confianza y agradecimiento al Corazón de Cristo donde vemos la encarnación de la misericordia de Dios.
 

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