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martes, 17 de junio de 2025

Rica, de éxito y caprichosa: así era la asturiana que lo dejó todo para evangelizar en los cortijos de Málaga

(El Debate) Era agraciada y, sobre todo, muy expresiva. Siempre llamó la atención, de los que la veían por primera vez, la viveza de su mirada y su conversación… La inteligencia era muy poderosa… Generalmente era cabeza de pandilla por ‘aclamación tácita’ y a todos arrastraba. Caprichosa era mucho, más que veleidosa… Fue siempre cariñosa y estaba pendiente de lo que agradaba a los demás… La cualidad más saliente en ella fue la grandeza de alma… La humildad la tenía ‘in radice’, como demostró en los arranques en que tuvo que vencerse heroicamente… De orgullo no había nada…». Así definía su hermano mayor a María Isabel González del Valle Sarandeses, la decimosegunda de los quince hijos del matrimonio formado por Don Anselmo y Doña María Dolores.

El pasado viernes se presentó en Málaga el primer libro que recoge su biografía, después de que su proceso de beatificación fuera incoado en noviembre de 2023. La obra, publicada por la editorial Homo Legens, lleva por título Estoy enamorada del Señor, y su autor es el sacerdote Alberto González Chaves, doctor en Teología Espiritual. El prólogo de la misma está redactado por el arzobispo de Oviedo, monseñor Jesús Sanz Montes, OFM.

Había nacido, precisamente, en Oviedo, el 2 de julio de 1889, de familia acaudalada, y su educación fue esmerada y profundamente cristiana. Sorprende ver la cantidad de fotos que se conservan de ella y de toda su familia, algo poco frecuente y carísimo para la época. La casa de la Quinta de Roel, donde vivió parte de su infancia, era un magnífico palacete de estilo ecléctico.
Con 25 años tenemos a María Isabel en Madrid. Sus amigos la llamaban «la reina», por la influencia y «el amable dominio que ejercía sobre todos», recordaron varios de ellos tiempo después. El P. Pedro Castro S.J. que la conoció bien, comentó sobre este periodo: «En el mundo era alegre, de mucho corazón, muy querida de sus amistades y apasionada de sus amigos, limpia en sus costumbres, aunque muy animada y amiga de viajar y salir y entrar...». «Su vida de piedad, entre tantos éxitos y vanidades, se fue enfriando –refieren sus biógrafos–, aunque por la nobleza de su carácter nunca dejó de cumplir los deberes de cristiana y otros ejercicios piadosos que entonces se acostumbraban».

Comenzar cuanto antes

Todo esto cambió en abril de 1920, cuando acudió a una tanda de ejercicios espirituales «sin gana ninguna y simplemente por cumplir». Ahí fue cuando conoció al P. Castro, quien escribió en su diario: 
«El día tercero o cuarto, después de la meditación de la Magdalena, se me presentó derramando lágrimas… Su alma se había rendido a Cristo, y no de una manera ordinaria. A partir de aquel día pude observar en ella alientos singulares y deseos extraordinarios para desprenderse de todo, morir a todo por seguir a Cristo pobre. Limpia su alma, con una detenida confesión general, su preocupación era comenzar cuanto antes, dejarlo todo y ver cómo y dónde se consagraría al servicio de Dios».

No se trató de un fervor pasajero. Al cabo de tres meses, después de varias consultas y tentativas de ingresar en algún instituto religioso, a los 31 años de edad, «dejó definitivamente el mundo que tanto la aplaudía y halagaba, y se 'escondió', como el grano de trigo, en Bélmez, un pueblo de Córdoba, con dos dirigidas del P. Castro que vivían entregadas a una vida de intensa piedad y apostolado», refieren los biógrafos.

El encuentro con el beato Arnaiz

De allí fue enviada a Málaga, donde conoció a un santo misionero jesuita que pasaría a ser fundamental en su vida: el P. Tiburcio Arnaiz S.J. (beatificado el 20 de octubre de 2018). El P. Arnaiz contaba con un grupo de seglares que le preparaban algunas de sus misiones y llevaban a cabo una gran labor en barrios marginales de la ciudad, «pero su corazón de apóstol sufría lo indecible viendo abandonados tantos pueblos y cortijadas de los campos».

Ya hacía tiempo, después de los trabajos realizados en uno de los «corralones» malagueños, y mientras buscaban una maestra para que se pudiese seguir ocupando de aquello, había dicho muy pensativo a Emilia Werner, una de sus catequistas: «Esto no es mi idea; lo que pienso es que sean señoritas las que vayan por el amor de Dios a poner escuelas en los pueblos y lagares» . A Emilia aquello le pareció imposible, pero él replicó: «Cuando Dios quiere una cosa, todo se hace posible; manda las personas y los medios; si Él lo quiere, esto se hará cuando Él lo tenga dispuesto».

«Enseñe a esas almas»
Y estaba dispuesto: poco tiempo después, apareció María Isabel en el locutorio de las religiosas Reparadoras de Málaga, preguntando por el sacerdote. Tras hablar con ella, el jesuita le dijo: «A dos pasos de Málaga, vengo yo de un pueblo donde ofrecí un rosario de cristal a quien supiera hacer la señal de la cruz, y ni uno solo supo hacerla… Si de verdad usted quiere trabajar por Cristo, yo arreglaré que pueda usted ir a enseñar a esas almas».

Se refería el santo sacerdote a la Sierra de Gibralgalia, adonde se dirigió la asturiana con un par de mujeres más. Allí tuvo lugar la primera «Doctrina», como denominaban a sus comunidades: apenas una choza, para convivir entre aquellos serranos que andaban descalzos y darles lo que a ellas también les había sido dado: la más elemental formación religiosa y humana. Comenzaron a visitarlos y, tal como les indicó el P. Arnaiz, establecieron clases de cultura general, labores y otras actividades, totalmente gratuitas; juntamente les iban explicando el Credo, la vida de Cristo, sus sacramentos, los mandamientos… «En poco tiempo aquellas gentes viéndose dignificadas por su condición de hijos de Dios, se volcaban correspondiendo a su Amor», relatan los biógrafos.

«El obispo del sagrario abandonado»

San Manuel González –entonces obispo de la diócesis y conocido como el obispo del sagrario abandonado–, apoyó desde el primer momento aquella labor misionera tan singular y necesaria, y acudió a la inauguración de una pequeña iglesia construida en Gibralgalia gracias a la generosidad de María Isabel. «Ese día se confirmaron trescientos treinta y tres vecinos, que ya habían recibido su Primera Comunión dos años antes, cuando el P. Arnaiz subió por primera vez», reflejan las crónicas de la época.

Llegaron tiempos difíciles con la II República y su profundo anticlericalismo, que empapó especialmente las clases más bajas de la sociedad. Pese a ello, María Isabel siguió adelante con un puñado de compañeras, que fueron dando forma a una nueva obra: Las Misioneras de las Doctrinas Rurales. Su salud comenzó a resentirse y apareció la enfermedad: un cáncer muy doloroso que la acompañó en los últimos años de su vida. «Estoy hecha una piltrafa de cuerpo, de alma, en lo material, en lo espiritual. Es como una ola negra, fría que lo invade todo con una fuerza increíble. Dios quiera que en todo esto no haya nada de ofensa suya. Todo lo que pidan por mí me parece poco», escribió en esa época.

Falleció el 6 de junio de 1937 en Jerez de la Frontera (Cádiz). El sepulcro fue prestado, y con una limosna que les llegó providencialmente, pudieron costear los gastos del funeral. «Había dado, a su Señor y a sus pobres, todo cuanto era y tenía», concluyen sus biógrafos.

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