(De profesión cura) Son historias de nuestros pueblos, porque ustedes, mis amables lectores, salvo rarísimas excepciones, son gente de ciudad o, al menos, de pueblo grande. Ustedes se organizan y no tienen problema para hacer la compra, tomarse un café y llevar el pan a casa. Afortunados que son. En mis pueblos no tenemos esas cosas. Un bar en Braojos y poquito más.
Aquí la vida comercial funciona a golpe repetido de claxon y según una programación que todo el mundo conoce. Los jueves, lo que llaman los congelados, que viene a ser la tienda de ultramarinos de toda la vida. Los viernes, el frutero. Y el panadero a diario, que con el pan no se juega, y con horario, digamos, semi fijo.
Por La Serna del Monte pasa entre 10:30 y 10:45 h. Los domingos, que tenemos misa a las 11, cuando abro la iglesia, generalmente entre 10:15 y 10:30 h., ya están sentadas en un banco, en la plaza, esperando, la señora Juana y algunas vecinas más. Mientras un servidor prepara la misa, ellas esperan. Parece que todo está medido:
- Buenos días, aquí esperando al panadero. En cuanto venga, que estará al caer, llevamos el pan a casa y nos venimos para misa.
- Muy bien. Ahora nos vemos.
Y nos dieron las diez, y las diez y media, menos cuarto, las once… y el panadero sin venir.
- ¿Y ahora qué hacemos? Porque no vamos a quedarnos sin misa. Ni sin pan.
El resultado fue establecer un servicio de guardia consistente en las bolsas juntas, el dinero a mano, celebrar con las puertas del templo abiertas y una de las señoras al tanto para que, en cuanto llegara, pudiera salir a por el pan de todas, y es que el panadero tampoco puede esperar porque tiene que hacer el recorrido.
No me vengan los puristas ahora con la historia de que la misa es lo primero y que si hay que quedarse sin pan pues es un sacrificio, y que a ver hasta qué punto cumple con el precepto quien abandona la celebración a la mitad para salir corriendo a por dos barras y una pistola. Nosotros somos diferentes. Quizá menos perfectos, posiblemente más básicos, pero tratamos de apañarnos para la misa y para que no falte el pan. Se hace lo que se puede.
Comenzamos la celebración dominical. El panadero que nada de nada. Los ojos y los oídos en lo que estábamos, aunque pendientes del claxon. Tranquilidad. Para mis adentros me decía que a ver si había suerte y por lo menos se respetaba la consagración. Hubo suerte. Y en el momento de pronunciar la oración de post comunión un claxon mil veces repetido anunciaba por fin que teníamos pan reciente para el domingo.
Somos automáticos. El perro de Pavlov en serrano. Pitido repetido igual a salir corriendo. Incluída la señora Juana. Y servidor con un pequeño resto culminando el santo sacrificio con la bendición final.
Me esperaron, claro. Y daba gusto ver las sonrisas, las bolsas de pan y sentir ese olorcillo que alimenta. Cosas de estos pueblos. Ni mejores ni peores. Simplemente, nuestras.
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