Por unos momentos, aquel balcón fue la ventana del mundo. No sólo por la plaza abarrotada de gente que quería ver en directo ese momento, sino porque en todas partes se pudo seguir con inusitado interés la aparición del nuevo Papa en la logia central de la Basílica vaticana. La fumata blanca nos advirtió que ya había sido elegido el nuevo Sucesor de Pedro. Faltaba saber quién era, cómo se llamaría y quién aparecería bajo el cortinón. Así estábamos asomados al balcón de otro tiempo para la Iglesia.
Fue una grata sorpresa. La celeridad en su elección mostraba la comunión eclesial a la hora de sintonizar con lo que el Espíritu Santo indicaba. Los vaticanistas arribistas hicieron todo tipo de cábalas los días anteriores. Pero esta elección descubría que no había banderías extrañas, ni pulsos de ideologías desencontradas, ni cabildeos politiqueros. En tan sólo unas horas los cardenales sabían el nombre y el perfil de quien Dios les indicaba para pilotar la nave de la Iglesia en medio de las aguas bravas de las actuales turbulencias de la historia de nuestros días: León XIV, el pontífice, hacedor de puentes, padre que dulcemente viene al encuentro de nuestra orfandad cotidiana en las intemperies varias.
Vestido con la indumentaria papal, no sólo quiso bendecir «urbi et orbi» desde aquel balcón de las solemnidades a la cristiandad y a todo el mundo, sino dejarnos un primer men-saje. Dentro de la sencillez de su discurso cuidado, nos deslizó una belleza esencial bien trabada y una claridad teológica de identidad cristiana que supuso la caricia de auténtico padre que abraza a la humanidad. Nuestras heridas pesarosas, nuestras preguntas acuciantes, los miedos que amedrentan, la confusión que difumina la verdad, el cansancio que astilla la esperanza, los sucedáneos que falsean el amor, la secularización que censura y persigue la fe, la estéril connivencia con los postulados mundanos y sus agendas… ¡Cuántos rictus de orfandad nos tenían acorralados y lastimados dejándonos vulnerados y débiles! Pero, el nuevo Papa con su simple aparición nos acercó el bálsamo pascual como Jesús hizo con los discípulos asustados: «La paz sea con todos vosotros. Queridos hermanos y hermanas, este es el primer saludo de Cristo resucitado, el buen pastor que dio su vida por el rebaño de Dios… Una paz desarmada y una paz desarmante, humilde y perseverante. Viene de Dios que nos ama a todos incondicionalmente».
Con su mirada emocionada, entrecortando su voz como un Pedro novicio y primerizo que se dirige por primera vez a ese pueblo que debe confirmar en su fe, así se presentó León XIV con esa guisa de buen pastor, de verdadero padre que cree en la vida que Dios suscita, que la ve crecer si nos dejamos mover y conmover por la gracia divina que nos levanta, nos acompaña y nos envía. Nos dirá con la belleza agustiniana de la amistad cristiana: «Dios nos ama a todos y el mal no prevalecerá. Todos estamos en las manos de Dios. Por eso, sin miedo, unidos, de la mano con Dios y unos con otros, sigamos adelante. Somos discípulos de Cristo. Cristo nos precede. El mundo necesita su luz. La humanidad necesita de Él como puente para ser alcanzado por Dios y su amor. Ayudémonos, pues, unos a otros a construir puentes con el diálogo, con el encuentro, uniéndonos para ser un solo pueblo, siempre en paz». No se puede decir más y tan bellamente.
Todo un itinerario a recorrer con León XIV en una historia que con él y la Iglesia Dios nos escribirá cada día encendiendo la esperanza en el corazón y poniendo la luz que no declina en nuestra sorprendida mirada. Terminó con un gesto tan tierno como hermoso: rezar con todo su pueblo un sencillo avemaría, pidiendo la protección de la Virgen Santa en medio de las bodas de la vida cuando nos faltan los vinos sabrosos de la fe y la esperanza. Y nos bendijo, sí, pidió que Dios dijera bien, nos bendijera como Padre y Hermano en nuestras andanzas. Es el Sucesor de Pedro, León XIV. ¡Viva el Papa! Aleluya.
Publicado en El Debate
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