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martes, 26 de marzo de 2024

Homilía del Sr. Arzobispo en la Misa Crismal 2024

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos. Miembros de la vida consagrada y seminaristas. Fieles cristianos laicos. Paz y bien en el Señor. Es una alegría poder celebrar con todos vosotros esta Misa Crismal, donde nos encontramos en torno al altar del Señor los pastores con nuestro ministerio, los consagrados con sus carismas y los laicos con su compromiso de bautizados en el ámbito secular. Es una preciosa expresión de lo que significa la Iglesia peregrina con esta vivencia fraterna que testimonia el santo Pueblo de Dios, verdadera comunión de vocaciones distintas y complementarias.

Traemos a la memoria litúrgica aquel momento que vivió Jesús con sus discípulos al final de su itinerario mesiánico. Fue una cena de encargo, y realmente muy deseada. Sólo el Maestro sabía que era la última y por eso reservó confidencias fraternas y regalos postreros para esa especial velada. La Iglesia en la liturgia de hoy quiere extrapolar por la importancia decisiva que entraña, algo que nos afecta a varios de nosotros de cuanto se les dio a aquellos apóstoles en aquella santa cena: el sacerdocio de Jesús que Él extenderá a algunos de sus discípulos. Junto a la bendición de los óleos y la consagración del crisma, el sacerdocio entra en la Misa Crismal en la que de modo explícito renovamos nuestras promesas sacerdotales junto a todo el Pueblo de Dios. Normalmente se celebra el mismo Jueves Santo por la mañana, pero aquí en nuestra archidiócesis la anticipamos dos días por razones obvias de agenda en nuestras comunidades y parroquias.

Hemos escuchado ese texto conmovedor del profeta Isaías en donde nos desvela su propio ministerio que Jesús hará suyo en su primera actuación en la sinagoga de Nazareth. Fueron ungidos no como una prebenda de salvación comprada, no para pavonearse de una perfección prestada, sino para salir al encuentro de cuantos Dios ponía en su camino y a los que eran enviados: dar a los pobres una Buena Noticia, anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista; para dar la libertad a los oprimidos y anunciar el año de gracias del Señor. Era el comentario personal de Jesús a la lectura que hizo del profeta. Y como no podía ser menos, todos en aquella sinagoga del pueblo de su niñez y adolescencia, se quedaron con los ojos fijos en él.

La coda final fue todavía más reveladora: «Comenzó, pues, a decirles: “esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy”» (Lc 4,21). Ese adverbio de tiempo, “hoy”, en griego “shmeron”, cruza todo el tercer Evangelio como una especie de estribillo en el relato de San Lucas: en el anuncio de los ángeles a los pastores: «Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un salvador» (Lc 2,11); tras la curación del paralítico que descolgaron desde el techo: «El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de te­mor, decían: “Hoy hemos visto maravillas”» (Lc 5,26); o estando en la casa de Zaqueo: «Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”» (Lc 19,9); o en su diálogo con Dimas el buen ladrón: «Jesús le dijo: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”» (Lc 23,43).

El ministerio mesiánico de Jesús pasó por ese adverbio, en el hoy de cada circunstancia y de cada hombre o mujer con los que Él se fue encontrando. Es también el hoy en el que nuestro sacerdocio, queridos hermanos presbíteros, también ha ido surcando los distintos avatares y escenarios de nuestra vocación eclesial: ¡cuántas fechas, cuántas circunstancias, cuántos domicilios, cuántos encuentros y vivencias en el hoy de cada momento de nuestra andadura sacerdotal! Un hoy que tiene que ver con el calendario de nuestra biografía, con todos sus climas sin cambios y con sus estaciones anuales tan variadas. Los sofocos y los refrigerios, las ilusiones y los desencantos, los éxitos y las frustraciones, lo que ha resultado estéril por nuestra mediocridad y lo que Dios ha bendecido haciendo fecunda nuestra entrega. Todos los climas con los inviernos de barbecho, los otoños cenicientos, los estíos agostadores y las primaveras vivarachas. Tanto los curas de más edad, como los más jóvenes en el ministerio, los 198 que he debido enterrar en Asturias, como los 40 que he podido ordenar para nuestro presbiterio –de los cuales dos están fallecidos y uno secularizado–, además de los 13 diáconos permanentes que sirven en nuestra diócesis. No son nombres anónimos de unas cifras sin rostro, sino los hermanos que se nos regalaron como don de Dios y que tanto bien recabaron para nuestra comunidad diocesana. Hoy encomendaremos a los 9 hermanos sacerdotes que han fallecido desde la última Misa Crismal. Todo un abanico de nombres, edades y circunstancias en los que esta comunidad humana y eclesial que formamos los sacerdotes junto al obispo, se hace en esta mañana un motivo de agradecimiento y de plegaria. Gratitud por tantas cosas hermosas que como instrumentos del Señor han hecho nuestras manos, nuestro corazón y nuestra entrega generosa. Oración por sabernos siempre en el quicio de la desproporción entre la inmensa llamada recibida y nuestra humilde y pobre vivencia. Por con nuestro gracias rezado y nuestra plegaria agradecida, seguimos haciendo el camino al que fuimos llamados renovando la gracia recibida en nuestra ordenación sacerdotal.

No caducan las entregas cuando con libertad hemos ofrecido el sí de nuestra fidelidad a la vocación. Tras años de preparación remota en donde intervinieron hechos y personas que providencialmente nos fueron ayudando a escuchar lo que Dios nos susurraba en el corazón de niños o adolescentes, vinieron los años intensos en los que pudimos ir secundando los motivos de nuestra vocación. El seminario fue ese tiempo de sementera intelectual, espiritual, humana y diocesana, donde fuimos poco a poco aquilatando un camino que para nosotros eternamente pensó Dios.

Esta mañana, en mi oración, he hecho ese viaje virtual por los años de mi mocedad, y los de mi paso por el seminario diocesano y el noviciado franciscano después. ¡Cuántas cosas han cambiado por dentro y por fuera! No ha cambiado quien me llama, no es otra la llamada, pero por tantas razones el paso de los años ha hecho de mí alguien distinto cuando se ha ido cincelando entre mis lágrimas y mis sonrisas, entre mis esperanzas y mis desencantos, entre mi fundada fortaleza y todas mis secretas heridas, alguien que no puede vivir el significado de su vida desde la nostálgica melancolía de algo que se pronunció hace tantos años.

Se pide un sí tan sinceramente renovado que se vuelva a estrenar con una ilusión confiada como aquella primera vez cuando nos impusieron las manos. Han venido luego los distintos destinos en parroquias, encomiendas diocesanas y diversas andanzas. Unas veces con el gozo de ver cumplidas nuestras expectativas desde el asombro de nuestro agradecimiento; otras veces con el peleón disgusto de no entender las cosas y experimentar la confusión, la soledad y los miedos entroncados en una proterva deriva. La alegría de ver los frutos de nuestro trabajo pastoral haciendo bien a tantas personas de toda edad y condición. O el desgaste inevitable que nos suscita cuando las cosas vienen mal dadas y nos topamos con un resultado desabrido y remolón.

Salimos del seminario con todas las ilusiones desabrochadas a pecho abierto, ilusiones compartidas con nuestros compañeros de curso con los que imaginábamos las aventuras por venir como Abrahán y Sara contaban cada noche las estrellas. Luego hemos ido descubriendo que aquel recinto de amable protección, dio paso a las intemperies varias donde hemos podido masticar huesos duros de roer, la incomprensión o el enrocamiento más individualista que tanto daño nos hace al aislarnos. Es una bendición poder contar en esas duras y maduras, con una verdadera amistad como compañía para nuestro destino, no una compañía para nuestra crítica murmuradora, para nuestra tristeza resentida, para nuestra envidia rencorosa, sino una compañía que nos ayude a vivir en la verdad, en la bondad y en la belleza de las cosas tal y como Dios las ve y nos las regala.

En esta Misa Crismal, procederemos a la bendición de los óleos y la consagración del santo crisma. Forman parte de la materia de varios sacramentos, y tienen un alto significado humano y eclesial, que ponen encomienda a nuestras manos de parte de Dios y de su Iglesia. Porque lo que Isaías nos decía sobre su llamada, halla en estos óleos y crisma una manera preciosa de expresión. El profeta explicaba que hay gente que sufre, que tienen corazones desgarrados, prisiones y cautiverios, afligidos sin consuelo… y que a todos estos él se sentía enviado para dar la Buena Noticia. El cambio se produce de modo admirable transformado la ceniza en corona, el traje de luto en perfume de fiesta, y en cánticos el abatimiento. Sin duda una saludable y bella provocación ante tantas situaciones en las que ministerialmente nos acercamos con estos bálsamos que aquí bendecimos y consagramos, poniéndonos cerca de la gente y sus heridas de toda índole.

El papa Francisco recordaba en el ángelus del domingo la tragedia del atentado terrorista de Moscú, y la guerra de la martirizada Ucrania, sin olvidar la de la Franja de Gaza y tantas otras que siembran la desesperación y la muerte en nuestro universo mundo. Heridas también por el deterioro constatable en una sociedad que sigue adelante su discurso prescindiendo de Dios, y por lo tanto haciéndolo desde la extorsión y la mentira, la corrupción política impune con las leyes amañadas en un trucado estado de derecho fallido. Tantas violencias de toda ralea. Tanta belleza manchada y tanta bondad envilecida, que hace las cuentas con lo que el gran teólogo Henri de Lubac escribió siendo citado luego por el papa San Pablo VI: no es verdad que el hombre no pueda hacer un mundo sin Dios, ya lo tiene. Pero cuando se construye un mundo sin Dios, se hace siempre contra el hombre [H. de Lubac, El drama del humanismo ateo (Encuentro. Madrid 2012) 11].

En el hoy de nuestra biografía sacerdotal, renovamos ilusionados nuestras promesas pronunciadas en el día inolvidable de nuestra ordenación. No se trata de un viaje en el túnel del tiempo para recuperar el sí de aquel instante, sino de una renovación que vuelve a estrenar nuestra fidelidad confiada en este momento de nuestra vida. No somos rehenes del pasado ni ensoñadores de quimeras, sino discípulos que se fían de quien nos ha llamado, acogiendo la gracia necesaria para vivir renovadamente la llamada recibida. En la renovación de nuestras promesas sacerdotales, y es importante que, en estos días, especialmente el Jueves Santo, repasemos aquellos compromisos que pronunciaron nuestros labios y que no siempre acertamos a contar con la vida. Pidamos la gracia de ser fieles ante quien, siendo siempre Fiel, nos vuelve a estrenar su llamada.

En esta Misa Crismal, hermanos sacerdotes, recibid mi palabra más sincera de agradecimiento por vuestra labor ministerial, mi afecto personal y mi disponibilidad a vuestro servicio, junto a la indulgente petición de perdón si en algún momento no he estado a la altura de la comunión real en el Señor con cada uno de vosotros. Que el Buen Pastor os guarde y os bendiga, y que nuestra Madre la Santina acompañe vuestros pasos.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
SICBM El Salvador
26 marzo de 2024

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