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jueves, 25 de diciembre de 2025

''Hemos contemplado su gloria''. Por Joaquín Manuel Serrano Vila


Las primeras palabras en este día no pueden ser otras: ¡Feliz Navidad! Y desearnos esto implica de algún modo pedir que no sea un tiempo mediocre, sino una oportunidad para que el mundo se llene de Dios, para que todos tratemos de ser como este Niño que contemplamos en su cuna: inocentes, íntegros, serenos, pacíficos, pacientes, puros, sencillos... Dichosos los que en la próxima fiesta del bautismo del Señor puedan decir "este año sí que he vivido la Navidad", en vez de volver a lamentar que otra más hemos perdido la oportunidad de vivir estos días muy cerca del Señor.

Como hemos escuchado en la primera lectura, el Profeta Isaías advirtió que este día habría de llegar: "Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, porque el Señor ha consolado a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén". Así es; el Dios de la promesa permanece fiel y vuelve a su pueblo, a los que le dimos la espalda, y lo hace no con enfados, reproches y caras largas, sino en la indefensión y vulnerabilidad de un recién nacido, en la sonrisa de un bebé, y la pobreza de un establo. Viene a consolarnos, y ese consuelo está en descubrir que teniéndole a Él, lo tenemos todo, que si le seguimos estamos salvados. Nace Dios en la tierra, viene a nosotros. Como dice la plegaria II para las misas de niños: "Él vino para arrancar de nuestros corazones el mal que nos impide ser amigos y el odio que no nos deja a ser felices". Ahora está de nuestra mano, y es libertad nuestra decir no al mal y al odio de nuestra vida. Abramos los ojos; algo pasó en aquella noche santa: el nacimiento de un Niño cambió nuestra historia y nuestra suerte. Su Natividad no es una leyenda bonita, ni sólo un hecho histórico sin más: Dios ha querido insertarse en nuestro mundo, restaurar la ruptura, poner fin a la distancia entre los hombres y Él, y acabar con la indiferencia. Es Él quien toma la iniciativa y da el primer paso. Y esto no es una idea abstracta que el profeta proclamó sin más, sino que nosotros lo vemos cumplido en este Niño nacido en la gruta de un establo de Belén. 

Y es que no caben dudas; San Pablo nos lo dice claramente en su epístola a los Hebreos: ''En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo''. Se cumple el designio de Dios, no hay espacio aquí para el azar; detenernos a reflexionar sobre aquella primera Navidad nos lleva a caer en la cuenta de cómo al nacer en la noche el que es la Luz, podemos decir en verdad que la noche es tiempo de salvación. Pero no podemos perder de vista que las maderas del pesebre nos hablan ya del madero de la Cruz. Ese será el culmen de su misión; como dirá San Maximiliano Kolbe: “En el pesebre comienza la victoria del amor sobre el pecado”. Hay una dura parábola de Jesús que nos explica en sus propias palabras la misión del que ahora vemos como Niño. Me refiero a la de los viñadores malvados, aquellos que tenían arrendada una propiedad y el amo les reprocha que no están tratando bien a los siervos y empleados, y el dueño de la viña envía a su hijo, el cual muere en manos de aquellos desalmados. Esta es nuestra historia: Dios nos deja el mundo, le traicionamos actuando mal cayendo en el pecado, y Él no nos envía un mensaje cualquiera, unas letrillas o un recado; nos manda a su Hijo, al que daremos muerte. Qué símil tan llamativo, que naciera en Belén, tierra famosa porque allí se criaban los corderos inmaculados para sacrificar en el templo. Allí el Hijo de Dios daría su vida en rescate por nosotros como Cordero Inmaculado en el altar de la cruz. 

El evangelio de este día es solemne y complejo, teológicamente inabarcable, como el misterio mismo de la encarnación de Dios que San Juan aborda de una forma única en este prólogo. Es un texto con el que nos hemos familiarizado, que nos emociona y nos embarga el sentimiento cada navidad por ver con qué finura nos habla del Verbo encarnado. Su Verbo, su Palabra, es creadora, liberadora, salvadora, eterna... Y es esta Palabra la que se hace carne en la entrañas purísimas de la Santísima Virgen. Y esto no es solamente una idea piadosa; el evangelista es tajante: ''y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad''. Así es, el Señor ha querido hacerse visible, por eso cantamos hoy con el salmo: ''Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios''. La Navidad no es un sentimentalismo publicitario y comercial o unas fiestas sin más, sino la Pascua del nacimiento de Cristo. Y por eso hay fiesta en el cielo y el canto de los ángeles resuena de modo especial en estos días, pues es el canto por antonomasia de las fiestas navideñas: ¡''Gloria a Dios en el cielo''!... La liturgia nos acerca el misterio que celebramos en cada momento del año y, por tanto, no somos nosotros los que hacemos fiesta, sino que es Dios mismo quien a través de estos misterios viene a nosotros y nos abre el cielo de par en par, concediéndonos la gracia de recibirle. 

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