Si en el primer domingo de Adviento los profetas han sido los guías de nuestro camino, en este segundo la figura señera será la San Juan Bautista. Este es un tiempo muy especial; no lo desaprovechemos, no nos quedemos tan sólo con que son unos días de preparación a la navidad, pues quedarnos sólo con eso es situarnos en la epidermis de lo que realmente es vivir el Adviento. No es una mera cuenta atrás en forma de velas o calendarios de chocolatinas, y dejar que los días pasen con los brazos cruzados. Si nos falta la oración, la reflexión, la espera vigilante, el Adviento pasará sin más, pero éste, que también podría ser el último, no habrá pasado por nosotros.
La primera lectura del profeta Isaías, se nos manifiesta como el oráculo mesiánico que busca levantar nuestro espíritu, como lo pretendía con el pueblo de Israel que aguardaba que la llegada del Mesías les devolviera el paraíso perdido, los días gloriosos de su pasado. También para nosotros es un aldabonazo de esperanza en este año jubilar que ya camina hacia su clausura. La realidad del pueblo elegido, como la de nuestra sociedad, al igual que nuestra propia alma puede ser esta misma. La experiencia de un bosque arrasado por el fuego, una tierra perdida y la desesperación ante un futuro incierto. Y es ante esta realidad que las palabras de Isaías nos encienden el corazón: ''En aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago''. Esto viene a decirnos que no todo está perdido y en el suelo, aún queda un árbol en pie llamado a florecer, y ese es Jesucristo, al que sus paisanos llamarán ''el hijo de José'' o ''el hijo del carpintero''. Esto no es una casualidad, la misión de San José de ser padre putativo de Jesús lo que nos demuestra es que se cumplió el plan de Dios, pues José era descendiente de David, David hijo de Jesé, todos de la tribu de Judá. Un detalle insignificante podría parecer, pero para nosotros es la constatación de que Dios cumple sus promesas; las profecías se cumplen, y así en esta cercana navidad miraremos al niño en el portal junto a San José y podremos decir ''era verdad, ha brotado un renuevo del tronco de Jesé''. Viene a nosotros el Enmanuel, y la oración del salmista era el anhelo de ayer y también el de hoy: ''Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente''.
San Pablo en su epístola a los romanos nos llama a vivir desde dos claves: en primer lugar desde la perseverancia; esto es algo fundamental en una espera, no podemos cansarnos a la primera y despistarnos en la guardia, no podemos vivir el Adviento ni el año litúrgico como una repetición monótona y aburrida, como una noria que gira sin más. Siempre digo que cada año, cada adviento, cada navidad, cada cuaresma, pascua, tiempo ordinario, hemos de vivirlo con el corazón bien dispuesto. Como nos diría la Madre Teresa de Calcuta adaptando unas palabras suyas, que vivamos estos días ''como si fuera nuestro primer adviento, nuestro único adviento, nuestro último adviento''. Si en estas semanas se nos va la vida en pensar en comidas, compras o luces, y no sacamos algo de tiempo para la oración, para hacer revisión de vida y predisponernos interiormente para esta navidad, tampoco lo estaremos listos cuando nos llegue nuestra hora. Ahora mismo sabemos el día y la hora: 24 de diciembre a las doce de la noche: ¿estaremos preparados para esa hora? : ¡Muchos seguro que sí! Lo que nos tiene que hacer reflexionar es que si no nos preparamos para una hora que conocemos, ¿Cómo podremos estar preparados para la hora de nuestra muerte que desconocemos?... Tenemos que dar respuesta a la sed de Dios que reclama nuestra alma, a predisponernos con la confesión y reconciliación que mi interior necesita para que pueda ser posada de Cristo que llega. La otra herramienta que nos da el Apóstol es el consuelo, como así desea a modo de oración: ''Que el Dios de la paciencia y del consuelo os conceda tener entre vosotros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús''. Hay que tener esto muy presente: estamos llamados a algo muy grande, que es ser santos. Y seguro que estamos muy lejos, hay mucho que sobra en nuestra vida y también mucho que falta, pero el que estemos lejos de lo que Dios espera de nosotros no puede ser una excusa para tirar la toalla, para acomodarnos en la mediocridad, o caer en desesperación. Necesitamos consolarnos con la noticia de que Dios mismo viene a nosotros, de que hay futuro y esperanza, de que Él nos dará su gracia y nos acompañará en este camino que también conduce a Él. El Adviento es un momento singular para dejarnos tocar el corazón, pues vemos que las promesas del Señor siempre se cumplen.
El fragmento del capítulo 3 del evangelio de San Mateo que hoy se proclama es muy curioso; no nos habla de Jesús ni de palabras de Jesús, el protagonista es Juan Bautista, el Precursor. El Bautista nos regala unos mensajes muy claros: ''convertíos''; ''preparad''... El hijo de Isabel y Zacarías cumple su misión: ir por delante de su primo. El es la voz que clama en el desierto: ''preparad el camino al Señor''. Es una buena pregunta que nos podemos hacer hoy: ¿Cómo preparo yo el camino al Señor? Quizás un primer paso sería imitar también nosotros a San Juan bautista; necesitamos también en nuestra vida detenernos y tener experiencias de silencio y soledad, pues es en el desierto donde Dios nos habla al corazón. Tenemos que cambiar de mente, renovar los oídos, las palabras, las ideas... Y es que no puede llegar nada nuevo a nosotros cuando estamos saturados de prejuicios, ideas preconcebidas o criterios inamovibles. Es imposible que el Señor pueda hospedarse en mi corazón si no hago limpieza, si no me quedo prácticamente en la desnudez interior sin falta de vivir sólo con piel de camello, como el Precursor que también lo exteriorizaba. Decía una persona: ''busco a Dios pero no lo encuentro'', y le respondió el confesor: ¡Es imposible que lo encuentres! Pasas junto a un pobre y aguantas la respiración, la Biblia te aburre, no vas a la parroquia pues no puedes ver al sacerdote por que te han dicho que es muy malo, aunque nunca te has intentado poner en su lugar... Si cerramos el corazón a un semejante al que vemos: ¿Cómo vamos a poder vivir la navidad y situar en nosotros a Dios al que no vemos ?...
Necesitamos allanar el camino a quien se acerca, al Emmanuel. No hagamos como en aquel pueblo donde era la fiesta patronal y el sacerdote que tenía muchas misas llegó muy justo, y un "amable" feligrés aparcó ocupando un espacio donde podían haber entrado tres coches y donde solía aparcar el párroco para fastidiarle, y que así tuviera que aparcar lejos. La gente esperaba impaciente al sacerdote y a Cristo que se iba a hacer presente en el altar; muchos criticaron al sacerdote por llegar tarde, otros se dieron cuenta que la culpa no fue del sacerdote, sino de quien lo impidió y podía haber favorecido que la misa empezara puntal... Esto es también el Adviento: facilitar y allanar el camino, o poner palos en las ruedas al Salvador que quiere venir a nuestra vida: ¿Qué nos dirá el Señor al final de nuestro camino: me has preparado el camino, o has puesto trabas a él? Esto es lo complejo: darnos cuenta de si allanamos el sendero o ponemos trabas. Y el criterio del mundo aquí no vale: ''todo el mundo me da la razón''; ''todos piensan como yo''; ''yo estoy en lo cierto''... El evangelio de este domingo es duro ante esto: aquellos fariseos y saduceos que pedían el bautismo por conveniencia acomodaticia, el Bautista le llama ''¡Raza de víboras!''. No le hacen falta a Dios que conoce todo y a todos, las apariencias: ''Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras''... Y es que el secreto está en vivir lo que dice San Juan: ''Dad el fruto que pide la conversión''. Es decir; menos palabrería de que soy muy cristiano, pero luego mi vida refleja que Dios no tiene cabida en ella. Y ante esto lo que tantas veces decimos: las matemáticas de Dios no coinciden con las nuestras, por eso tantos que aquí son primeros allá serán últimos, y tantos que aquí pasan por últimos serán primeros en el reino de Dios. Nuestra alma es como una esponja, necesita agua y jabón, escurrir tanta suciedad que la impide impregnarse de Dios. Despojémonos, pues, de lo que nos aleja de Él; vaciemos el corazón de todo mal, y abrámonos a la sorpresa de su llegada.

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