En este Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, la Sagrada Escritura tiene mucho que decirnos: la primera lectura del Libro de los Reyes nos dice lógicamente cómo a Dios no lo encuentran los que no le buscan, pero siempre está para quienes lo necesitan, independientemente de sus pecados. La epístola de la Segunda Carta a los Hebreos nos invita a vivir el evangelio de modo radical, haciendo de nuestra propia vida un sacrificio por los demás, como lo hizo Cristo por nosotros. En estos días en que contemplamos aún consternados la catástrofe de Albacete y Valencia, hemos de reconocer que entre tanto sufrimiento y dolor, entre tantos fallecidos y desaparecidos, familias que lo han perdido todo, negocios y campos destruidos, también nos llegan testimonios de generosidad impagable, de personas que se preocuparon en alertar a sus vecinos del peligro antes de pensar en ellos mismos; familias que han abierto su casa a quienes la perdieron, parroquias que se han convertido en roperos, despensas de alimentos o botiquín. Necesitan ayuda económica y material, y también nuestra oración, pues lo números no son un dato al uso; detrás de cada difunto, desaparecido, herido, de cada víctima de la forma que sea en esta catástrofe hay mucho dolor, muchas heridas en el alma y la necesidad vital de experimentar el consuelo de Jesucristo.
De forma especial, en este domingo en que celebramos el día de la Iglesia Diocesana, quiero detenerme en el evangelio de la pobre viuda, el cual es una enseñanza que no se limita a un acontecimiento del pasado, sino que sigue siendo un hecho constatable en nuestros días: cómo los más ricos suelen ser los que más aparentan, siendo los más egoístas, mientras que los más humildes son los más generosos sin alardear jamás de ello. Jesús está en Jerusalén, en el templo, contemplando con curiosidad los numerosos peregrinos que allí se acercaban; también nosotros podríamos hacer este experimento de ponernos, por ejemplo, a mirar las personas que acuden durante toda una mañana a Covadonga, y veríamos cómo unos acuden con fe, otros únicamente hacer una foto, y los habría que pasan por allí sin tener muy claro dónde están, pero les toca el corazón... El Señor no estaba allí cotilleando, sino que quería hacerles ver a sus discípulos la diferencia que hay entre los que buscan los primeros puestos y los que pasan de puntillas sin hacer ruido. A fin de cuentas, los que piensan sólo en sí mismos son incapaces de ser generosos ni con Dios ni con los hermanos, y suele ser habitual que los más espléndidos, tanto con Dios con los hermanos, sean los que apenas piensan en si mismos.
Una muestra de nuestro amor a Dios es esa ofrenda que continuamente hacemos no sólo por mantener nuestros templos, sino por mejorarlos, dotarlos de lo que necesitan para promover y hacer más cálido el culto al Señor. Y esto no está reñido con la caridad ni con la formación. Hay personas que desde perspectivas puramente ideológicas se pasan la vida con discursos ya un tanto aburridos que si el anillo del Papa, las joyas de la Virgen o los candelabros del altar, y que mejor se vendían para los pobres, sin caer en la cuenta de que en toda parroquia y en cada diócesis se administra siempre el dinero de forma ecuánime, para que los templos se mantengan en pie, para que se dé a conocer el evangelio en la catequesis y los centros de formación y, especialísimamente, para que los pobres sean atendidos de forma caritativa. Si elimináramos el culto y la evangelización, no seríamos la Iglesia Católica, sino una simple ONG de tantas que únicamente se dedica a fines sociales. El evangelio de hoy nos responde precisamente a esto; no vemos a un Jesús que detenga a aquella mujer y le diga que guarde sus ahorros para su casa que le harán más falta a ella aquellas monedas que a los sacerdotes del templo. Podría haberse manifestado Jesús contrario al culto y a favor exclusivamente del aspecto social; sin embargo, lo que Él quiere subrayar es la autenticidad, la vivencia del culto desde la fe y no desde el postureo y las apariencias.
Pero la pregunta principal para este día debería ser en verdad: ¿Qué le damos nosotros a Dios? ¿las migajas que nos sobran, o lo que realmente nos duele soltar pero hacemos el esfuerzo de entregarlo?. Y esto no es sólo para el dinero, sino y principalmente, para el tiempo diario a la oración, la confesión, las obras de misericordia etc. Aquella pobre viuda, que en aquel tiempo era por así decirlo de los últimos de la sociedad, dado que no habían pensiones ni ayudas de ningún tipo, entregó todo lo que tenía para vivir; por fe entregó su corazón, su vida y su futuro. Pero quizás aquí hemos de traer también la imagen del profeta Elías y la viuda de Sarepta; en este caso la viuda del evangelio parecía tener la sabiduría del profeta, segura de que no sería su muerte dar todo lo que tenía, sino que Dios haría que su generosidad se viera recompensada con creces. En este día de la Iglesia Diocesana pensemos en tantas pobres viudas de nuestro tiempo, que en las parroquias más humildes y alejadas de nuestra Diócesis dan lo que pueden por mantener en pie su iglesia, ermita o capilla, a pesar de vaciarse los pueblos, de cerrarse las casas y ser cada vez menos los sacerdotes disponibles para atender con mayor frecuencia las pequeñas comunidades de nuestra Asturias rural. En este día colaboremos con la Iglesia Diocesana con nuestro donativo y, especialísimamente, con nuestra oración.
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